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24 PARA LA METAFÍSICA DE LA PERSONA: SUBSTANCIA, ACCIÓN, RELACIÓN
(30-VII-2003)

Francisco Canals Vidal

Se dan, en la actualidad, tendencias que podrían ser confusas, que tienden a ignorar, en el concepto de persona, su substancialidad, para poner en primer plano la operación o la relación.

En su doctrina sobre la persona, Santo Tomás desarrolló y puso en el núcleo mismo de su síntesis teológica y filosófica, la profunda y grandiosa elaboración especulativa que San Agustín había realizado en sus libros De Trinitate. Fidelísimo a su pensamiento, reafirmó que los nombres propios de las personas de la Trinidad significan relaciones, mientras, como San Agustín, afirmaba que el término “persona” no significa por sí mismo algo relativo, sino la realidad en sí, absoluta, de cada una de las personas:

“Toda esencia que se dice relativamente es también algo fuera de la relación, algo no relativo... si no existiese “el hombre”, es decir, si no existiese como substancia, no existiría como relativo a su señor... si el Padre no es en Sí mismo, no hay nada que pueda ser dicho de Él como relación... en ningún modo se ha de creer que Padre no signifique en sí algo absoluto, sino que todo cuanto de Él se predica diga relación al Hijo” (De Trinitate, lib. VII, cap. 1, nº 2).

En San Agustín todavía quedaban planteadas y sin resolver dos preguntas capitales. La primera, la legitimidad de que pudiese usarse en plural, en lo divino, el término “persona”, siendo así que, por su carácter de esencia en sí absoluta, parecería obligado reconocer la unicidad de ese término como lo es el de todos los términos comunes a las tres divinas personas. Y si, reconociendo que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son sabios y omnipotentes, no podemos decir “tres omnipotentes”, sino “un único omnipotente” por qué no nos veríamos obligados, consecuentemente, a no decir “tres personas”, sino “una sola persona”, cuando hablamos del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

Otra cuestión, conexa con esta, quedaba planteada y sin resolver en San Agustín: la del distinto significado de los términos con que los griegos hablaban de una ousia y de tres hypóstasis. San Agustín dice: “No sé qué diferencia quieren ver entre ousia e hypóstasis” (De Trinitate, lib. V, cap. 8, nº 10). Este juicio de San Agustín hubiese prolongado, para los siglos siguientes, la tensión polémica que, en el s.IV, oponía los Padres latinos a los griegos.

En cada una de estas cuestiones Santo Tomás aportó un considerable progreso. El término “persona” no significa un concepto universal de naturaleza, predicable de muchos sujetos. Por el contrario, significa directamente los individuos subsistentes de naturaleza racional, como individuos subsistentes, y su aparente universalidad proviene de que los significa de un modo vago e indeterminado: “Algún hombre” significa la naturaleza, o el individuo por la parte de la naturaleza, con el modo de existir que compete a los singulares; pero este nombre “persona” no es impuesto para significar el individuo por parte de la naturaleza, sino para significar una realidad subsistente en tal naturaleza. Pues esto es común en el concepto a todas las personas divinas, que cada una de ellas subsista en la naturaleza divina distinta de las otras. Y así, este nombre es conceptualmente común a las tres personas” (S.Th.Iª Qu. 30, artº 4, in c.).

En cuanto a la legitimidad del término griego hypóstasis, utilizado en plural, y su diferencia significativa con ousia, de la que se afirma ser una y común a las tres personas o hypóstasis, Santo Tomás toma una actitud decidida: “así como decimos nosotros, en lo divino, pluralmente “tres personas”, así los griegos dicen “tres hypóstasis”, pero porque el nombre de “substancia” que, según la propiedad de las palabras, significa lo mismo que hypóstasis, es equívoco entre nosotros, porque significa a veces la esencia y a veces la hypóstasis, prefirieron los latinos traducir hypóstasis por “subsistencia” más que por “substancia” (S.Th.Iª Qu. 29, artº 2, in c.).

En otros pasajes, atribuye el hecho de que los latinos no digamos “tres substancias”, al hablar de las personas divinas, a la mayor pobreza de la lengua latina. Santo Tomás tiene muy claro que: “persona” significa la substancia individual, que es la hypóstasis, que se predica pluralmente, como es patente por el uso de los griegos” (De Pot. Dei Qu. 9, artº 6, ad primum).

