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25 POR EL CAMINO RECTO
(15-X-2003)
Francisco Canals Vidal
Arrio difiere de Sabelio y de
Fotino porque éste afirma que la generación del Hijo es
anterior al mundo; pero aquéllos niegan que se diera antes de su
nacimiento de la Virgen. Sin embargo, Sabelio difiere de Fotino
en que Sabelio confiesa a Cristo como verdadero y natural Dios,
pero no Fotino ni Arrio: pues Fotino dice que es un puro
hombre y Arrio lo considera como una mezcla de cierta
excelentísima criatura divina y humana. Sin embargo,
éstos piensan que la persona del Hijo es otra que el Padre, lo
cual Sabelio niega.
La fe católica, marchando por el camino de en medio, confiesa,
con Arrio y Fotino, contra Sabelio, que es otra la persona del
Padre y la del Hijo...; con Sabelio confiesa, contra Fotino y
Arrio, que Cristo es verdadero y natural Dios, y de la misma
naturaleza que el Padre, aunque no confiese que sea la misma
persona, como hace Sabelio.
Con lo cual, también se puede tomar el indicio de la verdad
católica pues, como dice Aristóteles, también dan testimonio
de la verdad las cosas falsas: pues las falsedades no sólo
difieren de lo verdadero, sino que también se oponen unas a
otras mutuamente (Contra Gentes, cap. VII).
Este clásico texto referente a la verdad y a las falsedades en
lo trinitario expresa una actitud que Santo Tomás de Aquino
reitera constantemente en toda su tarea en Filosofía primera y
en Filosofía de la Naturaleza, en su concepción sobre el hombre
y en sus criterios sobre las virtudes morales y las pasiones.
También en su modo de concebir la relación entre el gobierno
divino, orientado a la salvación por la gracia, y el ejercicio
del libre albedrío humano, en el que ve el destinatario propio
de la acción y eficacia de la gracia salvadora.
Si todo cambiase, como quiso Heráclito, y no hubiese que afirmar
ningún sujeto, ninguna substancia que permaneciese siendo la
misma a lo largo del cambio sucesivo, no podríamos hablar con
seriedad del cambio mismo, porque nada pasaría al no haber
quién cambie ni qué cambie. El
aristotelismo puede rechazar como falso el monismo del devenir
heraclitiano y puede rechazar también como falso el monismo del
ser estático que pretendía apoyarse en la oposición
contradictoria insalvable según la cual hay que decir de todo, o
bien que es, o bien que no es, mostrando cómo la vigencia del
principio de no contradicción se salva poniendo en nuestro
lenguaje lo que percibimos y entendemos darse en la realidad: la
capacidad del sujeto permanente del cambio para llegar a ser lo
que todavía no es.
El que no sabe pero tiene capacidad de saber, facultades
cognoscitivas por las que podemos ver lo que antes no veíamos y
llegar a entender lo que antes no entendíamos, tiene en sí,
verdaderamente, un ver y entender en potencia que es
como un término medio entre el ver en acto y el
absoluto no ver.
Las substancias naturales, cuya corrupción y generación
percibimos, y cuyos cambios cualitativos vemos, exigen, si
queremos hablar de ellas según lo que son, reconocer, entre el
ser en acto y el no ser, el ser en potencia, el poder
ser, la capacidad de que se les comunique el ser.
Es frecuente en Santo Tomás, así en textos de ciencia sagrada
como en textos filosóficos, hallar la caracterización de la
doctrina verdadera como avanzando por un camino recto
entre caminos desviados en sentidos opuestos.
El carácter sintético y armonizador del pensamiento de Santo
Tomás, que ha sido por muchos elogiado y estimado muy
positivamente, no ha dejado de ser también motivo de escándalo
y ocasión de reacciones cuasi alérgicas. Me permito llamar la
atención sobre la desorientada acusación de Karl Jaspers que,
como podrá apreciar el lector, confunde la síntesis alcanzada
por el camino de la analogía con la unificación de los
opuestos que han propugnado pensadores radicalmente
opuestos a la tradición de Santo Tomás. Nos convendrá leer
atentamente las palabras de Jaspers:
Se puede decir, de manera general, que, después de las
conmociones producidas por los grandes pensadores cristianos, la
dogmática eclesiástica procede siempre del mismo modo: acepta
lo contrapuesto para poder, a continuación, según las
circunstancias, adoptar uno u otro de los puntos de vista: la
dogmática hace posible esto, en primer lugar, por medio de
doctrinas sobre un intermediario a partir del cual
puedan rechazarse los términos polares y, en segundo lugar,
introduciendo el misterio, cuyo secreto sólo se hace objeto del
pensamiento en aparentes contradicciones en las que se manifiesta.
