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Mis recuerdos del Padre Orlandis

Acerca de su «integrismo»

Francisco Canals

CRISTIANDAD Al Reino de Cristo por la devoción a los Sagrados Corazones de Jesús y María
Año LVI
, nn 813 - 814, Marzo - Abril de 1999. págs. 36 - 39

Recordé en un escrito reciente que el Padre Orlandis comentaba a veces que se aludía a él y a sus tareas con los epítetos descalificadores de tomista, integrista y milenarista. Comenté su aceptación del primer calificativo, y la autenticidad del tomismo del Padre Orlandis, así como la especial relación, de legitimidad oficial y de tensión ambiental o sociológica, entre el tomismo y las actitudes predominantes entre los jesuitas españoles de entonces.

Paso a referirme al segundo de los epítetos descalificadores: el integrismo. Calificativo más complejo y equívoco que el de tomismo, que, como ya dije, el Padre Orlandis no admitía simplemente, aunque aceptase asumirlo y aún utilizarlo a veces, supuesto el contexto que ya entonces rodeaba una palabra que, como ahora, se aplicaba a los que mantenían íntegra lo que el Concilio Vaticano II calificó como «la tradicional doctrina católica».

El término integrismo se ha utilizado con dos significaciones, no inconexas entre sí. En un sentido restringido a lo político, por integrismo se entendía un sector del tradicionalismo que se centraba principalmente en el tema de los deberes religiosos de la sociedad política.

Pero en un sentido más amplio se refería al sector ultramontano intransigente del movimiento católico: un conjunto muy diverso de actividades orientadas a conseguir de nuevo la presencia y acción de la fe católica en unas sociedades en las que, por efecto de la Revolución francesa, se había destruido, como afirmó Pío XII, «la bienhechora influencia de la estrecha unión de la Iglesia y el Estado, que creaba como una atmósfera de espíritu cristiano» (14 de octubre de 1951).

El «partido católico» en Francia y en otros países fue la dimensión política del movimiento católico. Al crearse la tensión entre los intransigentes y los católico-liberales, éstos calificaron a aquéllos de ultramontanos intransigentes. Éstos, desde la revista romana La Civiltà Cattolica y el diario de París L’Univers, apoyaron la acción de Pío IX que culminaría en el Syllabus de 8 de diciembre de 1864, y en la definición de la infalibilidad pontificia por el Concilio Vaticano I.

Epítetos parecidos, como el de catholiques intégraux -como ahora el de conservadores o fundamentalistas-, se dio a quienes apoyaron y se adhirieron a la tremenda lucha en defensa de la fe que se desarrolló durante el pontificado de San Pío X frente al modernismo teológico y social, que con nombres y bajo formas distintas tantas veces ha resurgido con los devastadores efectos que experimentamos.

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En su origen y educación familiar, el Padre Orlandis tenía con el tradicionalismo político integrista una conexión muy clara: sus antepasados habían sido siempre carlistas y habían evolucionado hacia el integrismo por influencia de los jesuitas.

En 1883 la Congregación General de la Compañía de Jesús había decretado que debía mantenerse la fidelidad a las enseñanzas del Syllabus de 1864. Significados suaristas como Urraburu apoyaban explícitamente a Ramón Nocedal, así como el propio Prepósito general, el Padre Anderledy.

Después de la evolución política de los primeros años de este siglo, que llevó a los jesuitas españoles, en nombre de la doctrina del mal menor, a apoyar a la dinastía reinante y a la política conservadora de Maura, decía un hermano del Padre Orlandis hablando con un jesuita: «Nosotros habíamos sido siempre carlistas. Usted comprenderá que después de habernos hecho integristas por ustedes, no nos vamos a hacer ahora mauristas por ustedes».

El Padre Orlandis, respondiendo en Tortosa a un cacique conservador que le invitaba a votarle en nombre del mal menor, le dijo: «Que otros digan de usted que es un mal menor se comprendería. Pero, que usted mismo se me presente como un mal, aunque sea menor, es incomprensible».

