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¿Ha cambiado la misión de la Iglesia?

Si el movimiento de salida eclesial fuera alejamiento de la naturaleza y misión de la Iglesia, de su identidad –es imposible que toda la Iglesia lo haga- la katholiké (ka???il??) dejaría de ser lo que es.

Monseñor Héctor Aguer – 11/12/19 11:36 AM

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Los mitos agitados y difundidos con la pretensión de sofocar o reemplazar la Verdad, son recurrentes en la historia de la Iglesia; en el momento actual, de crisis, de nocturnidad eclesial, circulan impunemente. El Cardenal Robert Sarah, Prefecto de la Congregación del Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, esclarece esta situación en su reciente libro Le soir approche et déjà le jour baisse (Se acerca la noche y ya cae el día). La crisis de la teología enmascara –como él dice- una crisis del clero, una crisis de fe; en gran medida esta situación, que se proyecta negativamente en la cultura, se relaciona con una pérdida de la identidad de la misión de la Iglesia. En el siglo XX esta se vio alterada, en los primeros años, por el movimiento modernista, contra el cual reaccionó San Pío X en su encíclica Pascendi dominici gregis, y en el decreto Lamentabili sane exitu; décadas más tarde, orientaciones teológicas impacientes, aventuradas, fueron señaladas por Pío XII en la encíclica Humani generis (1950). Esas corrientes reflotaron con ocasión del Concilio Vaticano II. Jacques Maritain, en su libro El campesino del Garona evocó, recién concluida la gran Asamblea Ecuménica, la fiebre neomodernista sumamente contagiosa, al menos en los círculos llamados ‘intelectuales’, en comparación con la cual el modernismo de tiempos de Pío X fue un modesto catarro… esta descripción nos ofrece el cuadro de una especie de apostasía ‘inmanente’ que estaba en preparación desde hacía años y cuya manifestación fue acelerada por ciertas esperanzas oscuras de las partes bajas del alma que se levantaron aquí y allá con ocasión del Concilio. La apelación mentirosa a un cierto Espíritu del Concilio inspiró toda clase de atentados contra la fe, la liturgia, la moral y la espiritualidad católicas. Pablo VI en los últimos diez años de su pontificado, combatió contra ese pretendido espíritu en documentos de envergadura, en numerosos discursos, y en sus catequesis semanales. Resulta asombroso que más de cincuenta años después no faltan quienes proponen al Concilio de los Papas Juan y Pablo como un modelo de revolución de la teología, de pensamiento de los creyentes y de la cultura de la humanidad.

¿Cómo se concebía en esos ambientes así apartados de la tradición católica la misión de la Iglesia? Como apertura al mundo, se decía; entendamos bien: como mundanización y entrega a los errores del siglo y de una cultura descristianizada, deshumanizada. Esto se hacía ¡en nombre de la grandeza del hombre! Sin la certeza de la identidad de la fe y de la misión era imposible asumir la aspiración conciliar a abrirse confiadamente a cuanto hay de positivo en el mundo moderno. El lúcido y valiente cardenal africano recuerda: «en muchos católicos hubo una apertura al mundo sin filtros ni frenos, es decir, apertura a la mentalidad moderna dominante, al mismo momento que se cuestionaban las bases del depositun fidei, que para un gran número ya no eran más claras». Análogamente a la imposición del mito de la apertura al mundo, hoy día se habla de Iglesia en salida, pero esta salida se diferencia radicalmente de la que protagonizaron los apóstoles; es una salida que deja atrás la identidad; el eslogan implica una interpretación relativista y pragmática de la doctrina y de la misión. ¡Ojalá la Iglesia, sacudiendo toda modorra, se ponga en una salida apostólica que en favor de nuestros contemporáneos disipe, desmonte, los mitos que los seducen y que los esclarezca con la luz de Cristo!

Los errores doctrinales, los acomodos y omisiones, implican un despiste en la misión de la Iglesia, que tiende inevitablemente a una reformulación según esas situaciones. En tales casos la misión se corre de su centro, que es la primacía de Dios y del orden sobrenatural; en el plano práctico, el de la acción evangelizadora, sobreviene la agitación desordenada, o bien la parálisis. Esto sobreviene singularmente cuando se pretende, con recursos y criterios puramente humanos, emprender una reforma de la Iglesia ignorando la analogía de su Gran Tradición. Georges Bernanos escribió concisamente: la Iglesia no necesita reformadores, sino santos.

