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Los dos mayores prodigios de Jesucristo los realiza todo sacerdote

El mayor hecho prodigioso realizado por Jesús fue Su presencia real en el pan consagrado. Fue un infinito don que nos hizo, como el que le hizo a María en los nueve meses de su gestación tras la Encarnación. Y pagó un precio muy caro por hacernos ese don. Debemos imperiosamente agradecérselo.
Todo sacerdote puede hacer y hace ese prodigio, el mayor realizado por Jesús.

Y los sacerdotes pueden tener el poder de perdonar los pecados, que es un poder divino.

¿A alguno no le basta?

No se les llama milagros en sentido estricto, porque dice santo Tomás de Aquino que, en ese sentido, milagro tiene la connotación de hecho percibido sensiblemente como admirable (Suma contra los gentiles, III, c. 101; y Suma teológica,  I, q. 105, a. 7,  ad 3).

Empleando la palabra milagro en sentido amplio dijo Hugo Wast en 1961:

El sacerdote católico realiza "cada día los dos más grandes milagros de Nuestro Señor Jesucristo, el perdonar los pecados de los hombres y el convertir el pan y el vino en la carne y la sangre del Verbo de Dios".
(Hugo Wast [Gustavo Martínez Zuviría], final de su obra Autobiografía del hijito que no nació).

Y el propio santo Tomás a veces llama también milagro a la la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía.

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Forment explica que no son "milagros en sentido estricto, aunque sean insólitos, por ejemplo, la eucaristía, o la conversión del pecador por la gracia, hechos más extraordinarios que cualquier milagro".
(
http://www.infocatolica.com/blog/sapientia.php/1904010334-lv-los-milagros#_ftnref11).

Pero también trae Forment en el mismo sitio que santo Tomás observa:

«La Encarnación del Verbo es el milagro de los milagros, como dicen los santos, porque es el mayor de todos los milagros, y a este milagro se ordenan todos los otros milagros; y por este motivo no sólo conduce a otros a creer, sino que también otros milagros conducen a que se crea en el mismo» (Santo Tomás de Aquino: Cuestiones disputadas sobre la Potencia de Dios, q. 6, a. 2, ad 9).

Y la Encarnación no se percibe con los sentidos, sino que consta su certeza por la fe.

Santo Tomás siempre pone como dato más seguro el de la fe. Mucho más seguro que cualquier dato de los sentidos procesado por la razón natural. Lo pone así en todas las cuestiones de sus Sumas y de todos sus escritos. Y con sobrada razón.

Por eso puede santo Tomás llamar milagro a la Encarnación del Verbo. Y por lo mismo es justo que Hugo Wast llame milagro a la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía. Es una realidad totalmente admirable y sorprendente que conocemos como real por la fe con una certeza mayor que la certeza que viene por los sentidos. Y así lo enseña santo Tomás en todas y cada una de sus obras.

Prestet fides suplementum, sensuum defectui...

Así también por la fe sabemos que no es demasiado sorprendente la Resurrección de Jesús, puesto que es Dios, Jesús es el Verbo hecho carne, como sabemos por la fe con una certeza mucho mayor que por los sentidos. Y como es Dios, no es sorprendente que resucitase; aunque es muy de agradecerle a Jesús que resucitase para fortalecer nuestra fe, cuando se debilita y tambalea, como les pasaba a los apóstoles, pobrecitos, consternados, descorazonados y trastornados por la muerte de Jesús. Y para hacernos llegar a la fe, como a san Pablo.

Pero la fuente de todas las gracias, incluida la fe, es la Pasión y Muerte de Jesús.

Y, desde la fe, lo sorprendente es la Pasión y Muerte de Jesús, el Verbo hecho carne. Puesto que por la fe tenemos la certeza de que Jesús es el Verbo hecho carne. Es Dios. Y Dios es inmortal. Claro que Jesús muere como hombre, muere en su naturaleza humana. Tiene dos naturalezas; pero tiene una única persona; y quien padece y muere es la persona. Y la persona de Jesús, es divina, es uno de la Trinidad, es el Verbo, es Dios Hijo.

Y esto es lo superlativamente asombroso: que "uno de la Trinidad ha padecido", "que Dios padeció en la carne" (DS, 401), como sabemos por el dato cierto de la fe revelada y definida:

«Después del Concilio de Calcedonia, algunos concibieron la naturaleza humana de Cristo como una especie de sujeto personal. Contra éstos, el quinto Concilio Ecuménico, en Constantinopla, el año 553 confesó a propósito de Cristo: "No hay más que una sola hipóstasis [o persona] [...] que es nuestro Señor Jesucristo, uno de la Trinidad" (Concilio de Constantinopla II: DS, 424). Por tanto, todo en la humanidad de Jesucristo debe ser atribuido a su persona divina como a su propio sujeto (cf. ya Concilio de Éfeso: DS, 255), no solamente los milagros sino también los sufrimientos (cf. Concilio de Constantinopla II: DS, 424) y la misma muerte: "El que ha sido crucificado en la carne, nuestro Señor Jesucristo, es verdadero Dios, Señor de la gloria y uno de la Santísima Trinidad" (ibíd., 432)».
(Catecismo I. C., 468).

El Verbo se hizo carne para ser obediente hasta la muerte con un cuerpo vulnerable. En la oración en el huerto se nos muestra padeciendo un miedo intensísimo, eclipsados los dones del Espíritu Santo que tenía Jesús en plenitud. En la cruz se nos muestra abandonado en la desolación, en la noche oscura del alma. Un amor misericordioso infinito mostrado con un limitado cuerpo humano se nos muestra como un amor con locura.

Jesús le dijo un día a san Francisco, admirado por su amor:

--¡Francisco, estás loco!.

--¡Mira Quién hablo!, --repuso Francisco.

La prodigiosa, admirable, Eucaristía estriba en la asombrosa muerte de Jesús, el Verbo hecho carne. Jesús no dijo simplemente esto es mi cuerpo, sino mi cuerpo que será entregado. Y este es el cáliz de mi sangre, que será derramada. La hostia consagrada es el Cuerpo de Jesús inmolado en la Cruz. El vino consagrado es Su Sangre derramada en su pasión y su crucifixión hasta la lanzada que le hizo derramar hasta la última gota de sangre.

¿Qué es más fácil, decir esto es mi cuerpo, o decir que será entregado y entregarlo a la muerte en la tortura y la desolación? ¿Decir este es el cáliz de mi sangre, o decir que será derramada y derramarla hasta la última gota en la cruz?

He ahí la prueba de la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía. Y otra prueba de su divinidad, porque sabiendo que iban a matarlo, no escapó. Y también la razón por la que es máximamente razonable que confiemos totalmente en Dios, puesto que así nos muestra hasta dónde llega su infinito amor misericordioso, totalmente admirable y prodigioso.

Dios elimina nuestros pecados y hace que nuestra alma quede y sea como nueva