Textos de Canals......Aportaciones a RIIAL.......INDEX

4 Conciencia existencial del yo

(Primera parte de la conferencia dada en Barcelona el 28 de enero de 2004 con motivo del acto de la festividad de Santo Tomás organizado por la SITA y la Fundación Balmesiana)

Francisco Canals Vidal

Acerca del alma puede tenerse un doble conocimiento por cada uno, como dice San Agustín, en el Libro IX De Trinitate, cap. VI: uno por el que se conoce sólo el alma de cada uno en cuanto a lo que le es propio; y otro por el que se conoce el alma en cuanto a aquello que es común a todas las almas.

"El conocimiento que se tiene comúnmente sobre toda alma es aquel por el que conocemos su naturaleza; el conocimiento que alguien tiene del alma en cuanto a lo que le es propio es el conocimiento del alma según que tiene ser en tal individuo; por lo cual, por este conocimiento se sabe que el alma existe, así como alguien percibe que tiene alma, y, por el otro, se sabe qué es el alma y cuáles son sus accidentes propios” (Qu. disp. De veritate Qu. 10, artº 8, in c.)

Nos encontramos, pues, que Santo Tomás distingue del conocimiento universal de la naturaleza del alma el conocimiento individual que cada uno tiene de su propia alma existente. De este doble conocimiento trata Santo Tomás en otros lugares paralelos. Si leemos la Suma contra gentes encontraremos la misma precisa distinción, con algunas aclaraciones que completan la doctrina:

“Del alma sabemos que existe por sí misma en cuanto percibimos sus actos: pero qué sea lo inquirimos, a partir de los actos y de sus objetos, por los principios de las ciencias especulativas” (III Contra Gentes cap. 46).

Encontramos aquí un nuevo carácter o nota de aquel doble conocimiento: el conocimiento universal, cuyo objeto es la esencia del alma, se adquiere discursivamente, no tiene el carácter de una evidencia inmediata. Este carácter conviene, por el contrario, al conocimiento que cada alma tiene de su propia existencia al percibir sus actos.

Leamos el lugar correspondiente en la Suma Teológica:

“Nuestro entendimiento se conoce por su acto, y esto de dos modos: o bien “particularmente”, según que Sócrates o Platón percibe que tiene alma intelectiva por cuanto percibe que él entiende, o bien “universalmente”, según que consideramos la naturaleza del alma humana por el acto del entendimiento... estos dos conocimientos difieren entre sí pues, para tener el primero de estos conocimientos (el particular), basta la misma presencia de la mente, que es principio del acto por el que la mente se percibe a sí misma; y por esto se dice que se conoce por su presencia. Pero, para el segundo conocimiento (el universal), no basta su presencia, sino que se requiere una investigación diligente y sutil, por lo que muchos ignoran la naturaleza del alma y muchos erraron acerca de ella” (S. Th., Iª, Qu. 87, artº 1, in c.).

Este doble carácter, la indubitabilidad del conocimiento existencial y la facilidad con que se yerra en el conocimiento esencial del alma, es también subrayado insistentemente por Santo Tomás en coherencia con el modo inmediatamente perceptivo del conocimiento del alma según que tiene ser en tal individuo y con el carácter discursivo e inquisitivo de aquel por el que se busca alcanzar el conocimiento de la esencia del alma:

“Nadie se equivocó nunca en cuanto a no percibir que él vive, lo que pertenece al conocimiento por el que alguien conoce qué se obra en su alma; según este conocimiento, el alma se conoce habitualmente por su esencia, pero muchos caen en error acerca del conocimiento de la naturaleza del alma misma en su naturaleza específica” (De veritate, Qu. 10, artº 8, ad secundum).

La investigación del pensamiento de Santo Tomás ha quedado muchas veces oscurecida por no distinguir el doble conocimiento y el horizonte en que se mueve. Se alcanza a conocer la naturaleza del alma razonando a partir de la naturaleza de los objetos entendidos por el hombre, lo que nos lleva a concluir sobre la naturaleza del acto de entender y del principio que, a modo de forma, actúa la facultad intelectiva, es decir, la especie inteligible impresa. El hombre se hace consciente de que existe al percibir conscientemente que está en acto de pensar.

En los textos de Santo Tomás están estas dimensiones discernidas con precisión: “Por lo mismo que percibe que él obra, percibe que él existe; obra por sí misma el alma, luego por sí misma conoce de sí misma que existe” (ibid.).

Encontramos, en la afirmación de Santo Tomás de que el alma no necesita adquirir ningún hábito intelectual para hacerse capaz de ser consciente de sí misma existente, la imposibilidad de confundir el raciocinio que, a partir de los objetos, puede llegar a concluir en la naturaleza espiritual e intelectiva del alma, con la necesidad de los actos u operaciones para la auto-percepción del alma existente: “Para que el alma perciba que existe y atienda a lo que en ella se obra no se requiere hábito alguno, sino que basta la sola esencia del alma presente a la mente: pues de esta esencia emanan los actos en los que ella misma actualmente se percibe” (De veritate Qu. 10, artº 8, in c.).