He aquí la argumentación de Santo Tomás para fundamentar su actitud:

“Substancia se dice en dos sentidos: como quiddidad de la cosa, significada por la definición, según la cual decimos que la definición significa la substancia de la cosa; la cual substancia los griegos llaman ousia, y nosotros podemos llamar esencia (lo que decimos también substancia segunda). De otro modo, se dice substancia al sujeto que subsiste en el género de la substancia. Y esto, ciertamente, se puede significar con un nombre que signifique la misma intención significativa, y así le llamamos “supuesto” (es decir, el sujeto de cualquier afirmación que hagamos sobre él) lo llamamos también con tres nombres que significan la realidad, como son: cosa natural, subsistencia e hypóstasis, según una triple consideración de la substancia así nombrada (es decir, como substancia primera). Según que existe en sí y no en otro, se le llama “subsistente”, pues decimos que subsisten las cosas que existen en sí, y no en otra cosa. Según que se supone a una naturaleza común, se le llama cosa natural; así, el hombre es una realidad natural. Según que se supone a sus accidentes, se dice hypóstasis o substancia. Lo que estos tres nombres significan comúnmente en cualquier género de substancias, esto mismo significa la persona en el género de las substancias racionales” (S.Th.Iª, Qu. 29, artº 2, in c.).

La identidad y permanencia substancial es condición de posibilidad de la conciencia de sí, del recuerdo del pasado, del proyecto del futuro y de todo reconocimiento interpersonal que posibilita el diálogo y el amor de amistad entre personas.

He aquí cómo remueve Santo Tomás, en la afirmación del ser divino, la dualidad entre un cambio sucesivo y lo permanente del sujeto del cambio para hacer posible la afirmación de la permanencia substancial de la operación: “En cualquier operación, el operante permanece, aunque a veces la operación sea transitoria sucesivamente: por lo que, también en el movimiento, lo móvil permanece, él mismo, en el curso de todo el movimiento... pero, donde la acción es el mismo agente, es necesario que allí nada sea transitorio sucesivamente, sino simultáneo y permanente (Iª Contra Gentes, cap. 99). Y Santo Tomás fundamenta la tesis de que la suma asimilación del hombre a Dios se da según una operación en que “la substancia de Dios es su acción” (S.Th.Iª Qu. 55, artº 2, ad tertium).

Sería precipitado leer esto cual si pudiésemos apoyar una lectura “actualista” del propio Santo Tomás. Su pensamiento es inequívocamente fiel a la tesis de que, al elevarnos analógicamente hacia Dios, sólo quedan en nuestro pensamiento la predicación según la substancia y la predicación según la relación (véase Libro de las Sentencias, in Iª, D. 8, Qu. 4, artº 3).

Todo lo que se puede afirmar de Dios con analogía propia y no metafórica pertenece a la línea de los predicados trascendentales, referentes a la entidad, la unidad, la verdad y el bien, a los grados de perfección del ser -así todo lo referente a la vida y al conocimiento, en su grado supremo, es decir, a la vida intelectual- o a las cualidades pertenecientes a la vida del espíritu, como facultades, hábitos -así la ciencia y la virtud- y operaciones, removiendo siempre toda dimensión de potencialidad, y el carácter propio del predicamento de cualidad, para no afirmar sino lo específico como perteneciente a la actualidad del viviente espiritual. Pero todos los nombres divinos: trascendentales, grados de ser, operaciones inmanentes de la vida del espíritu, han de ser pensados sustantivamente: no podemos pensar a Dios como un universal o como un análogo, sino que sólo podemos hablar de él como “primer analogado”, máximo y primer ente, viviente, inteligente, si lo pensamos como personal. La revelación nos obliga a pensar a Dios como siendo, en simplicísima unidad de esencia, un solo Dios en tres personas.

Al pensar en Dios, si seguimos fieles al pensamiento de Santo Tomás, lo pensaremos como substancial, a la vez que nombraremos las tres hypóstasis divinas como relaciones; siguiendo la tradición surgida en San Agustín, y cuya elaboración culminó en Santo Tomás, pensaremos la oposición relativa única según la que hemos de afirmar la distinción real de las divinas personas como fundada en aquellas operaciones de la vida, en su nivel sumo e infinito, el Entender eterno y generante, y el Amor infinitamente efusivo y donante, que llamamos divinas procesiones.