(Recordaré aquí lo que me explicaba el Padre Francisco Segura, S.I., cuando oyó a algún superior, en tiempo de la República, recomendar a un partido porque había sido fundado y apoyado por dirigentes católicos. Él se dirigió a aquel superior y le dijo: «Durante años he oído recomendar a estos dirigentes porque no hacían política. Ahora se elogia a un partido porque ellos lo han fundado. Vengo a pedirle permiso para suscribirme a El Siglo Futuro». Este diario era ya entonces, de nuevo unido al tradicionalismo integrista y el carlismo, el órgano de la Comunión Tradicionalista).

La tenaz memoria familiar de las dinastías campesinas explica que el Padre Orlandis hubiese oído decir a su padre: «nosotros no habíamos sido nunca botiflers». Relacionaba, pues, su carlismo con el austriacismo antiborbónico de la guerra de 1705-1714. He pensado algunas veces que esta raigambre secular de sentimientos heredados a través de las generaciones podría tener que ver con su actitud: se definía a veces a sí mismo como supercatalanista, y descalificaba «el veneno del catalanismo» por su liberalismo y su olvido de la auténtica tradición catalana. La política de la Lliga -decía- «ha castrado a Cataluña».

Sentía indignación por lo expresado por Prat de la Riba, para quien «una Cataluña nacional» sería catalana, tanto si fuese católica como librepensadora. Tenía la concepción de Torras i Bages sobre el sentido de la Tradició catalana. Le disgustaban las afectaciones culturales del noucentisme, y admiraba con fervor a Verdaguer, Costa i Llobera, Maria Antonia Salvà

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El Padre Orlandis utilizaba coloquialmente el término integrismo a veces en sentido de algo valioso y deseable, aunque otras veces con cierta ironía y como en tono despectivo. Recordaré dos anécdotas concretas.

En 1948 le explicaba yo mi sorpresa ante una reacción del Padre Hellín, el conocido jesuita suarista, a quien tuve la suerte de conocer en el congreso que aquel año se celebraba en la Balmesiana sobre los centenarios de Balmes y Suárez. Ante mis objeciones tomistas sobre su interpretación del concepto de potencia me preguntó: «¿quién le ha enseñado a usted?», y al decirle yo «el Padre Orlandis», me dijo muy cordial y efusivamente: «continúe, hijo, por ahí, que tiene usted muy buen maestro». El Padre Orlandis, al referirle yo esta sorprendente y simpática actitud, me dijo: «No te extrañe; al Padre Hellín le interesa mucho más el integrismo que el suarismo».

Me recordaba, por otra parte, que, siendo él novicio jesuita, el Padre Maestro no daba permiso a los que querían comulgar con mayor frecuencia, y les decía: «los sacramentos comunican la gracia por sí mismos (ex opere operato); y lo propio de nuestra espiritualidad es adquirir las virtudes por nuestro bien obrar (ex opere operantis)». El Padre Orlandis añadió, como todo comentario a tan desorientada actitud: «¡Oh!, y era muy integrista». Pienso ahora en el juicio de San Agustín: se desvía a la derecha el que atribuye al libre albedrío humano el bien obrar y no atiende al don de la gracia divina.

Mientras que, al referirse al Padre Hellín, el Padre Orlandis hablaba del integrismo como fervor por la verdad filosófica y teológica, al recordar el de su maestro de novicios apuntaba hacia algunas características del tradicionalismo político español influido hegemónicamente por los jesuitas.

Comentaba yo, hablando con el Padre Orlandis, unas palabras en que el dominico carlista Corbató polemizaba contra los integristas en 1894 -en su libro León XIII, los carlistas y la monarquía liberal- y notaba que «sus maestros más respetables enseñan lo que César Cantú llama el liberalismo teológico, y en moral han enseñado y sostenido las mayores laxitudes y relajaciones».

Ante esta objeción hecha por un carlista con argumentación típicamente tomista y dominicana -denunciando el «jesuitismo» molinista y probabilista de los integristas- recuerdo que el Padre Orlandis comentó: «no tiene razón el Padre Corbató, porque en España el verdadero integrismo era el del Padre Alvarado».