En el siglo XX se sucedieron intentos ideologizados. El Concilio presentó a la Iglesia como pueblo de Dios, en términos bíblicos y teológicos: un pueblo que tiene por cabeza a Cristo, en cuyos miembros habita el Espíritu Santo, que profesa el mandamiento del amor, cumplido mediante la gracia de la caridad, y que procura como fin dilatar el Reino de Dios (Lumen Gentium, 9). La elaboración de una teología del pueblo, prescindiendo de esos datos de la fe, se inspiró en la filosofía kantiana y en la dialéctica hegeliana: redujo aquella realidad teologal al orden sociopolítico, e identificó a la Iglesia con determinadas categorías sociales; los pobres, ya no considerados como los anawim de la Sagrada Escritura, resultaron identificados como miembros de un movimiento populista enfrentado dialécticamente con otros sectores o clases. La salvación fue presentada como una liberación temporal, histórica; era inevitable entonces una infiltración marxista en los ambientes católicos, como ocurrió en la Argentina en los años 60 y 70 de la pasada centuria, con su secuela de sangre y de muerte. Surgió, también, como alternativa una teología y una pastoral populista, identificada de algún modo en el espectro político de entonces como de derecha; en ambos casos se operó una reducción sociocultural de la auténtica realidad eclesial.

En los años 80 prevaleció la moda new age con sus divagaciones teilhardianas y mundialistas, que hizo prosélitos especialmente en la burguesía más o menos acomodada. Muchos ámbitos eclesiales experimentaron gran confusión, recubierta de una vaga religiosidad ecumenista. Estoy pensando en mi país, pero fenómenos análogos se registraron en otras latitudes. Con todo, el largo pontificado de Juan Pablo II rescató para muchísimos fieles la identidad católica y el empeño de proyectarla en la cultura, según el pensamiento y la abundante enseñanza del Magno pontífice.

Para acercarnos a un diagnóstico de la situación presente, me parece oportuno partir de la por justas razones célebre lección de Benedicto XVI en la Universidad de Ratisbona, del 12 de septiembre de 2006. En esa oportunidad, el Papa Ratzinger trazó el itinerario de la deshelenización del cristianismo, que comenzó con la Reforma Protestante. La última etapa es la pretensión de una nueva inculturación del cristianismo, de la fe cristiana, en las culturas extrabíblicas del extremo oriente, como si este operativo fuera posible sin desmedro de la identidad eclesial y de su misión. En realidad, desde hacía décadas, algunos centros de espiritualidad venían experimentando la fascinación del budismo y su mística de la nada, en lugar de beber del propio pozo, de las numerosas versiones históricas –y ortodoxas, orientales y occidentales- de la vivencia del mystérion (µ?st?????).

Algunas posiciones más recientes postulan, como lo he indicado antes, el carácter revolucionario del Vaticano II, y proponen como nueva meta la realización de un humanismo nuevo que permita al hombre confundido de nuestros días hallarse a sí mismo. Pero ¿cómo podría lograrlo al margen de Cristo, del Cristo de la tradición católica, único salvador universal? Circula otra vez la utopía de una revolución permanente, en virtud de la cual se estaría viviendo un cambio de época que tornaría imprescindible la redefinición de los modelos de desarrollo global. El Papa Francisco nos invita, como una necesidad imperiosa, a llegar allí donde se gestan los nuevos relatos y paradigmas (Veritatis gaudium, 4). Es este precisamente el propósito de una evangelización de la cultura: llevar a esos centros dinámicos la Verdad de Cristo, y con ella una visión completa del hombre y de la sociedad, para instaurar el orden temporal de tal forma… que se ajuste a los principios superiores de la vida cristiana (Apostolicam actuositatem, 7). Así lo encomendaba el Concilio a los fieles laicos.