Esta capacidad para hacerse cargo de las contradicciones está
presente en todos los procesos llamados complexio oppositorum
(unificación de los opuestos). Tanto en la teoría como en la
práctica la dogmática necesita de este principio de síntesis,
si bien referido a aquello excepcional que sólo es aprehensible
como misterio.
Tenemos, pues, ambas cosas: el principio de la ausencia completa
de principios en la determinación de todas las posibilidades y
el impalpable punto de unidad incondicional. En la apertura hacia
todas las cosas, aparentemente sin decisión previa, opera ya un
decisión de facto: así se deja libertad de movimientos a las
argumentaciones hasta llegar a una situación concreta en la que
se hace necesaria una decisión, que entonces se impone como
definitiva: Roma locuta causa finita. Empero, el método
del pensamiento eclesiástico procura dar a su pensar, en el seno
de su imponente fábrica, una amplitud de miras lo más dilatada
posible, ya que la univocidad y el endurecimiento tienen como
consecuencia el no poderse adecuar a una nueva situación.
La situación típica es aquella en que el pensador católico
aprehende las divergencias, pero se coloca por encima de ellas,
según la técnica de ni esto ni aquello y
tanto lo uno como lo otro; rechaza, por parcial, la
posición presentada, aunque reconociendo en ella un punto de
verdad, hace en la alternativa distinciones de los conceptos
antes pasadas por alto y, por último, decide, superando todas
las grandes alternativas. Santo Tomás de Aquino fue el maestro
en este método (Karl Jaspers La fe filosófica ante la
Revelación trad. española en Gredos 1968, p. 65).
Caricatura malintencionada de los eclecticismos que cree advertir
en la política eclesiástica, este texto es expresivo, para una
lectura atenta, de un intencionadamente ocultado pero violento
resentimiento contra el edificio doctrinal levantado sobre
fundamentos ciertos y, desde ellos, superador de los errores que
se apoyan en las escisiones y unilateralismos por los que estamos
inclinados a complacernos para lanzar unas dimensiones de la
realidad contra las otras.
Sencillamente convencido de lo deforme e injusto del juicio de
Jaspers, he querido citar extensamente su texto porque su lectura
fue uno de los estímulos que despertó mi conciencia hacia la
advertencia de un hecho desconcertante y notable: se da, en el
hombre culto e intelectual, un constante riesgo de
resentimiento hacia la verdad, tanto más excitado e indignado
cuanto más comprensiva y abierta a todos los aspectos y
dimensiones de la realidad sea una síntesis doctrinal verdadera.
El espíritu de contradicción, en lo que tiene de pataleta
(rebequeria en lengua catalana) en un hombre
adulto y culto, es el impulso subjetivo de las opciones
doctrinales que traducen una lucha llena de odio hacia lo
sintético y verdadero y que se complacen en caricaturas como la
que hemos leído en Jaspers.
Proclamar que la gracia no excluye la naturaleza, sino que
la perfecciona -lo que es un principio siempre presente en
la obra de Santo Tomás- no le lleva a negar la situación que,
en el linaje humano, deriva de la herencia del pecado y sí le
lleva a afirmar que si la Encarnación redentora se hubiese
diferido hasta el fin de los tiempos el conocimiento de
Dios y la reverencia hacia Él y la honestidad de las costumbres
hubiese quedado totalmente abolida en la tierra (S.Th.IIIª
Qu. 2, artº 6, in c.).
Y a quien quisiese ver en esto algo incompatible con el título
de Doctor humanus, tan justa y bellamente atribuido por
Juan Pablo II a Santo Tomás de Aquino, habría que recordarle
que es en el mismo lugar de la Suma Teológica donde Santo Tomás
nos dice que el mismo Verbo encarnado es causa eficiente de
la perfección de la naturaleza humana (ibid. in c.).
Puesto que Santo Tomás es tan claramente opuesto al pelagianismo,
¡por lo menos nos diese alguna ocasión para que pudiésemos
imputarle a él errores semejantes a los de Bayo o Jansenio y
pudiésemos pensar que sostiene que fuera de la Iglesia no
se concede gracia alguna (Proposición 29 de la Bula
Unigenitus, DS nº 2429)!