Como que, removidos en la acción todo cambio y transitoriedad, y reconocido su carácter permanente y substancial, no queda, en nuestro concepto, otra cosa que afirmar sino la mutua relación entre Aquél de Quien procede y Aquel que procede, resulta que, en nuestras afirmaciones sobre el misterio trinitario, nos movemos siempre sólo en la línea de la afirmación de la substancia, de la operación y de la relación.

Persona e hypóstasis es una substancia individual de naturaleza racional. Lo que en Dios implica la afirmación del carácter subsistente de las relaciones que distinguen y constituyen cada una de las personas: “La relación, en lo divino, no es como un accidente inherente en el sujeto, sino la misma esencia divina, por lo que es subsistente, así como subsiste la esencia divina. Así como la deidad es Dios, así la paternidad divina es Dios Padre, que es una persona divina. Así, pues, la persona divina significa la relación en cuanto subsistente. Y esto es significar la relación en cuanto substancia, que es la hypóstasis subsistente en la naturaleza divina, aunque lo subsistente, en la naturaleza divina, no es otra cosa que la naturaleza divina” (S.Th.Iª Qu. 29, artº 4, in c.).

“Por ser la persona substancia individual de naturaleza racional, lo que está fuera de la substancia no puede constituir la persona... Pero, en lo divino, la relación misma es la divina esencia; y, por esto, lo que por ella es constituido sea una persona; pues si la paternidad no se identificase con la esencia divina, de ningún modo el nombre de Padre significaría la persona” (De Pot. Dei Qu. 10, artº 5, ad duodecimum).

La inequívoca afirmación de Santo Tomás del carácter permanente, subsistente, substancial, en sí absoluto, de las divinas personas, lo que afirma fidelísimamente conforme a la posición de San Agustín, brilla, concretamente, en la precisión con que relaciona, afirmándolos en su identidad real y ordenándolos en su contenido conceptual, los conceptos de persona, procesión y relación.

Cada una de las personas tiene un nombre de carácter relacional porque, en lo divino, la relación, por identificarse con la substancia, es subsistente, distinta de las otras por la oposición relativa. Esta distinción real, por la realidad de las relaciones entre sí opuestas, en la unidad simplicísima de la esencia divina, después de siglos de ardua elaboración teológica, pasó a ser confirmada con la certeza de una verdad teológica cierta, coherentemente inseparable con el misterio revelado, en la formulación:

“Estas tres personas son un único Dios, no tres dioses... todas las cosas son uno (en Dios), donde no obste la oposición de relación” (Concilio de Florencia, Decreto por los Jacobitas; DS nº 1330).

No hay más que distinciones conceptuales entre las procesiones, las relaciones y las personas. La procesión se identifica con la relación, que concebimos como en ella fundada y de ella resultante: la generación del Hijo por el Padre se identifica “activamente” con la paternidad del Padre y “pasivamente” con la filiación del Hijo. La espiración activa del Espíritu Santo por el Padre y el Hijo se identifica con ellos como único principio. La espiración “pasiva” del Espíritu Santo se identifica con la donación que refiere el Espíritu Santo al Padre y al Hijo como a principio. Al hablar de “generación” o de “espiración” pasiva no podemos entender ninguna capacidad receptiva, que implicaría potencialidad en las personas procedentes. Así se plantea la objeción contra la doctrina sobre las procesiones trinitarias:

“Todo lo procedente de otro recibe algo de él. Pero lo que recibe algo tiene una naturaleza indigente. De aquí que, en las cosas naturales, la receptividad se atribuye a la materia. En lo divino, no hay indigencia alguna, sino perfección suma, luego no hay en Dios procesiones.

He aquí cómo responde Santo Tomás a la objeción planteada:

“Quien recibe, antes de recibir tiene indigencia; pues recibe para colmar su indigencia; después de haber recibido, ya no tiene indigencia, pues tiene aquello de que era indigente. Si hay algo que no preexiste a la recepción, sino que siempre existe en el haber recibido, éste de ningún modo es indigente. Pero el Hijo no recibe del Padre que, primero, no teniendo, sea después Quien recibe; sino que tiene del Padre lo mismo que es. Por lo cual, de ningún modo es indigente” (De Pot. Dei Qu. 10, artº 1, ad decimum tertium).

He aquí una nueva objeción que parecería favorecer al arrianismo:

“Lo que no tiene algo sino en cuanto que lo recibe de otro, considerado en sí mismo carece de aquello... así, pues, si el Hijo y el Espíritu no tienen ser, sino por cuanto lo reciben del Padre, es necesario que, considerados en sí sean nada. Lo que en sí es nada, si tiene ser de otro es necesario que sea de la nada y que sea criatura... lo que es propio de la impiedad arriana. Luego, en las cosas divinas no se da procesión”.