No daba valor a argumentaciones «accidentales», aunque se basasen en conexiones históricas: no podía identificarse la tradición antiliberal con el «jesuitismo», y no podía olvidarse la larga tradición integrista de los dominicos españoles, que va desde el Padre Alvarado a Santiago Ramírez y Victorino Rodríguez, pasando por los catalanes Francisco Xarrié y Narciso Puig, y por el Padre Fonseca, el que polemizó desde El Siglo Futuro con Menéndez y Pelayo.

Con el recuerdo del genial polemista contrarrevolucionario que se firmaba como El Filósofo rancio, el Padre Orlandis se situaba en la perspectiva que le era más propia: entendía toda la serie de alzamientos populares contrarrevolucionarios, hasta la que llamaba explícitamente la Cruzada de 1936-1939, como la defensa de la tradición católica de España. Insistía en que era más temible la extinción de esta tradición que una dominación comunista.

Descalificaba los «posibilismos» y «malminorismos» que venían esforzándose en extinguir la intransigencia de aquella tradición, y los situaba en el «segundo binario» de los Ejercicios ignacianos: el de los que quieren convencerse de que Dios no les pide más que lo que a ellos les resulta cómodo y que no les exige sacrificio ni heroísmo.

Recuerdo que un destacado carlista [Sivatte] me dijo que había sido el Padre Orlandis quien le había hecho comprender el significado de defensa de la Cristiandad, de lucha de cruzada de la tradición carlista española. Si alguien dijese que daba mayor importancia al tradicionalismo integrista que al legitimismo carlista, creo que acertaría en su juicio.

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Del Padre Orlandis como maestro y alentador de pensamientos y actitudes políticas se podrían decir lo que ha escrito Alfredo Sáenz, S.I., sobre un gran pensador ruso:

«Hay que insistir en que la hostilidad de Dostoievski por la revolución no es la de un burgués o un hombre satisfecho interesado en conservar costumbres de otros tiempos» (El fin de los tiempos y seis autores modernos; pág. 116). Decía frecuentemente: «por más vueltas que le den… la futura sociedad cristiana será democrática». Pero la democracia moderna sabía que era la aplicación a la política de una concepción del mundo naturalista, antiteística y anticristiana.

Denunciaba una conexión esencial, que muchos no querían ver, entre los errores del liberalismo, de la democracia y del modernismo teológico.

Él hubiese querido alentar aquella «movilización general del pueblo cristiano» en que veía el significado auténtico de la Acción Católica entendida desde las consignas del Papa Pío XI sobre el reinado de Cristo como única idea-fuerza en orden a llevar el mundo a la Paz de Cristo en el Reino de Cristo.

Hombre de Iglesia, sentía como «la necesidad más urgente de nuestro tiempo, la de sobrenaturalizarlo todo incluso el Romano Pontífice» (núm. 39 de Cristiandad; 1-XI-1945)».

Trabajaba con empeño en que no se olvidasen, con el pretexto de silencios o de gestos abusivamente interpretados por pretendidos expertos en sociología eclesiástica, todo lo que los Papas han enseñado como definitive tenendum, y se mantuviese así íntegra la tradicional doctrina católica.

No se podría olvidar su devoción y entusiasmo por San Pío X y por el Venerable Pío IX -que el Papa Juan XXIII deseó que fuese elevado al honor de los altares durante el Concilio Vaticano II-. Y es claro que en el contexto de las modas y prejuicios que saturan el ambiente, bastaría esto para que el Padre Orlandis fuese por muchos descalificado como integrista.

Pero nadie podría encontrar el más leve pretexto para atribuirle las deficiencias que contaminaron, en algunos países y momentos, el «ultramontanismo intransigente». Ningún recelo hacia lo estético o lo cultural; ninguna hostilidad a los estudios clásicos; ninguna beatería fideísta antifilosófica o antiescolástica. Definía la beatería como «la inconsciencia de lo sobrenatural».

