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Talis decet partus Deum

Francisco Canals Vidal

 

Veni Redemptor gentium,
Ostende partum Virginis,
Miretur omne saeculum,
Talis decet partus Deum.

En el examen, por el Papa Celestino I y un concilio tenido en Roma en el año 430, sobre la enseñanza del Patriarca de Constantinopla Nestorio, que se negaba a reconocer a María el título de Madre de Dios, se citó en apoyo de la Tradición recibida en la Iglesia, las palabras de un himno compuesto por San Ambrosio: «Ven Redentor de las gentes, manifiesta el parto de la Virgen. Admírense todos los siglos, pues tal es el parto que conviene a Dios».

Celestino I, en las cartas dirigidas aquel año 430 a Nestorio, al clero de Constantinopla, al Patriarca Juan de Antioquia, y a San Cirilo de Alejandría, se apoya en este argumento para rechazar como herética la negación de la Maternidad divina. En aquellas cartas no emplea la expresión Madre de Dios, sino que insiste en que el fruto que nace del parto virginal es Dios. Dios dispuso el parto congruente a su venida al mundo hecho hombre para redimimos.

La concepción virginal de Cristo y la virginidad de María al concebir y dar a luz a Dios hecho hombre, en modo alguno se discutían en aquella polémica. Por el contrario la virginidad del parto de María se proclama como un título inseparable del hecho de que naciera Dios mismo. Es decir, el Papa Celestino I y el concilio romano de 430 se apoyan en la virginidad de María para probar la divina maternidad.

La virginidad de María -que el Papa Paulo IV en 1555 enumera entre «los fundamentos mismos de la fe» pertenece de tal modo a la fe de la Iglesia, y es de tal manera propuesta por su Magisterio y creída por los fieles como perteneciente al Misterio revelado, que ha de ser considerada como situada entre «las verdades principales que por su misma evidencia no son puestas en litigio, y por tanto no provocan definiciones del Magisterio solemne» (Cf. Bartolomé M. a Xiberta, D. C. EL YO DE JESUCRISTO, p. 110).

Desde la antigüedad cristiana hasta hoy la negación de la concepción virginal de Cristo se ha dado en ambientes que más que «heréticos» habría que considerar simplemente no cristianos.

Algunos Santos Padres distinguían con frecuencia entre «herejes» y «judíos», es decir, aquellos que pretendían de algún modo reconocer la mesianidad de Jesús, pero le consideraban como un mero hombre, con lo que desconocían también por completo el sentido de la salvación por la gracia de Dios recibida por el Sacrificio Redentor de Cristo.

En nuestros días, los sedicentes cristianos que en el mundo protestante son conocidos como «liberales» y en el mundo católico prolongan el «modernismo» que condenó San Pío X, deberían ser considerados, como lo han afirmado expresamente teólogos protestantes que mantienen la fe tradicional en el nacimiento virginal del Señor, como pertenecientes a «Otra religión»: una «religión» humanística, desconocedora de lo milagroso y preternatural, en razón de su rechazo de la sobrenaturalidad de la economía redentora y divinizante que nos ha venido por Jesucristo.

Una pseudo-religión que ha venido a ser ciega para la sobrenaturalidad del mensaje evangélico, por haberse cerrado previamente, en el orden filosófico, a la afirmación de la trascendencia y de la personalidad de Dios, del que se desconoce así su libertad en la creación y en la elevación del hombre, y su señorío y providencia sobre el mundo creado.

También en este punto la presencia de María, Madre de Dios, es garantía y antídoto contra todos los errores «heréticos» o «humanísticos».

En cuanto a los que profesan ser teólogos o escrituristas y que, en nombre de malentendidas y desorientadas «hermenéuticas», quieren entender como míticos o legendarios los hechos de la virginidad «biológica» de María o también de la Resurrección «física» o corporal de Jesucristo, hay que reconocer que ellos «salieron de entre nosotros pero no eran de los nuestros», para decirlo con la expresión del Apóstol Juan.

Parecen pertenecer a la Iglesia visible pero pertenecen en verdad a una «iglesia aparente», la que denunciaba con fortaleza y clarividencia en su encíclica Pascendi el Santo Pontífice Pío X.

Francisco Canals