He aquí la respuesta:

“Hay que responder que el Hijo, considerado en Sí mismo, según lo que tiene absolutamente, que es la esencia del Padre, según lo cual no es la nada, sino algo uno con el Padre. Según que se refiere al Padre, le concebimos como recibiendo el ser del Padre; luego tampoco así considerado es nada; y, así, en modo alguno tiene sentido decir que el Hijo es nada; sería, en sí considerado, nada si hubiese en Él algo absoluto distinto del Padre, como se da en las criaturas”.

Santo Tomás afirma, pues, sin equívoco ni confusión posible, lo absoluto, idéntico con la esencia divina, que es común con el Padre, de las personas del Hijo y del Espíritu santo. Más aún, precisamente en el supuesto de que las relaciones son constitutivas de las personas, lo son en cuanto idénticas con la divina substancia y no formalmente en su referencialidad a otro: “entendemos la relación misma como constitutiva de la persona; lo cual no tiene, en cuanto es relación; lo que es patente porque “persona” es algo subsistente... la relación en las cosas divinas es constitutiva de la persona en cuanto que, por ser una relación de naturaleza divina, se identifica con la divina esencia; pues la relación puede constituir las hypóstasis divinas porque realmente es la misma naturaleza divina” (De Pot. Dei Qu. 10, artº 3, in c.).

Las relaciones se identifican con las personas, a las que constituyen en cuanto son idénticamente la esencia divina, y distinguen en cuanto relaciones.

Vamos a ver en Santo Tomás la formulación precisa de la cuestión del orden conceptual pero irrenunciable con que debemos pensar estos conceptos. Santo Tomás dice que hemos de afirmar que, en Dios Padre, existe la potencia generativa. Se trata de una potencia activa, en la que nada hay de potencialidad pasiva.

El concepto de potencia generativa paterna, por referirse a su ser principio de la generación del Hijo, contiene en sí un carácter relacional que lo incluye entre lo que Santo Tomás llama “nocional”, es decir, conceptos que, sin significar las personas en cuanto tales, ni las relaciones que las constituyen y distinguen, no se dan en el orden de lo esencial, absoluto y común a las tres divinas personas, sino que piensan alguno de los atributos esenciales en cuanto pertenece a una persona y a sus operaciones referentes a las procesiones de una persona respecto de otra.

La potencia generativa se concibe como principio del acto generador que es la divina procesión del Hijo nacido del Padre. Y, en el Padre, como el principio de la generación activa por el que afirmamos que eternamente engendra al Hijo, de la misma naturaleza que el Padre, nacido del Padre antes que todos los siglos.

Santo Tomás se plantea la objeción según la cual carece de sentido afirmar la potencia generativa del Padre porque los términos “generación” e “Hijo” se dicen, en lo divino, relativamente, y no puede hablarse de potencia respecto de ellos ni incluirla bajo la omnipotencia divina, porque –dice en la objeción, apoyándose en un texto de la Física de Aristóteles, Lib. V, cap. 1 que:

“La relación no puede ser término de un movimiento por sí misma y, por consiguiente, tampoco de una acción. Y así tampoco puede ser objeto de una potencia, a la que nombramos por respecto a una acción”. Responde a esta objeción, sin discutir la afirmación aristotélica que comparte, diciendo que: “La generación del Hijo significa la relación por modo de acción, y al Hijo por modo de hypóstasis subsistente” (De Pot. Dei Qu. 3, artº 5, ad octavum).

Comparte la posición aristotélica: la generación no tiende a la relación de los hijos a sus padres, sino al nacimiento de los hombres, que son sus hijos. En el Evangelio se nos habla de la mujer que se alegra porque “ha nacido un hombre en el mundo”. La relación en cuanto tal no es eficiente ni el efecto propio de una acción.

