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Shostakóvich
Andrés Amorós LD 2016-07-01
Julian Barnes. El ruido del tiempo, Barcelona, ed. Anagrama, mayo 2016, 201 págs, 1690 euros. ISBN: 978-84-339-7955-1.
Julian Barnes, nacido en 1946, es uno de los mejores narradores ingleses actuales. En esta sección he recomendado obras suyas como El loro de Flaubert, Arthur&George o El sentido de un final. Después de convertir en personaje novelesco al genio Gustave Flaubert, se ha fijado en la compleja trayectoria biográfica del músico ruso Dimitri Shostakóvich (1906 1975), el más destacado de la era soviética.
Después de Mahler y Bruckner, en el mundo occidental se ha vivido la "moda Shostakóvich"; sobre todo, por sus sinfonías: apasionadas, llena de contrastes, pesimistas, de muy amplia y poderosa orquestación. La más popular es la apodada Leningrado, vinculada a la resistencia del pueblo ruso frente a la invasión alemana; musicalmente, con una marcha imparable, in crescendo, que propicia el lucimiento de las grandes orquestas.
Desgraciadamente, su vida no fue tan ejemplar. Por un lado, el régimen estalinista prohibió su ópera dedicada a Lady Macbeth; por otro, se sometió reiteradamente a ese régimen. En esa Rusia escribe Barnes todo era incierto: algo "sumamente frustrante para un biógrafo, pero muy beneficioso para un novelista" (p. 198). No le falta razón.
El Shostakóvich que Barnes presenta es un personaje contradictorio, neurótico, inútil para todo lo que no fuera la música. Y, sobre todo, profundamente cobarde: "Había nacido bajo la estrella de la cobardía" (p. 163). En un mundo tan terriblemente difícil, no cabe exigir que todos sean héroes: "En la Rusia de Stalin, sólo habría dos clases de compositores: los que estaban vivos y asustados y los que estaban muertos" (p. 60).
Se centra Barnes en dos episodios centrales para el suicidio moral de Shostakóvich: el primero, su viaje a Estados Unidos, con una delegación rusa, cuando acepta criticar a Stravinsky, su ídolo permanente, y leer los discursos que le han escrito. (De ese momento, en 1949, recuerdo yo el testimonio de Nabokov: "Me pareció un hombre atrapado. Su único deseo: que le dejaran solo, con la paz de su arte y su trágico destino, al que estaba obligado a resignarse").
El segundo episodio, cuando, muerto Stalin, acaba accediendo a formar parte del Partido Comunista. En una etapa, fue declarado "enemigo del pueblo"; luego, le concedieron seis veces el Premio Stalin y tres, la Orden de Lenin.
A través de la biografía de Shostakóvich, nos asomamos a la Rusia de Stalin: todo lo que toca el dictador se convierte en una reliquia (p. 48). Hasta el tabaco que fumas te marca políticamente. El Partido controla a los artistas desde "la arrogancia, el fanatismo y la ignorancia". Pretende que sean "forjadores del alma", de acuerdo a unas consignas. Pero eso plantea "dos problemas principales. El primero era que mucha gente no quería que nadie le forjara el alma, muchísimas gracias. Se contentaban con que la dejaran como estaba cuando vinieron al mundo... Y el segundo problema era más básico: ¿quién forja a los forjadores?" (p. 52).
Cuenta Barnes que, durante cierto tiempo, Shostakóvich se acostaba vestido; cuando su mujer se dormía, él se levantaba, en silencio, y, con un maletín, esperaba, delante del ascensor, a que vinieran a detenerlo... En enero de 1948, cuando su viejo amigo Solomon Mijoels, director del teatro judío de Moscú, fue asesinado por orden de Stalin, abrazó a la hija de su amigo y le dijo: "Le envidio" (p.144). (Luego, añado yo, hizo una terrible caricatura de Stalin en el segundo tiempo de su Décima Sinfonía, del que se ha dicho: "Pocos retratos contienen tanta furia diabólica, tan desnuda maldad").
