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El deber social de la religión y el derecho a la libertad religiosa, como Dios manda y enseña su Iglesia Católica

San Juan XXIII:

«Entre los derechos del hombre débese enumerar también el de poder venerar a Dios, según la recta norma de su conciencia, y profesar la religión en privado y en público (…) Nuestro predecesor, de inmortal memoria, León XIII afirma: “Esta libertad, la libertad verdadera, digna de los hijos de Dios, que protege tan gloriosamente la dignidad de la persona humana, está por encima de toda violencia y de toda opresión y ha sido siempre el objeto de los deseos y del amor de la Iglesia. Esta es la libertad que reivindicaron constantemente para sí los apóstoles, la que confirmaron con sus escritos los apologistas, la que consagraron con su sangre los innumerables mártires cristianos” (Leon XIII, Encíclica Libertas praestantissimum,  3, 21)».
(San Juan XXIII, Encíclica Pacem in terris, I, 14).

Esto no es lo mismo, ni mucho menos, que lo que dice el artículo 18 de la Declaración Universal de los Derechos del hombre, de la ONU de 1948:

«Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia».

Porque como enseña con autoridad el Catecismo de la Iglesia Católica, en el nº. 2108:

«El derecho a la libertad religiosa no es ni la permisión moral de adherirse al error (cf León XIII, Carta enc. Libertas praestantissimum), ni un supuesto derecho al error (cf Pío XII, discurso 6 diciembre 1953)».

Y además como también enseña la Iglesia con autoridad en el nº. 2109 de dicho Catecismo:

«El derecho a la libertad religiosa no puede ser de suyo ni ilimitado (cf Pío VI, breve Quod aliquantum), ni limitado solamente por un “orden público” concebido de manera positivista o naturalista (cf Pío IX, Carta enc. Quanta cura"). Los “justos límites” que le son inherentes deben ser determinados para cada situación social por la prudencia política, según las exigencias del bien común, y ratificados por la autoridad civil según “normas jurídicas, conforme con el orden objetivo moral” (DH 7)».

Dado que, como también enseña la Iglesia con autoridad en el nº. 2105 de dicho Catecismo:

«El deber de rendir a Dios un culto auténtico corresponde al hombre individual y socialmente considerado. Esa es “la doctrina tradicional católica sobre el deber moral de los hombres y de las sociedades respecto a la religión verdadera y a la única Iglesia de Cristo” (Concilio Vaticano II, Dignitatis Humanae, DH 1).
Al evangelizar sin cesar a los hombres, la Iglesia trabaja para que puedan “informar con el espíritu cristiano el pensamiento y las costumbres, las leyes y las estructuras de la comunidad en la que cada uno vive” (Concilio Vaticano II, Apostolicam Actuositatem, AA 13). Deber social de los cristianos es respetar y suscitar en cada hombre el amor de la verdad y del bien. Les exige dar a conocer el culto de la única verdadera religión, que subsiste en la Iglesia católica y apostólica (cf DH 1). Los cristianos son llamados a ser la luz del mundo (cf AA 13). La Iglesia manifiesta así la realeza de Cristo sobre toda la creación y, en particular, sobre las sociedades humanas (cf León XIII, Carta enc. Immortale Dei; Pío XI, Carta enc. Quas primas)».

Pero ese artículo 18 y los demás de esa Declaración de la ONU, está claro que se pueden e incluso se deben reivindicar ante los Estados que no reconocen ni aceptan la autoridad de Dios y de su Iglesia Católica.