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Enseñanzas de San Pedro de Alcántara sobre la oración
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De nueve cosas que ayudan a alcanzar la
devoción
Las cosas, pues, que ayudan a la devoción son muchas; porque
primeramente hace mucho al caso tomar estos santos ejercicios muy
de veras y muy a pechos, con un corazón muy determinado y
ofrecido a todo lo que fuere necesario para alcanzar esta
preciosa margarita, por arduo y dificultoso que sea, porque es
cierto que ninguna cosa grande hay que no sea dificultosa, y así
también lo es ésta, a lo menos a los principios.
Ayuda también la guarda del corazón, de todo género de
pensamientos ociosos y vanos, y de todos los afectos y amores
peregrinos, y de todas las turbaciones y movimientos apasionados,
pues está claro que cada cosa de éstas impide la devoción y
que no menos conviene tener el corazón templado para orar y
meditar que la vihuela para tañer.
Ayuda también la guarda de los sentidos, especialmente de los
ojos y de los oídos y de la lengua, porque por la lengua se
derrama el corazón, y por los ojos y oídos se hinche de
diversas imaginaciones, de cosas con que se perturba la paz y
sosiego del ánima. Por donde con razón se dice que el
contemplativo ha de ser sordo, ciego y mudo, porque cuanto menos
se derrama por defuera, tanto más recogido estará de dentro.
Ayuda para esto mismo la soledad, porque no sólo quita las
ocasiones de distraimiento a los sentidos y al corazón y las
ocasiones de los pecados, sino también convida al hombre a que
more dentro de sí mismo y trate con Dios y consigo, movido con
la oportunidad del lugar, que no admite otra compañía que ésta.
Ayuda, otrosí, la lección de los libros espirituales y devotos,
porque dan materia de consideración y recogen el corazón y
despiertan la devoción y hacen que el hombre de buena gana
piense en aquello que lo supo dulcemente; mas antes siempre se
representa a la memoria lo que abunda en el corazón.
Ayuda la memoria continua de Dios, y el andar siempre en su
presencia, y el uso de aquellas breves oraciones que San Agustín
llama jaculatorias, porque éstas guardan la casa del corazón y
conservan el calor de la devoción, como arriba se platicó. Y
así se halla el hombre a cada hora pronto para llegarse a la
oración. Éste es uno de los principales documentos de la vida
espiritual, y uno de los mayores remedios para aquellos que ni
tienen tiempo ni lugar para darse a la oración, y el que trajere
siempre este cuidado, en poco tiempo aprovechará muy mucho.
Ayuda también la continuación y perseverancia en los buenos
ejercicios en sus tiempos y lugares ordenados, mayormente a la
noche o a la madrugada, que son los tiempos más convenibles para
la oración, como toda la Escritura nos enseña.
Ayudan las asperezas y abstinencias corporales: la mesa pobre, la
cama dura, el cilicio y la disciplina y otras cosas semejantes,
porque todas estas cosas, así como nacen de devoción, así
también despiertan, conservan y acrecientan la raíz de donde
nacen.
Ayudan, finalmente, las obras de misericordia, porque nos dan
confianza para padecer delante de Dios y acompañan nuestras
oraciones con servicios, porque no se pueden llamar del todo
ruegos secos, y merecen que sea misericordiosamente recibida la
oración, pues procede de misericordioso corazón.
De diez cosas que impiden la devoción
Y así como hay cosas que ayudan a la devoción, así también
hay cosas que la impiden, entre las cuales la primera es los
pecados, no sólo los mortales, sino también los veniales,
porque éstos, aunque no quitan la caridad, quitan el fervor de
la caridad, que es casi lo mismo que devoción, por donde es
razón evitarlos con todo cuidado, ya que no fuese por el mal que
nos hacen, a lo menos por el grande bien que nos impiden.
Impide también el remordimiento de la
conciencia, que procede de los mismos pecados (cuando es
demasiado), porque trae el ánima inquieta, y caída, y desmayada,
y flaca para todo buen ejercicio.
Impiden también los escrúpulos, por la misma
causa, porque son como espinas, y no la dejan reposar y sosegar
en Dios y gozar de la verdadera paz.