No soportaba Shostakóvich a los estalinistas de Occidente: Malraux, Romain Rolland, Bernard Shaw (p. 121), Sartre (p. 146).... En el ámbito hispánico, hubiera podido leer, con escándalo, a Miguel Hernández:
¡Ah, compañero Stalin, de un pueblo de mendigos / has hecho un pueblo de hombres que sacuden la frente...
A Nicolás Guillén:
Sí, Capitán,
a tu lado, cantando, los hombres libres van
A Rafael Alberti:
José Stalin ha muerto...
Padre y maestro y camarada:
quiero llorar, quiero cantar.
A Pablo Neruda:
Stalin, desde entonces,
fue construyendo. Todo...
Ser un gran poeta no garantiza la lucidez política ni la decencia.
Subraya Barnes la ironía trágica de Shostakóvich. Curiosamente, hoy, en España, lo más popular suyo, probablemente, es el valsecito triste en que convirtió nuestra canción popular "Yo te daré". (Lo usa Kubrick en su película Eyes wide shut; lo baila María Pagés).
Su música es lo único que salva a Shostakóvich de ese "ruido del tiempo", tan trágico, que le tocó vivir. Un libro bien interesante pero no alegre: los hechos reales en que se basa no lo fueron pero vale la pena conocerlos.
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El músico que endemonió a Stalin
Andrés Amorós LD 2016-06-30
"En cuanto a su música: no se engañaba pensando que el tiempo separaría la buena de la mala ( ). Estaba demasiado desencantado para eso". Así reza uno de los estupendos soliloquios en tercera persona que pueblan la nueva novela de Julian Barnes (Leicester, Reino Unido, 1946). Y resulta oportuno para hablar de un magno conjunto de óperas, sinfonías, cuartetos, del que solo parece haber sobrevivido para el gran público un vals, quizá el más popular de los escritos en el siglo XX. Una pieza menor, aunque cargada de ironía, que en cierta forma representa a su protagonista, el ruso Dmitri Shostakóvich (1906-1975): el tiempo ha sido tan arbitrario e injusto con su obra como lo fue con él la vida.
Partiendo de la velada en la que Stalin asistió a la representación de la ópera Lady Mcbeth de Mtsensk, que causó disgusto al dictador por su aire formalista, alejado del pueblo, y provocó la desgracia de Shostakóvich, el lector asiste a la relación repleta de altibajos entre un ciudadano acosado y un sistema de poder que le despreciaba y le necesitaba a partes iguales. Ese sistema lo convirtió en un paria, lo elevó a músico oficial de la URSS y le obligó a pronunciarse en contra de colegas como Stravinsky y Prokófiev. El ruido del tiempo es literatura biográfica sobre un compositor pero apenas hay música en sus páginas. Barnes ha preferido centrarse en la aniquilación moral y creativa que un régimen totalitario, en este caso el comunista, es capaz -sí, en tiempo presente- de causar en un artista.
El autor británico demuestra haberse documentado profusamente en la figura del compositor: en un puzzle narrativo en el que es fácil perderse al principio, traza un ejemplar retrato del padre-hijo-marido-compositor-víctima, en un estilo aséptico; la sombra de El proceso planea más de una vez en esta odisea del héroe contra la absurdidad. La prosa de Barnes no busca generar emociones: esta cerebral novela persigue despertar una reflexión sobre la manipulación de las masas, la complicidad de la prensa y la impotencia del individuo en tiempos de injusticia. Encuentra sus mejores momentos en la invención de imágenes poderosas, como la del protagonista acudiendo cada noche, maleta en mano, al ascensor de su edificio, esperando a ser detenido sin perturbar el sueño de su familia, o en las disertaciones, repletas de suculentos aforismos ("Lo mejor es empezar la vida con un estado mental alegre y abierto ( ) y después, cuando llegas a entender mejor las cosas y a las personas, desarrollar un sentido de la ironía, que ayuda a atenuar el pesimismo y a producir armonía"). También resulta interesante su glosario de personalidades de la época y cómo reaccionaron cada una de ellas a la barbarie estalinista. Y por encima de todo, un homenaje al reivindicable, torturado talento de Shostakóvich. Seguro que su Vals nº2 no les vuelve a sonar de la misma forma.