La tradición: su trascendencia de la historia
José Mª Petit Sullá
El término tradición significa, de
modo general, como lo indica la etimología de la palabra, la
transmisión, el legado que se entrega de una a otra generación
en el fluir histórico. En sentido restringido o técnico, se
entiende por tradición aquella especie de transmisión realizada
precisamente por vía oral, contradistinguida en este sentido de
todo documento escrito. Y así, por tradición política viene a
entenderse el conjunto de usos y costumbres anteriores a toda ley
escrita, ya que es esta última la que nace de aquella
tradición, pues como puso de relieve De Maistre con gran vigor,
en vano intentaría generarse una constitución o ley fundamental
sin una base previa de tradición oral que la ley escrita sólo
puede recoger o codificar, pero nunca inventar. Asimismo, sin una
tradición no puede tampoco interpretarse el sentido de las leyes
y su múltiple aplicación como lo reconocen de hecho los
juristas, incluso liberales.
La tradición, anterior siempre a la ley escrita, es algo nuclear
y originario, es como la cuna de la vida política, el lecho del
desarrollo político. No obstante esta importantísima
peculiaridad, que es expresada por el término tradición en su
sentido restringido, en esta conferencia entenderemos la
tradición en su sentido general o amplio, o sea, todo el
conjunto del pasado político de una comunidad en tanto que
entregado o transmitido a la generación presente. Conviene
advertir, a este respecto, que en la historia del pensamiento
político encontramos de un modo explícito y temático la
apología de la tradición cronológicamente después de que el
verdadero contenido de la misma hubiera sido defendido de un modo
más concreto. Como es especialmente notorio en España, en la
que aparece el "tradicionalismo" después de que la
defensa de la tradición hubiera sido realizada de manera
popular, vital y hasta muy cruenta por aquellos partidarios del
trilema Dios, Patria y Rey.
Podemos resumir el contenido de esta conferencia, que podría
formularse a modo de tesis, en una triple caracterización: 1) La
humanidad es tradicional por naturaleza; 2) la aversión por la
tradición es, en el fondo, un odio contra Dios, ordenador de la
sociedad en última instancia; 3) la negación de la tradición
tiene su origen en una idea de "progreso" que es
precisamente la desnaturalización de la novedad del Evangelio.
Para quien de modo general reflexione sobre el carácter de la
comunidad política y el dinamismo que constituye su propia vida,
es obvia la inevitable necesidad de la tradición en tanto que la
tradición expresa el carácter histórico de la comunidad
humana. En consecuencia, si fuera en absoluto posible el abandono
de la tradición equivaldría a un suicidio social por inanición
o por destrucción violenta, pues la comunidad política se nutre
necesariamente del pasado y no puede consistir en un salto que no
tiene punto de arranque, ni en una ruptura que lo vital, por
serlo, no tolera más que para morir. Sin embargo, pese a esta
evidencia, y al igual que acontece con la formulación del dogma
católico, debe reconocerse que ha sido precisamente el abandono,
o por mejor decir, el odio contra la tradición lo que ha
despertado la defensa temática de la tradición.
De entre estos últimos pensadores teóricos de la tradición,
pueden servimos unos textos escogidos de Vázquez de Mella, quien
para caracterizar la tradición y la necesidad de la misma,
decía en un discurso pronunciado en el Parque de la Salud de
Barcelona, en el año 1903:
"La tradición, considerada subjetivamente, es un sentimiento que se funda en el respeto a los antepasados; considerada en sí misma, es transmisión y, lejos de significar cosa petrificada, implica el movimiento, puesto que supone algo que pasa de unos a otros... Las creencias que tenemos, nuestras costumbres, las instituciones sociales primarias, los rasgos comunes del carácter, la lengua en que nos expresamos, las influencias seculares sobre las que se ha engendrado la raza, todo eso, sin lo cual no seríamos los mismos, es objeto de tradición y comunicado por ella.
"La tradición es tan esencial a los
hombres, que no se puede negada más que para establecer otra
original o importada. Ninguna tradición fundamental desaparece
tradicionalmente, siempre desaparece revolucionariamente; y la
revolución que la derriba invoca otra tradición, aunque hable
de novedad. La teoría más ideal y que presume de más
originalidad no se establece sino para continuar. Por esto a la
traducción de las tradiciones la Revolución las llama
conquistas; y, cuando se ponen en peligro esas conquistas, se
invocan para sostenerlas los esfuerzos, la sangre, los
sacrificios y el tiempo que se necesitaron para conseguirlas, es
decir, la tradición de los antecesores inmediatos que se habían
levantado para extinguir, en nombre de fórmulas "a
priori", ese sentimiento en el alma y esa ley en la
sociedad...
