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22 LA ORDENACIÓN DE LA PERSONA A
ASEMEJARSE A DIOS, FUNDAMENTO DE LA MORALIDAD HUMANA
(Comunicación
enviada a la XXVIII Semana Tomista de Buenos Aires, 8-12 de
septiembre de 2003)
Francisco Canals Vidal
Del extraño resultado fenomenista del criticismo kantiano pretendió huir el autor de la Crítica de la razón pura por la doble escapatoria de la primacía de la razón práctica y de la invalidación de todo contenido material de los actos morales. La bondad moral de las acciones humanas no podría estar en relación con bienes que se intentasen por las mismas acciones y no podría ser medida sino por la conformidad con la ley moral imperada categóricamente por un juicio práctico puro, es decir, meramente racional y no contaminado por afirmaciones de bienes a conseguir, lo que para Kant convertiría todo juicio moral en algo condicionado y dirigido a algo otro que la propia rectitud de la voluntad conforme a ley.
En esta ponencia, no me propongo exponer, ni siquiera en primer lugar refutar, al formalismo ético. Aludo a él por modo introductorio como contraste para poner en plena luz cuáles son, en la obra de Santo Tomás, los fundamentos metafísicos del orden moral, para decirlo con las palabras del eminente e insigne maestro del tomismo que fue Monseñor Derisi.
Con este mismo intento propedéutico, y en orden a describir los caminos centrales de la ética del fin y bien -que, con instrumentos tomados de la tradición filosófica verdadera, principalmente aristotélica, construyó Santo Tomás en el conjunto arquitectónico de la admirable síntesis teológico-filosófica por el que su magisterio ha sobresalido en la tradición del pensamiento católico- me parece conveniente decir, también, que la vaciedad del formalismo kantiano no puede colmarse con la pretensión de una ética material de los valores. Esta marcha sobre presupuestos fenomenológicos ajenos a una metafísica realista es ineficaz y no válida para dar seriedad a la conciencia moral humana.
Me permito advertir, a modo de ejemplo, que no podría obtenerse una actitud vital que llevase a los hombres y a las mujeres a la plenitud de vida humana realizada en el matrimonio y en la generación y educación de los hijos, ni con formulaciones de razón práctica pura de una ética formalista, ni con la pretensión de que procurasen, en su conducta, la realización de los valores de la fidelidad conyugal o de una paternidad y maternidad maduras y responsables.
En esta breve comunicación, me propongo dejar sentados tres puntos, lo que haré con una selección de textos de Santo Tomás de Aquino. Creo que Santo Tomás es, por sí mismo, maestro de pensamiento humano y que su sola lectura nos ayuda más que arduas cavilaciones, más o menos personales u originales, a comprender el sentido de la moralidad humana en su fundamentación metafísica y teológica.
1. El sentido del primer precepto de la Ley natural, y su enraizamiento en la afirmación de la bondad del ente.
2. Subordinación de todos los bienes al bien divino, sumo bien para el hombre.
3. El amor divino, difusivo, crea el bien en el universo. Todas las cosas, al buscar sus perfecciones, apetecen a Dios mismo.
Los bienes humanos y la Ley natural
Así como el ente es lo primero que cae en la aprehensión simplemente tal, así lo bueno es lo primero que cae en la aprehensión de la razón práctica, que se ordena a la acción. Pues todo agente obra en orden a un fin, que dice razón de bien. De aquí que el primer principio en la razón práctica es el que se funda sobre el concepto de bien; y éste es: bueno es aquello que todas las cosas apetecen.
Este es, pues, el primer precepto de la Ley: Lo bueno tiene que ser hecho y buscado, y lo malo evitado; y sobre éste se fundan todos los otros preceptos de la Ley natural, a saber, que pertenezca a la Ley natural, como debiendo ser obrado, todo aquello que la razón práctica naturalmente aprehende como siendo bienes humanos. Y porque lo bueno dice razón de sí (y lo malo, razón de lo contrario), de aquí que todas aquellas cosas a las que el hombre tiene inclinación natural las aprehende la razón, naturalmente, como buenas y, por consiguiente, como debiendo ser buscadas en la acción, y las contrarias a éstas, como malas y debiendo ser evitadas.