La falsa gnosis ha sido una tentación permanente en la historia de la Iglesia desde el siglo II, cuando San Ireneo de Lyon la refutó en su Adversus haereses considerándola una herejía. Se trata en la gnosis de fraguar una especie de conocimiento superior al de la fe; en las propuestas actuales recoge las parcialidades de las diversas religiones y culturas, una amalgama en la cual entra también como elemento un nuevo diseño, una nueva interpretación del cristianismo. El nuevo humanismo que se postula es, en realidad, una nueva religión. El diálogo interreligioso e intercultural, si esa tendencia se impone, debería renunciar a la meta de una evangelización para la conversión de todos a la Verdad cristiana; debería orientar las coincidencias logradas a procurar el cuidado de la naturaleza, la promoción temporal de los pobres, la lucha contra el calentamiento global y la aspiración a la fraternidad universal. Propósitos laudables todos estos, pero secundarios en la misión eclesial. El problema más grave es que en esa posición inmanentista se abandona, siquiera implícitamente la pretensión cristiana de poseer la Verdad, y por consiguiente también se deja de lado el amor intrépido para llevarla en su pura identidad a todos los hombres. No es por este ideal rebajado por lo que han muerto y mueren los mártires. Además, ¿qué pensarían de todo esto los Once?

Otra realidad eclesial hodierna es una insistencia unilateral en la alegría para describir la identidad cristiana y el testimonio que debemos ofrecer al mundo. Sin duda, se trata de un valor muy bello, al cual se refiere con distintos nombres San Pablo en sus cartas. Pero el discurso cristiano no puede olvidarse de la cruz; más aún ese discurso es centralmente la Palabra de la cruz –O?o????a?ot?usta???? (1 Cor 1, 18)-, testimonio de Cristo crucificado, escándalo y locura para el mundo, pero fuerza de Dios –dunamis- para quienes aspiramos a la salvación ¡Que no se vacíe la cruz de Cristo: ??a µ??e????, (1 Cor 1, 17)! Disimular su centralidad impide reconocer la centralidad de la resurrección, de la gloria, de la verdadera alegría. Recuerdo ahora un caso histórico de disimulo, protagonizado por Matteo Ricci, el jesuita matemático y cartógrafo italiano del siglo XVI, que fue misionero en China. Se cuenta que para facilitar a los nativos la adoración de la cruz, colocaba delante de ella una estatua de Buda. ¡Simpático caso de restricción mental en acción!

Llama asimismo la atención la inspiración masónica de aquellos postulados que he referido: la misión de la Iglesia sería esforzarse para ensanchar las fronteras de la conciencia universal de la humanidad y de una fraternidad fundada en esa conciencia, no, al parecer, en la extensión a todos del agápe (a??p?) de Dios, por el cual todos los hombres somos sus hijos. Salga o no salga del clóset, la penetración masónica en la Iglesia es de vieja data.

La Iglesia ha desarrollado una amplia enseñanza social; su elaboración moderna fue explicitándose a partir de la encíclica Rerum novarum, de León XIII (1891). Por iniciativa de Juan Pablo II, el Pontificio Consejo de Justicia y Paz publicó, en 2004, el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, una doctrina que, como se dice al comienzo de esa obra, tiene una profunda unidad, que brota de la Fe en una salvación integral, de la Esperanza en una justicia plena, de la Caridad que hace a todos los hombres verdaderamente humanos en Cristo (nº 3). El Catecismo de la Iglesia Católica expresa sobre el sentido de esa enseñanza social: Cuando cumple su misión de anunciar el Evangelio (la Iglesia) enseña al hombre, en nombre de Cristo, su dignidad propia y su vocación a la comunión de las personas, y le descubre las exigencias de la justicia y la paz, conformes a la sabiduría divina (nº 2419).

¿Ha cambiado la misión de la Iglesia? Al particular podemos aplicar lo que en su Conmonitorio Primero escribió San Vicente de Lerins acerca del desarrollo de la doctrina católica; ese desarrollo o evolución se caracteriza por su homogeneidad: es siempre la misma y siempre actual, procede en el mismo dogma, el mismo sentido y la misma afirmación. La heterogeneidad es la señal del error, de la herejía. Cito el nº 24 de esa obra: las novedades concernientes a los dogmas, cosas y opiniones contrarias a la tradición y a la antigüedad, así como su aceptación, implicaría necesariamente la violación de la fe de los Santos Padres… recibir y seguir las novedades profanas en las expresiones no fue nunca costumbre de los católicos y sí de los herejes. Si el movimiento de salida eclesial fuera alejamiento de la naturaleza y misión de la Iglesia, de su identidad –es imposible que toda la Iglesia lo haga- la katholiké (?a??????) dejaría de ser lo que es.

Héctor Aguer, arzobispo emérito de La Plata 
Académico de Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas (Argentina). Académico Correspondiente de la Academia de Ciencias y Artes de San Isidro (Argnetina). Académico Honorario de la Pontifica Academia de Santo Tomás de Aquino.