Él mismo sintetizaba así la actitud del Padre Enrique Ramière, el fundador del Apostolado de la Oración, el gran Apóstol del Corazón de Jesús y de la Realeza de Cristo, de cuya obra se sentía continuador en Schola Cordis Iesu:

«Tenemos el ejemplo del Padre Ramière, cuya fórmula podemos decir que era: el Cristianismo no ha venido a suprimir nada de lo propio a la naturaleza humana sino a jerarquizarlo todo en un orden de valores conducentes al fin sobrenatural» (Conferencia dada el 7 de febrero de 1943).

Se me ocurre decir que el Padre Orlandis, si acaso, podría ser llamado un superintegrista. «Lo quiero todo», dijo en su lecho de muerte a uno de sus discípulos y amigos. Lo quería todo para «instaurarlo todo en Cristo». Su antiliberalismo se centraba en la proclamación de la Realeza de Cristo; su antinaturalismo, en el culto al Corazón de Jesús, que sentía expresado por la vidente de Paray-le-Monial, por el Padre Ramière y por Santa Teresita del Niño Jesús, entonces «la estrella del Pontificado» de Pío XI y ahora declarada Doctor de la Iglesia.

Al servicio de esta sobrenaturalización de todo estaban su profundo conocimiento de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, y su magisterio de la síntesis metafísica y teológica de Santo Tomás de Aquino. En su conjunto unitario el carisma del Padre Orlandis coincidía, en lo profundo y esencial, con las líneas centrales del programa pastoral del Papa Pío XI.

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Su actividad formativa se extendió a lo largo de muchos años, desde el principio de los años veinte hasta su muerte en 1958, y tuvo como sus frutos visibles Schola Cordis Iesu, y también esta revista, Cristiandad, que los de Schola fundaron en 1944.

En diversas etapas, su magisterio y orientación influyó en numerosos discípulos y oyentes. Cuando, el 24 de febrero de 1970, una asamblea de socios de Schola Cordis Iesu elevó al Arzobispo de Barcelona un proyecto de nuevos estatutos de esta sección del Apostolado de la Oración, firmaron la instancia los socios que se enumeran a continuación:

Domingo Sanmartí Font, Manuel de Arquer Cladellas, Xavier Sanmartí, María Asunción López Suñé, José Manuel Zubicoa Bayón, Carlos Mas de Xaxars Gassó, José María Petit Sullá, José Luis González Aullón, José María Alsina Roca, José María Mundet Gifre, Pedro Ochoa Rodrigo, Luis Creus Vidal, Martirián Llosas y Serrat-Calvó, Manuel Domenech Izquierdo, Ramón Vall-llosera, Juan Casañas Balcells, José María Font Rius, José Javier Echave-Sustaeta del Villar, José María Artola, José Parellada Carreté, Antonio María Canals Vidal, Miguel Subirachs Torné, Pedro Basil Sanmartí, José María Martínez-Marí Odena, Fernando Serrano Misas, Gerardo Manresa Presas, Ramón Gelpí Sabater, Eduardo Conde Garriga, Enrique Freixa Pedrals, Santiago Arellano, Antonio Pérez-Mosso Nenninger, Ignacio María Serra Goday, Francisco Canals Vidal, Luis Comas Zabala, Francisco de Gomis Casas, Juan Bofill Bofill, José Antonio Oliver Massana, José María Rocabert Modolell, José María Fondevila Refart, José María Minoves Fusté, Tomás Lamarca Abelló, Florencio Arnan Lombarte, Luis Luna Gil, Mauricio de Sivatte de Bobadilla, José Bofill Bofill, Pablo López Castellote, Antonio Torroja Miret.

Una lista que incluyese a todos los que fueron influidos por el Padre Orlandis y que secundaron las tareas que él inspiró sería evidentemente más amplia, y tendría que incluir también a los que habían ya muerto en la fecha de la mencionada instancia. No obstante, es en sí misma un homenaje a la amplitud de su acción y a la permanencia y fecundidad de su siembra.