Conceptualmente, hemos de poner primero las procesiones que las relaciones, la generación por el Padre antes que su paternidad respecto del Hijo y la filiación del Hijo respecto de Él; la espiración por el Padre y el Hijo como anterior a la relación que, en cuanto idéntica con la divina esencia, constituye la persona del Espíritu Santo como Don; por lo que hemos de pensar el Espíritu Santo referido, como Don y Amor espirado, al Padre y al Hijo. He aquí las precisiones que formula Santo Tomás sobre este orden conceptual entre las procesiones y las relaciones:

“Entendemos de distinta manera, según que entendemos la relación en cuanto es constitutiva de la divina persona o pensamos la relación como relación. Así, nada impide que, según una manera de entender, la relación presuponga la procesión, pero, en cuanto a otro modo de concebir, es a la inversa: hay que decir que, si se considera la relación en cuanto relación, presupone el concepto de procesión”.

(Así, la generación del Hijo por el Padre se presupone a las relaciones de paternidad y filiación).

“Pero si se considera la relación en cuanto es constitutiva de la persona, así la relación que constituye la persona de la que es la procesión es anterior, en nuestro concepto, que la procesión; así, la paternidad, en cuanto constitutiva de la persona del Padre, es conceptualmente anterior que la generación”.

(En este sentido, Santo Tomás, en el pasaje paralelo de la Suma Teológica (S.Th.Iª Qu. 40, artº 4, ad primum), dice que: “Si pensamos el Padre como significando su relación al Hijo, tendríamos que decir que porque engendra es Padre, pero si pensamos el nombre como significando la persona subsistente, tendríamos que decir que porque es Padre engendra”).

“Pero la relación que es constitutiva de la persona procedente es conceptualmente posterior, incluso en cuanto es constitutiva de la persona, a la procesión; así como la filiación es posterior conceptualmente a la natividad. Y esto, porque la persona procedente ha de ser entendida como el término de la procesión” (De Pot. Dei Qu. 10, artº 3, in c.).

La primacía conceptual proclamada por Santo Tomás entre la paternidad en cuanto constitutiva de la persona, de la que la revelación bíblica habla como “el Dios y Padre”, sobre la generación, fundante de la relación de paternidad al Hijo, nos lleva a recordar la afirmación, por Santo Tomás, de la potencia generativa del Padre como constituida por la comunicatividad del acto puro cuya naturaleza es que se comunique a sí mismo en cuanto que es posible.

Recordemos que en este principio se fundamenta que, en el que es Principio de toda la divinidad, el entender sea, en el Padre, el eterno decir del Verbo que, por ser el entendimiento la divina naturaleza, es eternamente generante del Verbo e Hijo, del que decía San Agustín que “es dicho Verbo por lo mismo que es dicho Hijo”. Porque la comunicación intelectual y locutiva de la divina naturaleza es, formalmente, la generación del Hijo de Dios (cfr. De Pot Dei Qu. 2, artº 1).

Es por la fecundidad vital infinita del acto puro en la línea intelectual, por la que podemos referirnos al Verbo e Hijo como Luz de Luz, nacido del Padre antes que todos los siglos, Hijo unigénito de Dios, de la misma naturaleza que el Padre, Dios de Dios, que la revelación del misterio nos propone a nuestra fe y que la razón al servicio de la fe puede expresar hablando del surgir el Acto del Acto (cfr. IV Contra Gentes, cap. 11).

El misterio de la fecundidad generativa del Dios viviente es, tal vez, el aspecto del misterio divino que, revelado más plenamente en el Nuevo Testamento, y particularmente en el Evangelista Juan, quedó más y más oculto en el pensamiento religioso de Mahoma quien, en el Corán, dice: “Dios no puede tener hijos. Lejos de Su gloria tal blasfemia” (cap. 19, nº 36). “Dicen: Dios tiene un Hijo. Por Su gloria, no, decid más bien: “Todo lo que hay en los cielos y en la tierra le pertenece y le obedece” (cap. 2, nº 110). “No le sienta bien al Misericordioso tener un Hijo, porque todo lo que existe en los cielos y en la tierra le sirve” (cap. 19, nº 92-93).

Como vemos, en el Corán se excluye no sólo la filiación eterna del Hijo de Dios, sino también la adopción filial, en el tiempo, de seres personales creados, a los que Dios comunica liberalmente la participación de su vida. En el lenguaje de Mahoma está ausente y explícitamente negado el carácter vital y generosamente comunicativo de vida de la generación. Esta verdad que está en el núcleo de la revelación bíblica y culmina en los Evangelios y en los Apóstoles.

En Santo Tomás está pensado con tan sencilla sublimidad que no puedo resistirme a invitar a quienes hayan leído estas páginas a buscar el contacto directo con los textos citados y todos los que, conexos con ellos, nos invitan a contemplar el eterno nacimiento del Hijo, Dios Nacido, y la eterna espiración del espíritu Santo, Dios Dado.