Impide también cualquier amargura y desabrimiento del
corazón y tristeza desordenada, porque con esto muy mal se puede
compadecer el gusto y suavidad de la buena conciencia y de la
alegría espiritual.
Impiden, otrosí, los cuidados demasiados, los
cuales son aquellos mosquitos de Egipto que inquietan el ánima y
no la dejan dormir este sueño espiritual que se duerme en la
oración, antes allí más que en otra parte la inquietan y
divierten con su ejercicio.
Impiden también las ocupaciones demasiadas, porque
ocupan el tiempo y ahogan el espíritu, y así dejan al hombre
sin tiempo y sin corazón para vacar a Dios.
Impiden los regalos y consolaciones sensuales (cuando
el hombre es demasiado en ellas), porque el que se da mucho a las
consolaciones del mundo, no merece las del Espíritu Santo, como
dice San Bernardo. Impide el regalo en el demasiado comer y beber,
mayormente las cenas largas, porque éstas hacen muy mala cama a
los espirituales ejercicios y a las vigilias sagradas, porque con
el cuerpo pesado y harto de mantenimiento, muy mal aparejado
está el ánimo para volar a lo alto.
Impide el vicio de la curiosidad, así de los
sentidos como el entendimiento, que es querer oír y ver y saber
muchas cosas y desear cosas pulidas, curiosas y bien labradas,
porque todo esto ocupa el tiempo, embaraza los sentidos, inquieta
el ánima y derrámala en muchas partes, y así impide la
devoción.
Impide, finalmente, la interrupción de todos
estos santos ejercicios, si no es cuando se deja por causa de
alguna piadosa o justa necesidad, porque (como dice un doctor) es
muy delicado el espíritu de la devoción, el cual después de
ido, o no vuelve, o a lo menos con mucha dificultad. Y por esto,
así como los árboles y los cuerpos humanos quieren sus riegos y
mantenimientos ordinarios, y en faltando esto luego desfallecen y
desmedran, así también lo hace la devoción, cuando le falta el
riego y mantenimiento de la consideración. Todo esto se ha dicho
así sumariamente, para que mejor se pudiese tener en la memoria,
la declaración de lo cual podrá ver quien quisiere con el
ejercicio y larga experiencia.
Las tentaciones más comunes que suelen fatigar a los que se
dan a la oración, y de sus remedios
Será bien tratar ahora de las tentaciones más comunes de las
personas que se dan a la oración y de sus remedios, las cuales,
por la mayor parte, son las siguientes:
Las faltas de las consolaciones espirituales.
La guerra de los pensamientos importunos.
Los pensamientos de blasfemia e infidelidad.
El temor desordenado.
El sueño demasiado.
La desconfianza de aprovechar.
La presunción de estar ya muy aprovechado.
El apetito demasiado de saber.
El indiscreto celo de aprovechar.
Éstas son las más comunes tentaciones que hay en este camino,
los remedios de las cuales son los siguientes:
Primer aviso
Primeramente, al que le faltaren las consolaciones espirituales,
el remedio es que no por eso deje el ejercicio de la oración
acostumbrada, aunque le parezca desabrida y de poco fruto, sino
póngase en la presencia de Dios como reo y culpado, y examine su
conciencia, y mire si por ventura perdió esta gracia por su
culpa, suplique al Señor con entera confianza le perdone, y
declare las riquezas inestimables de su paciencia y misericordia
en sufrir y perdonar a quien otra cosa no sabe sino ofenderle. De
esta manera sacará provecho de su sequedad, tomando ocasión
para más se humillar, viendo lo mucho que peca, y para más amar
a Dios, viendo lo mucho que le perdona. Y aunque no halle gusto
en estos ejercicios, no desista de ellos, porque no se requiere
que sea siempre sabroso lo que ha de ser provechoso. A lo menos
esto se halla por experiencia, que todas las veces que el hombre
persevera en la oración con un poco de atención y cuidado
haciendo buenamente lo que puede, al cabo sale de allí consolado
y alegre, viendo que hizo de su parte algo de lo que era en sí.