Así, pues, según el orden de las inclinaciones naturales es el orden de los preceptos de la Ley natural. Pues, en primer lugar, es inherente al hombre la inclinación al bien según su naturaleza, en cuanto apetece la conservación de su ser según su naturaleza; y según esta inclinación, pertenece a la Ley natural todo aquello por lo que la vida humana es conservada...
...en segundo lugar, es inherente al hombre la inclinación a cosas más especiales según la naturaleza en la que comunica con los otros animales; y, según esto, decimos que son de la Ley natural aquellas cosas que la misma naturaleza enseña a todos los animales, como son la unión del varón y la mujer, la crianza y educación de los hijos y cosas semejantes.
De un tercer modo, le es inherente al hombre la inclinación a lo bueno según la naturaleza de la razón que le es propia; así como el hombre tiene natural inclinación a conocer la verdad acerca de Dios y a vivir en sociedad; y, según esto, pertenece a la Ley natural todo lo relativo a este género de inclinaciones, a saber, que el hombre evite la ignorancia, que no ofenda a otros con los que debe convivir, y todas las demás cosas de este género que se refieren a esto. (S.Th.Iª-II Qu. 94, artº 2, in c.).
El camino por el que Santo Tomás enumera y sistematiza los contenidos de la Ley natural a partir del hecho de que aquello a que nos sentimos naturalmente inclinados es aquello que concebimos como bueno y, por consiguiente, como debiendo ser obrado por nosotros -lo que hace corresponder el orden de los preceptos de la Ley natural con el orden de las inclinaciones naturales- nos muestra una fundamentación del imperativo moral que no tiene nada de extrinsecista o heterónomo, en el sentido de las calumniosas desfiguraciones racionalistas de la tradición escolástica.
No admitiría ser interpretado tampoco en el contexto de una postulación de una autonomía de la moral conexa con la postulación de una primacía de la razón práctica. Lo bueno debe ser obrado porque bueno es lo que es, en cuanto naturalmente apetecible por el hombre. Hay una continuidad profunda entre el primer principio práctico y el juicio teorético sobre el carácter trascendental de lo bueno. Bueno es lo que es porque todo ente, en cuanto es ente, es en acto y, de algún modo, perfecto; pues todo acto es cierta perfección, y lo perfecto dice razón de apetecible y de bueno (S.Th.Iª Qu. 5, artº 1, in c.).
La seriedad y solidez del precepto de obrar el bien se arraiga y fundamenta en la entidad y verdad de aquello que es perfecto y, por ello, apetecible: Es primero, en nuestro concepto, lo que primeramente entendemos. El entendimiento aprehende, primero, el ente mismo; en segundo lugar, aprehende que entiende el ente y, en tercer lugar, aprehende que apetece el ente. Por esto, en el orden de los conceptos, es primero el ente, en segundo lugar lo verdadero y, en tercer lugar, lo bueno (S.Th.Iª Qu. 16, artº 4, ad secundum).
Pero de tal manera la aprehensión de lo ente en cuanto bueno pertenece a la plenitud y perfección de la función teorética o contemplativa del entendimiento que Santo Tomás puede decir que el objeto óptimo del entendimiento es el bien divino y demostrar que porque Dios es perfectamente inteligente conoce lo que es junto con su razón de bondad.
El bien divino, sumo bien para el hombre
Esta natural inclinación a los bienes humanos, que fundamenta los preceptos de la Ley natural, realiza -en el modo proporcional al único ente que en el universo visible y natural es consciente de sí, tiene dominio de sus actos y se ordena naturalmente a describir en sí el orden entero del universo y de sus causas y al conocimiento de la verdad divina- la manera en que es sujeto obediencialmente capaz de ser llamado a hacerse semejante a Dios, al verle según que Él es en la vida eterna.