Puede sorprender y desconcertar que un autor que pone tan en
claro la necesidad de la gracia redentora que nos viene por
Cristo para la elevación divinizante y para la perfección
humana de nuestra naturaleza, argumente, para negar la licitud de
bautizar a los hijos de los judíos y de los infieles antes
de que tengan propio juicio y ejercicio personal de su libre
albedrío- sin consentimiento de sus padres, observando que
nadie, con el fin de librar el alma de la condena eterna,
debe quebrar el orden del derecho de la naturaleza, por el cual
el hijo está bajo el cuidado del padre (S.Th.IIIª
Qu. 68, artº 10, ad primum). Es decir, Santo Tomás no acepta
que, para obtener los fines de la gracia, emprendamos el camino
de ignorar el orden natural.
A los que se sientan tentados de ver, en la doctrina del
justo medio en las virtudes morales y en la de la
vía recta entre errores opuestos en el conocimiento
de la verdad, natural o revelada, la defensa de la mediocridad o
de aquel no ser caliente ni frío maldecido por Dios
(Apoc.3, 15-16) les invito a leer un precioso texto de
Garrigou LaGrange:
Santo Tomás, expresando la doctrina del justo medio
racional, ha escrito: No podría convenir esencialmente a
las virtudes de fe, esperanza y caridad, que tiene a Dios por
objeto; su medida consiste en no tener medida, y en acercarse
siempre más a la perfección infinita. Conviene, en cambio,
esencialmente a las virtudes morales; pero en ellas no puede
darse justo medio racional que no sea extremo, punto
culminante en que convergen y se equilibran, por encima de las
formas entre sí opuestas de irracionalidad y de mal. Dice Santo
Tomás: Si se considera la virtud moral en cuanto a la
pasión que ella regula, consiste en el medio entre el exceso y
el defecto de esta pasión. La mediocridad moral, por el
contrario, no es más que un medio entre el bien, o justo medio
verdadero, y las formas, entre sí opuestas, del mal. Consiste en
querer imponer una medida incluso a las virtudes que no podrían
esencialmente admitirla, las que tienen a Dios por objeto.
Produce hombres de poca fe, de esperanza dudosa, de caridad tibia.
En el orden intelectual, según Santo Tomás, el justo medio
consiste en afirmar lo que es, regulándose por los primeros
principios. La mediocridad consiste en regirse por las opiniones
existentes, verdaderas o falsas, y en tomar algo de cada una por
un eclecticismo arbitrario, para conseguir un compromiso entre
todas. Es la esencia del oportunismo. Hay muchas maneras de ser
mediocre. Hay una manera vulgar; pero hay una manera reflexiva y
estudiada de serlo, que supone un real talento; bajo esta segunda
forma lo mediocre puede venir a ser algo que da al mal su
apariencia más sutil y profundamente engañosa (Dieu,
son existence et sanature 6ª edición, 1963, p. 732).
Creo que este espléndido texto del gran teólogo dominico puede
librarnos de la tentación de dejarnos seducir por las
acusaciones de Jaspers. Hay un riesgo constante de confundir con
el eclecticismo la amplitud y poderosa fuerza sintética del
grandioso sistema de Santo Tomás. Fue nada menos que Ernst Bloch
quien incluyó el nombre del Doctor Común, del Doctor de la
Humanidad, entre los filósofos que él tipifica como
enciclopédico-sistemáticos, entre los que cuenta a
Aristóteles, Santo Tomás, Leibniz y Hegel.
Cito este testimonio de Bloch porque me parece fuerte en la
argumentación ad hominem para quienes, todavía hoy y en
el mismo campo del pensamiento cristiano, caen en la tentación
de juzgar desde su parcialidad extremosa a Santo Tomás como un
ecléctico mediocre, o quienes desde la auto-satisfacción
de su sistematicismo dialéctico no pueden dejar de sentirlo,
precisamente, como extremoso porque se resisten a aceptar que
bajo el más incondicionado teocentrismo pueda caber, por
exigencia misma de la Encarnación redentora, el más sincero y
entusiasta respeto por la dignidad y perfección del hombre en
cuanto tal.