Mucho hace en los ojos de Dios quien hace todo lo que puede,
aunque pueda poco. No mira Nuestro Señor tanto al caudal del
hombre, cuanto a su posibilidad y voluntad. Mucho da quien desea
dar mucho, quien da todo lo que tiene, quien no deja nada para
sí. No es mucho durar mucho en la oración, cuando es mucha la
consolación. Lo mucho es que, cuando la devoción es poca, la
oración es mucha, y mucha mayor la humildad, y la paciencia y la
perseverancia en el bien obrar.
También es necesario en estos tiempos andar con mayor solicitud
y cuidado que en los otros, velando sobre la guarda de sí mismo
y examinando con mucha atención sus pensamientos, y palabras, y
obras; porque como entonces nos falte la alegría espiritual (que
es el principal remo de esta navegación), es menester suplir con
cuidado y diligencia lo que falta de gracia. Cuando así te
vieres, has de hacer cuenta (como dice San Bernardo) que se te
han dormido las velas que te guardaban, y que se te han caído
los muros que te defendían. Y por eso toda la esperanza de salud
está en las armas, pues ya no te ha de defender el muro, sino la
espada y la destreza en el pelear. ¡Oh cuánta es la gloria del
ánima que de esta manera batalla, que sin escudo se defiende, y
que sin armas pelea, y sin fortaleza es fuerte y, hallándose en
la batalla sola, toma el esfuerzo y ánimo por compañía! No hay
mayor gloria en el mundo que imitar en las virtudes al Salvador.
Y entre sus virtudes se cuenta por muy principal haber padecido
lo que padeció, sin admitir en su ánima ningún género de
consuelo. De manera que el que así padeciere y peleare, tanto
será mayor imitador de Cristo cuanto más careciere de todo
género de consuelo. Y esto es beber el cáliz de la obediencia
puro, sin mezcla de otro licor. Éste es el toque principal en
que se prueba la fineza de los amigos, si son verdaderos o no lo
son.
Segundo aviso
Contra la tentación de los pensamientos importunos que nos
suelen combatir en la oración, el remedio es pelear varonil y
perseverantemente contra ellos, aunque esta resistencia no ha de
ser con demasiada fatiga y congoja de espíritu, porque no es
este negocio tanto de fuerza, cuanto de gracia y humildad. Y por
esto cuando el hombre se hallare de esta manera, debe volverse a
Dios sin escrúpulo y sin congoja (pues esto o no es culpa, o es
muy liviana), y con toda humildad y devoción le diga: «Veis
aquí, Señor mío, quién soy yo, qué se esperaba de este
muladar, sino semejantes olores? ¿Qué se esperaba de esta
tierra que Vos maldijisteis, sino zarzas y espinas? Éste es el
fruto que ella puede dar si Vos, Señor, no la limpiáis». Y
dicho esto, torne a atar su hilo como de antes, y espere con
paciencia la visitación del Señor, que nunca falta a los
humildes. Y si todavía te inquietaren los pensamientos, y tú
todavía perseverantemente les resistieres e hicieres lo que es
en ti, debes tener por cierto que mucha más tierra ganas en esta
resistencia que si estuvieras gozando de Dios a todo sabor.
Tercer aviso
Para remedio de las tentaciones de blasfemia es de saber que así
como ningún linaje de tentaciones es más penoso que éste, así
ninguno hay menos peligroso, y así el remedio es no hacer caso
de las tentaciones, pues el pecado no está en el sentimiento,
sino en el consentimiento y en el deleite, el cual aquí no hay,
sino antes al contrario; y así, más se puede llamar ésta pena,
que culpa, porque cuan lejos está el hombre de recibir alegría
con estas tentaciones, tan lejos está de tener culpa en ellas. Y
por eso el remedio (como dije) es menospreciarlas y no temerlas;
porque cuando demasiadamente se temen, el mismo temor las
despierta y las levanta.