Avanzaremos en el conocimiento de lo que piensa Santo Tomás sobre la naturaleza y estructura de esta conciencia existencial del yo que cada uno tiene de sí mismo -o tal vez diríamos mejor: profundizaremos reflexivamente interiorizando hacia la esencia del alma presente a sí misma como principio de sus operaciones de conocimiento objetivo- si nos damos cuenta de la especial e inmediata certeza que Santo Tomás atribuye a este conocimiento del alma individual y existencial y el rigor con que lo distingue de la engañosa y gratuita afirmación del carácter evidente del cogito cartesiano.

Como que no vamos a ocuparnos ahora de discutir la tesis de Descartes -que superó nuestro Balmes en un decisivo pasaje de su Filosofía fundamental (Libro I, cap. 17, nº 168-169)- nos acercaremos al tema leyendo la respuesta que da Santo Tomás a una objeción favorable a la evidencia “ontológica” de Dios: “Dios tiene un ser más verdadero que el alma humana, pero el alma no puede pensar que no existe. Luego, mucho menos puede pensar que Dios no existe”.

He aquí la respuesta de Santo Tomás: “Pensar que algo no es puede ser entendido en dos sentidos. De un modo, que estas dos nociones puedan caer simultáneamente en nuestra intelección, y así nada impide que alguien piense que él no existe, así como piensa que algún tiempo no existió (es decir, la posición en el ser no tiene respecto del yo del que tengo conciencia la conexión que tienen las propiedades de un triángulo en la definición de triángulo, por decirlo con alusiones a las comparaciones preferidas por Descartes). De este modo, no puede caer en la aprehensión intelectual que un todo sea menor que su propia parte, porque lo uno excluye lo otro.

Pero, en otro sentido, podemos entender que no pueda pensarse que algo no es prestando asentimiento a tal aprehensión; así, nadie puede pensar, asintiendo, que él no existe: pues, en cuanto piensa algo, percibe que él existe” (De veritate Qu. 10, artº 12, ad septimum).

Esta clarividente y poderosa respuesta a la argumentación que, a partir de la supuesta y mal interpretada “evidencia del yo”, pretende sostener la evidencia “ontológica” de Dios nos puede orientar decisivamente hacia aquella profundización en la “vuelta sobre sí mismo” que Santo Tomás afirma idéntica con la subsistencia en sí mismo propia del espíritu pensante.

Ya que en las afirmaciones entre sí coherentes del carácter individual, existencial y auto-perceptivo o experimental del yo en su ser encontramos superada de raíz la engañosa perspectiva que define el conocimiento como “la aprehensión de un objeto por un sujeto” (olvidando que el arquetipo de todo conocimiento es la posesión consciente de sí mismo que, ya Aristóteles, supo reconocer en la vida divina, como subsistente “intelección de la intelección”), nadie podría, sin contradecirse (a no ser que quiera complacerse en los juegos dialécticos de las metafísicas idealistas), pensar las dimensiones de la subjetividad y de la objetividad en el ser y en el entender divino.

Además del engañoso esquema de la dualidad subjetiva-objetiva como constitutiva de la esencia del conocimiento, que ha condicionado la interpretación de la entidad del ente como lo “puesto ante los ojos” del entendimiento y a partir de este intuicionismo ontologista dio vigencia y apariencia de obviedad a todos los esencialismos y univocismos que han regido la metafísica occidental, y sobre los que Santo Tomás destaca como la cima del pensamiento humano (como León XIII se atrevió a afirmar en la Aeterni Patris), la comprensión de este conocimiento del alma que cada uno tiene de sí mismo según que tiene ser y de su carácter de actuación consciente de la mismidad de cada espíritu humano individual ha chocado con el obstáculo de una mal entendida interpretación acerca de la no inteligibilidad directa de lo singular. Demasiadas veces no se ha atendido a la doctrina explícita de Santo Tomás:

“Lo singular no repugna que sea entendido en cuanto singular, sino en cuanto material, y así, si algo es singular e inmaterial, como lo es el entendimiento mismo, no repugna que sea entendido” (S.Th.Iª Qu. 86, artº 1, ad tertium).

“Así como se entiende a sí mismo nuestro entendimiento, aun siendo él mismo un entendimiento singular, así también entiende su acto de entender, que es un acto singular existente en el presente o en el pretérito” (S.Th.Iª, Qu. 79, artº 6, ad secundum).

No podemos entrar ahora en conexiones doctrinales de trascendencia fundamental en el pensamiento de Santo Tomás sobre la conciencia existencial del yo con precedentes tan decisivos como la doctrina agustiniana de la memoria sui, en la que ve la imagen de Dios Padre en el espíritu humano. O sobre las consecuencias y derivaciones, de trascendente gravedad, del olvido de esta doctrina sobre el espíritu humano existente. Sólo el reconocimiento íntimo de la conciencia del yo pensante en su ser hubiera hecho posible el diálogo y la superación del “vaciado logicista” del yo trascendental en el criticismo kantiano, vaciado que separó del hombre individual, de la persona humana viva y concreta, la capacidad del hombre para describir en su mente el orden entero del universo y de sus causas, que había descubierto Aristóteles y explicado genialmente Santo Tomás, pero que quedó, a partir del criticismo trascendental kantiano, literalmente “deshumanizado”, descuajado de la vida personal de cada hombre.