Al hablar del Dios Nacido y del Dios Dado hemos de recordar lo dogmáticamente definido en el IV Concilio de Letrán, contra quienes tendían a no reconocer, en la esencia divina, otra unidad que la que tiene una esencia universal inteligible, predicable de muchos. Sólo serían realidades divinas cada una de las tres personas, pero la esencia divina no tendría otra comunidad que la de un concepto esencial universalmente predicable:

“Creemos y confesamos que existe una realidad suma que verdaderamente es el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; las tres personas simultáneamente, y singularmente cada una de ellas; y, por esto, en Dios se da sólo Trinidad, pero no cuaternidad; porque cualesquiera de las tres personas es aquella realidad, a saber, la substancia, la esencia o la naturaleza divina... y aquella realidad no es generante, ni generada, ni procedente, sino que es el Padre que engendra, y el Hijo que es engendrado y el Espíritu Santo que procede: de modo que las distinciones están en las personas, y la unidad en la naturaleza” (DS nº 804).

Estamos ante una definición dogmática a cuya ardua y difícil comprensión sirve eficazmente la certeza teológica a que antes nos hemos referido: en Dios “todas las cosas son una, donde no obste la oposición de relación”. Esta fórmula del Concilio de Florencia (DS nº 1330) afirma Bartolomé María Xiberta que ofrece un máximo ejemplo de conclusión teológica cierta definida como tal.

Quien, por capricho o por seguir la moda de la modernidad anti-escolástica y anti-dogmática, se sienta incompatible con la substancia y con la relación se encontrará en la situación a que aludía San Pío X, en 29 de abril de 1914, en el Mottu proprio Doctoris Angelici: que, pervertido aquello que es capital en Santo Tomás, que es “fundamento de toda ciencia natural y divina”, se seguirá que los que estudien las disciplinas sagradas ni siquiera entiendan el sentido de las palabras con las que el Magisterio de la Iglesia propone los dogmas revelados por Dios (A.S.S. VI, 1914, 336-341).

He notado, en otro momento, que incluso en aquellas distinciones conceptuales a las que no reconocemos fundamento en Dios mismo, por tener su origen en estructuras de finitud y potencialidad en el ente creado, no podemos pensar adecuadamente alterando el orden exigido por lo que los conceptos mismos contienen: no podemos decir “Dios es El que es” porque es consciente de Sí mismo, aunque pretendamos que esto lo deducimos de la afirmación de Santo Tomás que hace consistir la reflexión sobre Sí mismo en la subsistencia en Sí mismo. El Ser da razón del conocerse pero, si quisiéramos afirmar el Ser como constituido por el conocerse, estaríamos en las antípodas de la metafísica de Santo Tomás y de la verdad filosófica.

Hay que decir lo mismo sobre aquellas distinciones conceptuales que no son “virtuales extrínsecas”, sino que tienen su fundamento en la misma realidad divina sobreeminente al horizonte predicamental. Los conceptos de línea absoluta y los conceptos de “sentido relativo” difieren en su misma inteligibilidad, y aunque afirmemos que en Dios las relaciones –que, por ser subsistentes, constituyen las personas- son idénticas a la esencia divina en cada una de las personas, hemos de mantener firmemente la distinción conceptual. No podríamos decir “el Padre es verdaderamente Dios en cuanto que es referido al Hijo que engendra”, pues la paternidad como relación al Hijo la hemos de pensar como posterior al acto nocional de la generación. Si no se respeta la inteligibilidad propia de la relación en cuanto tal, no sólo no se podrá edificar con coherencia el edificio de una teología trinitaria, sino que vendrán a negarse, más o menos conscientemente, verdades que pertenecen al mismo misterio revelado sobre Dios uno en esencia y trino en personas. Advertía San Agustín que el término “ingénito” como propio del Padre tiene el mismo carácter relativo que el que remueve, es decir, “engendrado”. Si no distinguimos el carácter de lo relativo, del que tienen los predicados absolutos, deduciríamos que, por poder hablar con verdad del “Dios y Padre ingénito”, no podríamos reconocer como Dios a Quien invocamos como “Hijo engendrado”, lo cual era el argumento de los arrianos más extremos, los que negaban incluso toda semejanza entre el Verbo y Dios Padre.

Francisco Canals Vidal

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