Cuarto aviso
Contra las tentaciones de infidelidad, el remedio es que
acordándose el hombre por un cabo de la pequeñez humana, y por
otro de la grandeza divina, piense en lo que Dios le manda, y no
sea curioso en querer escudriñar sus obras, pues vemos que
muchas de ellas exceden a nuestro saber. Y, por tanto, el que
quiere entrar en el santuario de las obras divinas, ha de entrar
con mucha humildad y reverencia, y llevar consigo ojos de paloma
sencilla y no de serpiente maliciosa, y corazón de discípulo y
no de juez temerario. Hágase como niño pequeño, porque a los
tales enseña Dios sus secretos. No cure de saber el porqué de
las obras divinas, cierre el ojo de la razón y abra sólo el de
la fe, porque éste es el instrumento con que se han de tantear
las obras de Dios. Para mirar las obras humanas muy bueno es el
ojo de la razón humana; mas para mirar las divinas, no hay cosa
más desproporcionada que él. Mas porque ordinariamente esta
tentación es al hombre penosísima, el remedio es el de la
pasada, que es no hacer caso de ella, pues más es ésta pena que
culpa, porque no puede haber culpa en lo que la voluntad está
contraria, como allí se declaró.
Quinto aviso
Algunos hay que son combatidos de grandes temores y fantasías,
cuando se apartan sólo de noche a orar. Contra esta tentación
el remedio es hacerse el hombre fuerza y perseverar en su
ejercicio; porque huyendo crece el temor, y peleando, la osadía.
Aprovecha también considerar que ni el demonio, ni otra cosa es
poderosa para nos dañar, sin licencia de Nuestro Señor.
También aprovecha considerar que tenemos al Ángel de nuestra
Guarda a nuestro lado, y en la oración mejor que en otra parte,
porque allí existe él para nos ayudar y llevar nuestras
oraciones al cielo y defendernos del enemigo, que no nos puede
hacer mal.
Sexto aviso
Contra el sueño demasiado, el remedio es considerar que el
sueño unas veces procede de necesidad, y entonces el remedio es
no negar al cuerpo lo que es suyo, porque no nos impida lo que es
nuestro. Otras procede de enfermedad y entonces no debe el hombre
congojarse por eso, pues no tiene culpa, ni tampoco debe dejarse
del todo vencer, sino hacer de su parte lo que buenamente pudiere,
para que del todo no se pierda la oración, sin la cual no
tenemos seguridad ni alegría verdadera en esta vida. Otras veces
nace el sueño de pereza o del demonio que lo procura. Entonces
el remedio es el ayuno, no beber vino, beber poca agua, estar de
rodillas, o en pie, o en cruz y no arrimado, hacer alguna
disciplina u otra cualquiera aspereza que despierte y punce la
carne. Finalmente, el único y general remedio, así para este
mal como para los otros, es pedirlo a Aquel que está aparejado
para dar, si hubiere quien siempre le quiera pedir.
Séptimo aviso
Contra las tentaciones de la desconfianza y de la presunción;
que son vicios contrarios, es forzado que haya diversos remedios.
Para la desconfianza, el remedio es considerar que este
negocio no se ha de alcanzar por solas tus fuerzas, sino por la
divina gracia, la cual tanto más presto se alcanza, cuanto más
el hombre desconfía de su propia virtud y confía en sólo la
bondad de Dios, a quien todo es posible.
Para la presunción, el remedio es considerar que no hay más
claro indicio de estar el hombre muy lejos, que creer que está
muy cerca, porque en este camino los que van descubriendo más
tierra, ésos se dan mayor prisa por ver lo mucho que les falta;
y por eso nunca hacen caso de lo que tienen en comparación de lo
que desean. Mírate, pues, como en un espejo, en la vida de los
Santos y en las de otras personas señaladas que ahora viven en
carne, y verás que eres ante ellos como un enano en presencia de
un gigante, y así no presumirás.
Octavo aviso
Contra la tentación del demasiado apetito de saber y estudiar,
el primer remedio es considerar cuánto más excelente es la
virtud que la ciencia, y cuánto más excelente la sabiduría
divina que la humana, para que por aquí vea el hombre cuánto
más se debe ocupar en los ejercicios por do se alcanza la una
que la otra. Tenga la gloria de la sabiduría del mundo, las
grandezas que quisiere, que al fin se acaba esta gloria con la
vida. Pues, ¿qué cosa puede ser más miserable que adquirir con
tanto trabajo lo que tampoco se ha de gozar? Todo lo que aquí
puedes saber es nada. Y si te ejercitares en el amor a Dios,
presto le irás a ver, y en él verás todas las cosas. «Y el
día del juicio no nos preguntarán qué leímos, sino qué
hicimos; ni cuán bien hablamos o predicamos, sino cuán bien
obramos».