"Y esa es la causa de que todo hombre, aun sin advertido y
sin quererlo, sea tradicionalista, porque empieza por ser ya una
tradición acumulada. Que se despoje, si puede, de lo que ha
recibido de sus ascendientes, aunque sea prescindiendo de su ser,
y verá que lo que queda no es él mismo, sino una persona
mutilada que reclama la tradición 'como el complemento de su
existencia."
Aunque parezca extraño, esta es la conclusión
que se deduce del análisis de la tradición. Así como el hombre
individual tiene una memoria que le hace ser él mismo, la
tradición es la memoria de la comunidad política, en tanto que
sabe que todo lo que tiene lo debe a las generaciones pasadas o a
ella misma en cuanto pasada y merced a ella, no sólo sabe
"lo que es", sino, lo que es más importante,
"quién es". Sin tradición las comunidades políticas
se igualan al mismo tiempo que se aniquilan; de ahí que diga
acertadamente Mella que rechazar la tradición equivale al
suicidio y que la revolución no derriba unas tradiciones más
que para imponer otras. Esto ha sucedido así siempre y, por
esto, ¿qué es la moda, sino la importación no asimilada de una
tradición extraña al propio ambiente que se pretende imponer
como tal? Donde no hay tradición, decía Eugenio D'Ors,
refiriéndose al arte, sólo puede haber plagio. Esto es verdad
en todos los órdenes de la vida, porque el hombre individual y
colectivamente considerado no crea nada sino que sólo desarrolla
unas posibilidades recibidas.
En la tradición se funda precisamente el amor a la patria, en
cuanto reconocemos lo que debemos a la comunidad en la que hemos
nacido. Si no se ama la tradición no se puede amar a la patria,
o bien ese amor a priori, no sería más que el desprecio hacia
las demás comunidades políticas, como se ha manifestado en los
conflictos contemporáneos.
La tradición no se opone al progreso, pues el progreso es lo que
se hace, desde la tradición y para ser tradición. Nada se
construye sin materiales previos ni para ser inmediatamente
destruido. La tradición es la condición del progreso y
precisamente éste no se llamaría progreso sino se pensara desde
la tradición, pues, progresar, como desarrollarse, son términos
que, por definición, suponen un estado anterior del que se parte
para alcanzar algo nuevo. De suyo, aunque no puede haber progreso
sin tradición, podría haber tradición sin progreso y esto ha
sucedido muchas veces en la historia, cuando se ha fosilizado una
civilización. Pero el que puedan coexistir la tradición con la
ausencia de progreso no significa que la tradición sea la causa
del estancamiento. Significa, solamente, que se puede vivir sin
progreso pero no sin tradición, que es completamente diferente y
en verdad una gran lección política que nos da la historia.
Se combate a la tradición psicológicamente, con la idea de
novedad de la que la tradición no participa en tanto que la
tradición es, por definición, lo que ya se tenía en el pasado.
Late aquí un círculo vicioso bien patente: ¿cómo se sabe que
lo que había era menos bueno que lo nuevo?, simplemente -se
contesta- porque lo nuevo es mejor. Si hubiera un argumento
intrínseco en favor de lo nuevo es de ello de lo que se
hablaría y no del accidente temporal del que las cosas humanas
están afectadas necesariamente. Se desprecian muchas ideas con
el único argumento de que son antiguas, pero ¿se ha meditado
alguna vez la antigüedad de las ideas que las suplantan? (los
líderes de los jóvenes izquierdistas o están muertos o son
más viejos que sus padres). La única novedad originaria, la que
no depende de tradición alguna, es la novedad del Evangelio que
fue, primero, revelada a un pueblo que poseía ya una tradición
nacida asimismo de otra primitiva novedad originaria, la de la
promesa a Abraham, la de la Ley y los profetas. La revelación de
Dios es la única novedad absoluta que ha recibido el hombre
después de su creación. De ahí que toda pretendida novedad se
presente con el mismo aspecto que aquélla, tenga este carácter
mesiánico, suplantador de la revelación divina.