Conclusión
Con la presente, concluyo una primera
serie de treinta y una Aportaciones, ofrecidas por RIIAL
en el Espacio para la síntesis doctrinal de Santo Tomás de
Aquino. Insisto en su carácter, que no es siquiera el de
ensayo de presentación de la síntesis, sino el de estímulo que
invite a otros muchos a dar a conocer sus trabajos, sus estudios
y reflexiones para contribuir a investigarla y descubrirla en
contacto siempre con las obras mismas del Doctor Angélico.
Siento la necesidad de formular una sugerencia en una dirección
concreta: la búsqueda del lugar que, en el edificio sintético
de la obra del Angélico, correspondería al tema del pulchrum
y de la pulchritudo, es decir, de lo bello y de la belleza.
No puedo olvidar que, si mi maestro Ramón Orlandis inspiró y
alentó en nosotros el estudio de la felicidad como plenitud de
la vida personal y de la necesaria pertenencia a ella del amor -sugerencia
que puso en marcha el trabajo doctoral de Jaime Bofill- o de la
naturaleza locutiva del acto intelectual lo que me
orientaría en el estudio que se inició con mi tesis doctoral
para llevar después a la redacción de Sobre la esencia del
conocimiento- también insistió en la necesidad de un
estudio comparativo de la Estética hegeliana con la
aristotélica, al que movía a Tomás Lamarca -quien, por su
muerte demasiado prematura, no pudo llevarlo a realización.
En su fecundante conversación magisterial, era frecuente la
alusión a pasajes de Santo Tomás o del maestro de éste,
Alberto Magno, en los que se define lo bello como aquello
que deleita al ser contemplado (quod vissum placet)
-discerniendo el deleite estético del placer sensible y
situándolo en la línea de la perfección del acto de
contemplación de la verdad- e insistía también en la
definición de lo bello como esplendor de la forma,
por la que la esencia resplandece sobre las partes proporcionadas
de la materia y de los elementos potenciales de lo que es
esencialmente uno.
Si, de este modo, destacaba y subrayaba la pertenencia de la
estimación de la belleza a la perfección misma del acto
contemplativo del ente en su verdad, trataba de hacer comprender,
además, aludiendo especialmente a Alberto Magno, una afirmación
de éste que con frecuencia recordaba: Por este esplendor,
el ente verdadero se hace refulgente, incandescente, y así, pasa
a ser concebido bajo razón de bueno (scandescit et accipitur
sub ratione boni).
Al constatar la imposibilidad de que nuestros contemporáneos se
sientan concernidos por la normatividad ética de una Ley que les
hable del deber, es urgente recordar, en el núcleo mismo de la
doctrina moral de Santo Tomás, que, si el hombre puede sentirse
debiendo obrar de un modo determinado es en la medida
en que alcanza a sentir todo aquello a que está
naturalmente inclinado como bueno y, por consiguiente, como
debiendo ser buscado en la acción. El hombre aprehende
como bienes humanos y debiendo ser realizados aquellos a que se
siente inclinado por su naturaleza.
Al formalismo de la norma, propio de una ética racionalista,
hemos de oponer el atractivo del bien en sí mismo, único capaz
de fundar la seriedad de lo moralmente legal. Pero la
anterioridad fundante de la refulgencia e incandescencia de lo
verdadero en que consiste la belleza del ente verdadero es
condición constitutiva de que lleguemos a aprehenderlo como bien,
atractivo y naturalmente deseable. En la atracción del ente como
bueno está constitutivamente presente el resplandor refulgente e
incandescente de la belleza.
Tal era la convicción de nuestro maestro Ramón Orlandis, que
aquí he recordado como invitación a una de las múltiples pero
coherentes direcciones en que se podría avanzar para el deseado
redescubrimiento de la auténtica síntesis de Santo Tomás.
Personalmente, diré sólo que esta trascendentalidad de lo bello
y su condición de constitutivo previo de la comprensión del
bien parece explicar fundadamente que nadie se atrevería a
excluir de la historia de la plegaria litúrgica la sugestiva
belleza del canto gregoriano, de la polifonía clásica o de las
expresiones musicales de la religiosidad humana en los grandes
genios del barroco musical, ni podría considerar que es
extrínseco a la historia de la humanidad cristiana el expresivo
mensaje vivido a través de los siglos en la arquitectura, la
escultura o la pintura presente en los templos. ¿Quién podría
comprender el espíritu religioso de los orientales sin
conmoverse y participar del sublime deleite de la contemplación
de los iconos de Cristo, de María, la Madre de Dios, o de los
Santos?
Francisco Canals Vidal
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