Noveno aviso
Contra la tentación del indiscreto celo de aprovechar a otros,
el principal remedio es que de tal manera entendamos en el
provecho del prójimo, que no sea con perjuicio nuestro. Y que de
tal manera entendamos en los negocios de las conciencias ajenas,
que tomemos tiempo para las nuestras, el cual ha de ser tanto,
que baste para traer a la continua el corazón devoto y recogido,
porque esto es andar en espíritu, como dice el Apóstol, que es
andar el hombre más en Dios que en sí mismo. Pues como esto sea
raíz y principio de todo nuestro bien, todo nuestro trabajo ha
de ser procurar de tener tan larga y tan profunda oración, que
baste para traer siempre el corazón con esta manera de
recogimiento y de devoción, para lo cual no basta cualquier
manera de recogimiento y oración, sino es menester que sea muy
larga y muy profunda.
Avisos necesarios para los que se dan a la oración
Una de las cosas más arduas y dificultosas que hay en esta vida
es saber ir a Dios y tratar familiarmente con él. Y por esto no
se puede este camino andar sin alguna buena guía, ni tampoco sin
algunos avisos para no perderse en él, y por esto será
necesario apuntar aquí algunos con la nuestra acostumbrada
brevedad. Entre los cuales, el primero sea
acerca del fin que en estos ejercicios se ha de tener. Para lo
cual es de saber que (como esta comunicación con Dios sea una
cosa tan dulce y tan deleitable, según dice el Sabio) de aquí
nace que muchas personas atraídas con la fuerza de esta
maravillosa suavidad (que es sobre todo lo que se puede decir) se
llegan a Dios y se dan a todos los espirituales ejercicios, así
de lección como de oración y uso de Sacramentos, por el gusto
grande que hallan en ellos, de tal manera, que el principal fin
que a esto les lleva es el deseo de esta maravillosa suavidad.
Éste es un muy grande y muy universal engaño en que caen muchos.
Porque como el principal fin de todas nuestras obras haya de ser
amar a Dios y buscar a Dios, esto más es amar a sí y buscar a
sí, conviene saber, su propio gusto y contentamiento, que es el
fin que los filósofos pretendían en su contemplación. Y esto
es también -como dice un Doctor- un linaje de avaricia, lujuria
y gula espiritual, que no es menos peligrosa que la otra sensual.
Y lo que es más, de este mismo engaño se sigue otro no menor,
que es juzgar el hombre a sí y a los otros por estos gustos y
sentimientos, creyendo que tanto tiene cada uno más o menos de
perfección, cuanto más o menos gusta de Dios, que es un engaño
muy grande. Pues contra estos dos engaños sirve este aviso y
regla general: que cada uno entienda que el fin de todos estos
ejercicios y de toda la vida espiritual es la obediencia de los
mandamientos de Dios y el cumplimiento de la divina voluntad,
para lo cual es necesario que muera la voluntad propia, para que
así viva y reine la divina, pues es tan contraria a ella. Y
porque tan gran victoria como ésta no se puede alcanzar sin muy
grandes favores y regalos de Dios, por esto principalmente se ha
de ejercitar la oración, para que por ella se alcancen estos
favores y se sientan estos regalos para salir con esta empresa. Y
de esta manera y para tal fin se pueden pedir y procurar los
deleites de la oración (según arriba dijimos), como los pedía
David cuando decía: Vuélveme, Señor, la alegría de tu salud,
y confírmame con tu espíritu principal (Ps.50,14). Pues
conforme a esto, entenderá el hombre cuál ha de ser el fin que
ha de tener en estos ejercicios, y por aquí también entenderá
por dónde ha de estimar y medir su aprovechamiento y el de los
otros, conviene saber, no por los gustos que hubiere recibido de
Dios, sino por lo que por él hubiese padecido, así por hacer la
voluntad divina, como por negar la propia. Que éste haya de ser
el fin de todas nuestras lecciones y oraciones, no quiero traer
para esto más argumentos que aquella divina oración o salmo:
Beati immaculati in via (Ps.118,1), que teniendo ciento setenta y
siete versos (porque es el mayor del salterio) no se hallará en
él uno solo que no haga mención de la ley de Dios y de la
guarda de sus mandamientos, lo cual quiso el Espíritu Santo que
así fuese, para que por aquí viesen los hombres cómo todas sus
oraciones y meditaciones se habían de ordenar en todo y en parte
a este fin, que es la obediencia y guarda de la ley de Dios, y
todo lo que va fuera de aquí, es uno de los muy sutiles y más
colorados engaños del enemigo, con el cual hace creer á los
hombres que son algo, no siéndolo. Por lo cual dicen muy bien
los Santos que la verdadera prueba del hombre no es el gusto de
la oración, sino la paciencia de la tribulación, la abnegación
de sí mismo y el cumplimiento de la divina voluntad, aunque para
todo esto aprovecha grandemente así la oración como los gustos
y consolaciones que en ellas se dan. Pues, conforme a esto, el
que quisiere ver cuánto ha aprovechado en este camino de Dios,
mire cuánto crece cada día en humildad interior y exterior.