Aquí sólo aludiré al hecho patente de que, si no reconociésemos esta conciencia existencial que pertenece a cada hombre por su ser, tampoco podríamos explicar ni la cotidiana sociabilidad humana, ni las tradiciones familiares o de los pueblos, ni que se hubiesen escrito memorias autobiográficas como las Confesiones de San Agustín (por citar sólo un ejemplo cimero), ni tendría interés contemplativo el conocimiento de la Historia, ni hubieran podido surgir, en la Literatura, en novela o en teatro, tantos escritos enriquecedores del conocimiento humano, atentos con primacía y profundidad a la vida humana, en lo singular y existencial.

Pero ahora nos ocuparemos sólo de la relación intrínseca entre esta experiencia propia de lo singular espiritual, que es lo que Santo Tomás llama “conocimiento del alma según que tiene ser en tal individuo” y del que dice “cada uno percibe que tiene alma intelectiva”, con la posibilidad de alcanzar el hombre al conocimiento esencial y universal de la naturaleza del alma intelectiva.

La anterioridad del conocimiento sensible sobre el intelectual en el hombre, el origen sensible del conocimiento intelectual humano y la tesis de que el alma puede alcanzar a conocerse como intelectiva sólo por medio de las especies inteligibles abstraídas de lo sensible, han impedido, a veces, no sólo entender, sino casi prácticamente llegar a leer algunos textos de Santo Tomás que sitúan la cuestión en su verdadero terreno y muestran que “el principio del conocimiento humano proviene del sentido, pero no es necesario que todo lo que el hombre conoce sea sometido a los sentidos o se conozca inmediatamente por un efecto sensible, pues el entendimiento mismo se entiende a sí mismo por su acto, que no cae bajo los sentidos” (De malo Qu. 6, artº único ad decimum octavum).

En cuanto a la precedencia de los objetos sobre las especies inteligibles por las que los conocemos, y de éstas sobre las facultades, en el orden de la objetivación intelectual y de la reflexión sobre la misma, no hay que olvidar nunca en qué sentido, por la especie de lo sensible, llegamos a conocer la naturaleza del acto de entender y de la facultad intelectiva. Santo Tomás lo expresa con claridad inequívoca:

“El alma no es conocida por la especie abstraída de los sentidos como si entendiésemos que aquella especie viene a ser una semejanza del alma, sino porque, considerando la naturaleza de la especie inteligible que se abstrae de los sentidos, se halla la naturaleza del alma en la que tal especie se recibe, así como por la forma se conoce la materia” (De Veritate, Qu. 10, artº 9, ad nonum).

No sólo hay, en el hombre, una percepción o experiencia propia del espíritu humano en cuanto existente, sino que en esta conciencia se arraiga la misma posibilidad de reflexión discursiva por la que alcanzamos a conocer la esencia del alma. En realidad, siendo lo espiritual y lo corpóreo y material totalmente heterogéneos, si no tuviese este carácter nuestro conocimiento esencial del alma, es decir, el carácter de algo ejercido en el seno de la “mismidad consciente” en que consiste la actualidad de nuestro entender, sería, para el hombre, inconcebible cualquier naturaleza espiritual, angélica o humana. Dice Santo Tomás:

“Cuando conocemos, o por demostración o por la fe, que existen “substancias separadas”, es decir, entidades supra-sensibles, ni de un modo ni de otro podríamos alcanzar a este conocimiento si esto mismo que es el ser intelectual no lo conociese el alma por sí misma” (III Contra Gentes, cap. 46).

Precisamente comparando el conocimiento que sobre Dios pueden tener los ángeles con el que nos es posible alcanzar a los hombres, escribe Santo Tomás:

“El ángel conoce a Dios por un efecto más noble que el hombre, por cuanto la misma substancia del ángel por la que es llevado al conocimiento natural de Dios es más excelente que las cosas sensibles, y que la misma alma humana, por la que el entendimiento humano asciende al conocimiento de Dios” (I Contra Gentes, cap. 3).

Y, en otro lugar, aceptando con cierta precisión un texto de San Agustín, afirma Santo Tomás:

“Lo que nuestra mente puede recibir sobre realidades incorpóreas lo puede conocer por sí misma, y esto es de tal modo verdadero (adeo verum est) que, incluso en Aristóteles (etiam apud Philosophum), se dice que la ciencia sobre el alma es como el principio para conocer las substancias separadas. Pues porque nuestra alma se conoce a sí misma alcanza el conocimiento que le es posible sobre las substancias espirituales” (S.Th.Iª, Qu. 88, artº 1, ad primum).

Hemos considerado hasta aquí la radicalidad originaria de la conciencia existencial que cada uno tiene de sí mismo respecto de la posibilidad del conocimiento esencial sobre el espíritu humano y su función de punto de partida necesario del ascenso a lo trascendente al universo sensible. Tenemos que ocuparnos ahora de cómo radica dicha conciencia existencial el que Santo Tomás llama “conocimiento por cierta connaturalidad”.