Benedicto XVI en el libro "Luz del mundo" del entrevistador Peter Seewald preanunció y enunció la teoría de su renuncia en 2010........Benedicto XVI renuncia.........CRISTIANDAD FUTURA.
El hombre de las paradojas
Peter Seewald ReL 19.02.2013Nuestro último encuentro se remonta a hace
unas diez semanas. El Papa me recibió en el
Palacio Apostólico para continuar con nuestros coloquios
orientados a trabajar sobre su biografía. Su audición se había
resentido; por el ojo izquierdo ya no veía bien; el cuerpo
encorvado. Se le veía muy delicado, aún más amable y humilde,
y totalmente reservado. No parecía enfermo, pero el cansancio se
había apoderado de toda su persona, cuerpo y alma, ya no se
podía ignorar.
Hablamos de cuando desertó del ejército de Hitler, de su
relación con sus padres, de los discos con los que aprendía
idiomas, de los años fundamentales en el «Mons doctus», en
Frisinga, donde desde hace mil años las elites espirituales del
país son introducidas en los misterios de la fe. Aquí dio sus
primeras predicaciones ante una público escolar, como párroco
acompañó a los estudiantes y en el frío confesionario del
Duomo escuchó las penas de la gente. En agosto, durante un
coloquio de hora y media en Castel Gandolfo, le pregunté cómo
le había afectado el caso Vatileaks. "No me dejo llevar por
una suerte de desesperación o dolor universal -me respondió-,
simplemente me parece incomprensible. Incluso considerando a la
persona (Paolo Gabriele, ndr ), no entiende qué podemos esperar.
No consigo penetrar en su psicología". Sin embargo,
sostenía que ese caso no le había hecho perder el norte ni le
había hecho sentir la fatiga que supone su papel, "porque
siempre puede suceder". Lo importante para él era que en el
desarrollo del caso "se garantice en el Vaticano la
independencia de la justicia, que el monarca no diga: ¡ahora yo
me hago cargo!".
Nunca le había visto tan exhausto, casi postrado. Con las
últimas fuerzas que le quedaban llevó a término el tercer
volumen de su obra sobre Jesús, "mi último libro", me
dijo con una mirada triste cuando nos despedimos. Joseph
Ratzinger es un hombre inquebrantable, una persona siempre capaz
de recuperarse rápidamente. Mientras dos años atrás, a pesar
de los primeros achaques propios de su edad, parecía aún ágil,
casi joven, ahora percibía cada bandeja que llegaba a su
escritorio de parte de la Secretaría del Estado como un golpe.
"¿Qué debemos esperar aún de Su Santidad, de Su
pontificado?", le pregunté. "¿De mí? De mí, no
mucho. Soy un hombre anciano y las fuerzas me abandonan. Creo que
basta lo que he hecho". ¿Piensa en retirarse? "Depende
de lo que me impongan mis energías físicas".
Ese mismo mes escribió a uno de sus doctorandos que el siguiente
encuentro sería el último.
Su voz era del todo insólita para un «panzerkardinal»
Llovía en Roma, en noviembre de 1992,
cuando nos encontramos por primera vez en el Palacio de la
Congregación para la Doctrina de la Fe. Su apretón de manos no
era de esos que te rompen los dedos, su voz era del todo
insólita para un «panzerkardinal», leve, delicada. Me gustaba
cómo hablaba de las cuestiones pequeñas, y sobre todo de las
grandes; cuando ponía en discusión nuestro concepto de progreso
e invitaba a reflexionar sobre si verdaderamente se podía medir
la felicidad del hombre en función del producto interior bruto.
Los años le pusieron duramente a prueba. Se le describió como perseguidor
mientras que era perseguido, el chivo expiatorio al que
cargar con todas las injusticias, el "gran
inquisidor" por antonomasia, una definición tan
adecuada como la de equiparar gato con liebre. Sin embargo, nunca
nadie le oyó quejarse. Nadie ha oído salir de su boca
una mala palabra, un comentario negativo sobre otras
personas, ni siquiera sobre Hans Küng.
Cuatro años después pasamos juntos muchas
jornadas para hablar del proyecto de un libro sobre la fe, la
Iglesia, el celibato, el insomnio. Mi
interlocutor no daba paseos por la sala, como suelen hacer los
profesores. No había en él la más mínima huella de
vanidad ni de presunción. Me impresionó su
superioridad, su pensamiento no salía al paso de los tiempos y
me sorprendió en cierto modo oír respuestas pertinentes a los
problemas de nuestra época, aparentemente casi irresolubles,
tomadas del gran tesoro de la revelación, de la inspiración de
los padres de la Iglesia y de las reflexiones de aquel guardián
de la fe que tenía sentado ante mí. Un pensador radical -esa
fue la impresión que me causó- y un creyente radical
que sin embargo en la radicalidad de su fe no agarra la espada
sino otra arma mucho más potente: la fuerza de la humildad,
de la sencillez y del amor.