¿Cómo sufre las injusticias de los otros? ¿Cómo sabe dar
pasada a las flaquezas ajenas? ¿Cómo acude a las necesidades de
sus prójimos? ¿Cómo se compadece y no se indigna contra los
defectos ajenos? ¿Cómo sabe esperar en Dios en el tiempo de la
tribulación? ¿Cómo rige su lengua? ¿Cómo guarda su corazón?
¿Cómo trae domada su carne con todos sus apetitos y sentidos?
¿Cómo se sabe valer en las prosperidades y adversidades?
¿Cómo se repara y provee en todas las cosas con gravedad y
discreción? Y, sobre todo esto, mire si está muerto el amor de
la honra, y del regalo, y del mundo, y según lo que en esto
hubiere aprovechado o desaprovechado, así se juzgue, y no según
lo que siente o no siente de Dios. Y por esto siempre ha de tener
él un ojo, y el más principal en la mortificación, y el otro
en la oración, porque esa misma mortificación no se puede
perfectamente alcanzar sin el socorro de la oración.
Segundo aviso
Y si no debemos desear consolaciones y deleites espirituales para
sólo parar en ellos sino por los provechos que nos causan, mucho
menos se deben desear visiones o revelaciones o arrebatamientos y
cosas semejantes que pueden ser más peligrosas a los que no
están fundados en humildad. Y no tenga el hombre miedo de ser en
esto desobediente a Dios, porque cuando Él quiere revelar algo,
Él lo sabe descubrir por tales modos que por más que el hombre
huya El se lo certificará de manera que no pueda dudar aunque
quiera.
Tercer aviso
Debe asimismo ser avisado en callar los favores o regalos que
Nuestro Señor le hiciere, si no fuere a sólo su maestro
espiritual. Por lo cual dice San Bernardo que el varón devoto ha
de tener en la celda escritas estas palabras: Mi secreto para mí,
mi secreto para mi.
Cuarto aviso
También debe el hombre tener aviso de tratar con Dios con la
mayor humildad y reverencia que le sea posible, de manera que
nunca el ánima ha de estar tan regalada y favorecida de Dios,
que no vuelva los ojos hacia dentro y mire su vileza y recoja sus
alas y se humille delante de tan grande majestad, como lo hacía
San Agustín, de quien se dice que había aprendido a alegrarse
en la presencia de Dios con temor.
Quinto aviso
Dijimos arriba que el siervo de Dios ha de trabajar para tener
sus tiempos señalados para vacar a Dios, pues allende de este
ordinario de cada día debe desocuparse a tiempos de todo género
de negocios, aunque sean tantos, para entregarse del todo a los
espirituales ejercicios, y dar a su ánima un abundante pasto,
con el cual se reparte lo que con los defectos de cada día se
gasta, y se cobren nuevas fuerzas para pasar adelante. Y aunque
esto se debe hacer en otros tiempos, más especialmente se debe
hacer en las fiestas principales del año y en los tiempos de
tribulaciones y trabajos, y después de algunos caminos largos y
de algunos negocios que han causado distraimiento y derramamiento
en el corazón para tornar a recogerlo.