La aversión por la tradición es antinatural, destructora de la
misma base humana pero logra captar los espíritus porque se
presenta con el mismo ropaje que la gran novedad salvadora, de la
que es su antítesis en cuanto al contenido, pero de la que toma
su forma. Si ha quedado establecido al principio que es
antinatural y, por tanto, imposible la total negación de toda
tradición, debemos caer en la cuenta de algo obvio, esto es, que
si no se puede negar la tradición como transmisión, lo que se
combate al negarla es el contenido de la tradición. No puede
negarse una tradición sin invocar otra, aunque se hable de
"conquista", de "ruptura", de
"novedad" en el vocabulario que ha generalizado la
"filosofía del progreso", pero lo que la historia
moderna constata es que lo que la revolución se esfuerza por
aniquilar es aquella tradición concreta, particular y
diferenciada de las demás, que nos pone en contacto, por el
encadenamiento histórico de las instituciones, con la verdadera
fuente del ordenamiento social, la ley de Dios. Es ésta y las
instituciones que ella ha inspirado la tradición que se combate.
No se combate el tradicionalismo en general, sino la tradición
cristiana. Hay menos antitradicionalismo del que parece y más
anticristianismo del que creemos.
Es obvio para quien conozca un poco la filosofía contemporánea,
que los más conscientes revolucionarios -y no los simples
epígonos- absorben en su sistema, sea dialéctico como Hegel,
sea simplemente lineal como Comte, todo el conjunto de la
historia como etapas necesarias y convenientes del desarrollo que
la conciencia humana toma gradualmente de su autonomía con
respecto a Dios. En todas estas teorías hay una divinización
del devenir histórico y, por consiguiente, se asume el pasado
como siendo el sucesivo legado que hay que asimilar y deducir de
él la marcha progresiva de la historia.
No es, pues, contra la historia como lo que ya fue, contra lo que
se revuelve el espíritu revolucionario, sino contra lo que es,
lo perenne, precisamente, lo que por ser verdad no está sometido
al cambio en el devenir temporal, sino que de modo inmutable
ilumina todo el acontecer libre del hombre. Esto es, en verdad,
una paradoja muy significativa del espíritu progresista
consciente.
Por tanto, nosotros debemos concluir que, si el hombre es
necesariamente tradicional en el orden natural, debe ser,
además, tradicional, debe respetar y amar la tradición, porque
le liga con aquello que no es propiamente histórico, pero está
por amor encarnado en la historia, que es la verdad absoluta.
Mediante la santa tradición que es histórica, necesariamente ha
tomado contacto con aquello que por sí mismo trasciende la
historia. Debe por consiguiente integrarse en esta tradición no
por tradicionalismo" ,sino por amor a la verdad.
No es posible, en una cristiana teoría política, desvincular de
la tradición este carácter conceptual doctrinal, que da
contenido a la tradición, pues de otro modo, ser tradicionalista
equivaldría a otra forma de historicismo (del que estaban sin
duda inficionados los tradicionalistas filosóficos franceses)que
a la postre, se identificaría con el historicismo progresista,
como de hecho sucedió con Lamennais. Si se pone el corazón en
la historia y se busca en el pasado histórico no se qué especie
de resplandor humano o de romántica añoranza por tiempos
mejores y se hace de ello el centro del tradicionalismo, se pone
el sentido histórico inmanente a la humanidad misma, sin
principios ni voluntad trascendente a ella. Y este naturalismo es
del todo peligroso, pues lo que hace a la tradición respetable y
amable no es su historicidad, su secular presencia, pues también
hay tradiciones paganas, sino su conexión con la inmutable
verdad y bondad (razón por la cual los tradicionalistas
cristianos escribían Tradición con mayúscula).
Bajo esta nueva consideración, más formal y específica, se ve
al espíritu revolucionario como siendo, no antinatural, sino
anticristiano.
La revolución, temática antitradicional, si adopta formas
inviables desde el punto de vista de la naturaleza humana,
resulta por ello necesariamente violenta. De ahí que hay hoy, y
la habrá cada día más, una perenne violencia en la sociedad.
Pero este absurdo manifiesto tiene su dinamismo interno, su
motor, en que quiere romper con aquello que la tradición lega,
con aquello con lo que la tradición nos liga, es decir, con la
inmutable ley de Dios. Para romper con ello, la Revolución
(también con mayúscula) ha hecho tanto antitradicionalismo que
ha hecho sucumbir, incluso las nociones más indispensables de
continuidad y respeto por el pasado, haciendo así inviable la
vida social incluso a nivel meramente humano.