Joseph Ratzinger es el hombre de las paradojas.
Lenguaje suave, voz fuerte. Mansedumbre y rigor. Piensa en grande
pero presta atención al detalle. Encarna una nueva inteligencia
al reconocer y revelar los misterios de la fe, es un teólogo
pero defiende la fe del pueblo contra la religión de los
profesores, fría como ceniza.
Del mismo modo que él mismo era equilibrado, así era su modo de
enseñar; con la ligereza que le era propia, con su elegancia, su
capacidad de penetración, que hacía ligero lo que era serio,
sin privarlo del misterio ni banalizar su sacralidad. Un pensador
que reza, para quien los misterios de Cristo representan la
realidad determinante de la creación y de la historia
del mundo, un amante del hombre que ante la pregunta
sobre cuántos caminos llevan a Dios no tenía que reflexionar
mucho para responder: "Tantos como hombres hay".
Es el pequeño Papa que con su lápiz ha escrito grandes obras.
Nadie antes que él, el mayor teólogo alemán de todos
los tiempos, ha dejado al pueblo de Dios durante su
Pontificado una obra tan imponente sobre Jesús ni ha redactado
una cristología. Los críticos sostienes que su elección ha
sido un error. La verdad es que no había otra opción.
Ratzinger nunca buscó el poder. Se sustrajo al juego de las
intrigas en el Vaticano. Siempre llevó una vida modesta de monje,
el lujo le resultaba extraño y un ambiente con un confort
superior al estrictamente necesario le resultaba completamente
indiferente.
Pero vayamos a las pequeñas cosas, a menudo más elocuentes que
las grandes declaraciones, los congresos o los programas. Me
gustaba su estilo pontificio, que su primer acto fuera
una carta a la comunidad hebrea, que retirara la tiara
de su escudo, símbolo del poder terreno de la Iglesia; que en
los sínodos de los obispos invitase también a hablar a los
invitados de otras religiones -otra novedad.
Con Benedicto XVI, por primera vez, el hombre de arriba ha
participado en el debate, sin hablar de arriba abajo sino
introduciendo esa colegialidad por la cual luchó en el Concilio.
Corregidme, decía, cuando presentaba su libro sobre Jesús, que
no quería anunciar como un dogma ni colocar el sello de la
máxima autoridad. La abolición del besamanos fue la más
difícil de llevar a cabo. Una vez tomó del brazo a un antiguo
alumno que se inclinó para besarle el anillo y le dijo: "Comportémonos
normalmente". Tantas primeras veces. Por primera vez un
Papa visitó una sinagoga alemana. Por primera vez un
Papa visitó el monasterio de Martin Lutero, un acto histórico
sin igual.
Ratzinger es un hombre de la tradición, se
confía voluntariamente a lo que está consolidado, pero sabe
distinguir lo que es verdaderamente eterno de lo que es válido
sólo para la época en que emerge. Y si es necesario, como en el
caso de la misa tridentina, añade lo viejo a lo nuevo, porque
estando juntos no reducen el espacio litúrgico, sino que lo
amplían.
No lo ha hecho todo bien, ha admitido errores, incluso aquellos (como
el escándalo Williamson) de los que no tenía ninguna
responsabilidad. Ningún fracaso le ha hecho sufrir más que el
de sus sacerdotes, aunque ya como prefecto tomó las medidas que
le permitieran descubrir los terribles abusos y castigar a los
culpables. Benedicto XVI se va, pero su herencia se queda.
El sucesor de este humilde Papa de la era moderna seguirá sus
pasos. Será uno con otro carisma, con otro estilo, pero con la
misma misión: no incentivar las fuerzas centrífugas
sino aquello que mantenga unido el patrimonio de la fe, que
infunda coraje, que anuncie un mensaje y dé un auténtico
testimonio. No es casual que el Papa saliente haya elegido el
Miércoles de Ceniza para su última gran liturgia. Mirad, parece
querer decir, era aquí adonde os quería llevar desde el
principio, este es el camino. Desintoxicaos,
serenaos, liberaos de la zozobra, no os dejéis devorar por el
espíritu del tiempo, no perdáis el tiempo,
desecularizaos.
Aligerar la carga para aumentar el peso es el programa de la
Iglesia del futuro. Privarse de la grasa para ganar vitalidad,
frescura espiritual, no como una última inspiración o
fascinación. Belleza, atractivo, en el fondo también fuerza,
para hacer frente a una tarea que se ha hecho tan difícil.
"Convertíos", dice usando las palabras de la Biblia al
marcar la frente de los cardenales y abades con las cenizas,
"y creed en el Evangelio". "¿Usted es el final de
lo viejo -pregunté al Papa en nuestro último encuentro- o el
inicio de lo nuevo?". La respuesta fue: "Las
dos cosas".