Sexto aviso
Algunos hay también que tienen poco tiempo y discreción en sus
ejercicios cuando les va bien con Dios. A los cuales su misma
prosperidad viene a ser ocasión de su peligro. Porque hay muchos
a quien parece que se les da esta gracia a manos llenas, los
cuales, como hallan tan suave la comunicación del Señor,
entréganse tanto a ella y alargan tanto los tiempos de la
oración y las vigilias y asperezas corporales, que la naturaleza,
no pudiendo sufrir a la continua tanta carga, viene a dar con
ella en tierra. De donde nace que muchos vienen a estragarse los
estómagos y la cabeza, con lo que se hacen inhábiles no sólo
para los otros trabajos corporales, sino también para esos
mismos ejercicios de oración. Por lo cual conviene tener mucho
tiento en estas cosas, mayormente a los principios, donde los
fervores y consolaciones son mayores, y la experiencia y
discreción menos, para que de tal modo tratemos la manera de
caminar que no faltemos a medio camino. Otro extremo contrario es
el de los regalados, que, so color de discreción, hurtan el
cuerpo a los trabajos, el cual, aunque en todo género de persona
sea muy dañoso, mucho más lo es en los que comienzan, porque,
como dice San Bernardo, imposible es que persevere mucho en la
vida religiosa el que siendo novicio es ya discreto; siendo
principiante, quiere ser prudente, y siendo aún nuevo y mozo,
comienza a tratarse y regalarse como viejo. Y no es fácil de
juzgar cuál de estos dos extremos sea más peligroso, sino que
la indiscreción (como dice muy bien Gerson) es más incurable
porque mientras el cuerpo está sano esperanza hay que podrá
haber remedio; mas después de ya estragado con la indiscreción,
mal se puede remediar.
Séptimo aviso
Otro peligro hay también en este camino, y por ventura mayor que
todos los pasados, el cual es que muchas personas, después que
algunas veces han experimentado la virtud inestimable de la
oración y visto por experiencia cómo todo el concierto de la
vida espiritual depende de ella, paréceles que ella sola es el
todo, y que ella sola basta para ponerlos en salvo, y así vienen
a olvidarse de las otras virtudes y aflojar en todo lo demás. De
donde también procede que, como todas las otras virtudes ayuden
a esta virtud, faltando el fundamento, también falta el edificio;
y así, mientras el hombre procura esta virtud, menos puede salir
con ella. Por esto, pues, el siervo de Dios debe poner los ojos
no en una virtud sola, por grande que sea, sino en todas las
virtudes; porque así como en la vihuela una sola voz no hace
armonía si no suenan todas, así una virtud sola no basta para
hacer esta espiritual consonancia si todas no responden con ella.
Y así como un reloj si se embaraza un solo punto para todo, así
también acaece en el reloj de la vida espiritual si falta una
sola virtud.
Octavo aviso
Aquí también conviene avisar que todas estas cosas que hasta
aquí se han dicho para ayudar a la devoción se han de tomar
como unos aparejos con que el hombre se dispone para la divina
gracia; ocupándose diligentemente en ellos, y quitando la
confianza de ellos y poniéndola en sólo Dios. Digo esto porque
hay algunas personas que hacen como arte de todas estas reglas y
documentos, pareciéndoles que así como el que aprende un oficio,
guardadas bien las reglas de él, por virtud de ellas saldrá
luego buen oficial, así también el que estas reglas guardare,
por virtud de ellas, alcanzará luego lo que desea, sin mirar que
esto es hacer arte de la gracia, y atribuir a reglas y artificios
humanos lo que es pura, dádiva y misericordia del Señor. Pues
por esto conviene tomar estos negocios no como cosa de arte, sino
como de gracia, porque tomándolo de esta manera sabrá el hombre
que el principal medio que para esto se requiere es una profunda
humildad y conocimiento de su propia miseria, con grandísima
confianza en la divina misericordia, para que del conocimiento de
lo uno y de lo otro procedan siempre continuas lágrimas y
oraciones, con las cuales, entrando el hombre por la puerta de la
humildad, alcance lo que desea por humildad y lo conserve con
humildad y lo agradezca con humildad, sin tener ninguna repunta
de confianza, ni en su manera de ejercicios, ni en cosa que sea
suya.