La rebelión antitradicional (pues lo contrario de la tradición
no es el progreso sino la rebelión) participa del mismo
espíritu satánico. Si decimos esta expresión tan fuerte no es
por contagio maniqueo sino, precisamente, por todo lo contrario.
Contra la voluntad y el plan de Dios absolutamente buenos no
puede levantarse otro principio y proyecto absolutamente opuesto
porque el mal no es esencial sino per accidens y no consiste en
ser sino en privación y desorden.
Pero, por lo mismo, la tentación de lo que llamamos progresismo,
consiste en levantar la bandera de la radical novedad,
desprovista de todo lazo con el pasado, para seducir y mostrar
que lo que viene no es mejor que lo anterior, simplemente, sino
otra cosa enteramente nueva y, por tanto, verdaderamente
liberadora, y anunciadora de una definitiva felicidad. La promesa
de que el porvenir será un "poquito mejor" que el
pasado, es la propaganda de los partidos conservadores que tan
escaso éxito tienen en todo el mundo (y que reciben los votos de
los que se conforman con no ir "un poquito peor"). El
programa de estos partidos es lo justo que se puede aplicar del
programa revolucionario para que no se autodestruya la sociedad y
en esto consiste su "tradicionalismo". Con un proyecto
tal, es lógico pensar la diferencia que media entre un
conservador y un tradicionalista.
La tentación de novedad, por otra parte, sólo puede calar en
los que creen en la verdadera novedad, es decir, en los
cristianos. La novedad es el tema paulino que se expresa en el
tránsito del hombre viejo al nuevo, en el salir de la esclavitud
y entrar en la libertad, en el pasar de la corruptibilidad a la
vida inmortal. Recedant vetera, nova sint omnia, escribió Sto.
Tomás para la liturgia de la fiesta del Corpus. Ante el misterio
del Cuerpo y Sangre preciosos del Redentor quedan atrás los
antiguos sacrificios, y mediante este sacramento del que
participamos hacemos nuevos los pensamientos, las palabras y las
obras. Sólo Dios hace nuevas todas las cosas y sólo el
Espíritu de Dios renueva la faz de la tierra. Esta idea de
novedad reducida y secu1arizada es la que toma como bandera la
moderna revolución.
Por esta razón, las revoluciones se hacen en nombre del
progreso, se han hecho con tanto éxito cuanto más cristiana era
la sociedad, porque la comunidad ha vivido embebida de esta
tensión recti1ínea con un sentido de meta en la historia. La
historia en los países paganos es vista como simple acontecer,
donde los hijos repiten la vida de los padres y donde el culto a
los antepasados es el centro de la religión en su dimensión
social y la mayor gloria es tener una genealogía conocida lo
más antigua posible, para mostrar no a dónde se va sino de
dónde se viene. Es hacia el pasado y no hacia el porvenir donde
miran estos pueblos a los que la idea de progreso les es
completamente extraña. Un eterno retorno, un sucesivo
reencarnarse de nuevo es todo el afán que estas religiones,
simples filosofías, expresan, porque no hay en ellas tránsito
sino estancia, no hay tensión sino equilibrio. La moderna
revolución, que sufren más de lo que la entienden, les ha
llegado de la Europa descristianizada, pero en la que late este
afán por la novedad.
Toda la tradición es histórica, porque el hombre vive en la
historia y es allí donde hay que buscarla, pero no porque sea
pretérita, sino verdadera. Precisamente, porque es verdadera no
cabe decir que sólo lo fue en su momento y ahora no lo es, como
se dice desde la visión progresista de la historia. La verdad es
trascendental y, por ello, el mejoramiento político no consiste
en un cambio continuo de instituciones que se superan unas a
otras negando las anteriores, y en las que se busca, a la postre,
no la nueva institución sino el cambio mismo. La verdad no se
desgasta, antes al contrario, ilumina siempre las obras humanas
regenerando y perfeccionando las instituciones que participan y
viven de ella. La verdad siempre es nueva y el error siempre es
viejo, porque la verdad suprema es la meta trascendente de
nuestra vida. Mirar la tradición para buscar en ella la verdad
política es tener la mirada puesta en el futuro transhistórico,
es lo contrario de la "fe en el progreso" que sólo
busca el inmediato futuro histórico, vanagloriándose
precisamente de esta historicidad que es finitud y cerrazón de
la humanidad sobre sus propias fuerzas.