Para la comprensión del modo como Santo Tomás integra, subordinándolas al amor teologal de la caridad hacia Dios, todas las direcciones del amor humano y de la búsqueda por el hombre de los bienes que llevan a plenitud su vida personal, nos convendrá atender a los pasajes en que trata del orden de la caridad, un orden que, finalmente, considera también vigente en la eterna vida feliz en la patria celeste.
El objeto del amor de caridad es Dios, y el que ama es el hombre. La diversidad del amor de caridad, en cuanto a su especie, ha de atenderse en el amor al prójimo por relación con Dios, a saber, de modo que queramos mayor bien a quien es más cercano a Dios... pero la intensidad del amor ha de atenderse por comparación al mismo hombre que ama. Y, según esto, el hombre ama con más intenso afecto a los que le son más cercanos, en orden al bien que para ellos quiere, que a otros mejores en orden a bienes superiores (S.Th.IIª-II Qu. 26, artº 7).
Hay que atender también a otra diferencia: pues algunos prójimos son cercanos a nosotros según origen natural, del que no pueden separarse porque, según él, son lo que son. Pero la bondad de la virtud por la cual algunos son cercanos a Dios puede sobrevenir y cesar, aumentar o disminuir; y así, yo puedo, con amor de caridad, querer que este al que estoy naturalmente unido sea mejor que otro, y que pueda llegar a un mayor grado de gloria.
También hay otro modo en el que amamos más con amor de caridad a los que nos están más unidos, y es porque les amamos de diversas maneras. Porque a los que no nos son unidos por parentesco no tenemos otra amistad que la de la caridad; pero a los que nos son cercanos, tenemos otras amistades según el modo de su unión a nosotros. Y porque el bien sobre el que se funda cualquier amistad honesta se ordena, como a su fin, al bien sobre el que se funda la caridad, es consiguiente que la caridad impere al acto de cualquier otra amistad... y así, el amor a alguien porque es consanguíneo, o porque es conciudadano, o por cualquier cosa de este género, lícitamente ordenable al fin de la caridad, puede ser imperado por la caridad. Y, así, por la caridad, tanto elícita como imperante, de muchas maneras amamos más a los que nos están más unidos (íbid.)
El constante criterio de armonía entre la gracia y la naturaleza, y de que la gracia no destruye la naturaleza, sino que la sana de las heridas provenientes del pecado, y a la vez la restaura y eleva a la participación del bien divino, brilla en este texto de Santo Tomás. Vemos que no sólo afirma la legitimidad de una mayor intensidad de amor a quienes nos son más cercanos, sino que exige que el amor teologal de caridad impere y asuma, bajo su dinamismo, todas las amistades de orden natural, enraizadas, precisamente, en las realidades humanas y en las relaciones en ellas fundadas. Veamos cómo justifica que debamos amar con amor de caridad a aquellos que nos están unidos por parentesco de consanguinidad, y cómo compara esta relación con otras que surgen de otros ámbitos de convivencia humana:
En las cosas que se refieren a la naturaleza, debemos amar más a los consanguíneos, mientras que, en las que pertenecen a la convivencia civil, debemos amar más a los conciudadanos... pero si comparamos un modo de unión a otro, consta que la unión de origen natural es anterior y más inmutable, porque tiene que ver con lo que pertenece a la misma substancia del hombre, mientras que las demás uniones sobrevienen y pueden ser removidas (S.Th.IIª-II Qu. 26, artº 8, in c.).
Advirtamos que este carácter menos substancial y más fácilmente removible lo establece incluso entre la amistad fundada en el parentesco y la que se funde en la común práctica de la virtud, ya que ésta no pertenece con la misma permanencia y necesidad a la vida humana que aquélla, y que, si esto no justifica, por la parte del objeto amado y del bien querido para aquellos a quienes ama, la preferencia del parentesco sobre la virtud, sí puede dar razón de la intensidad perseverante con que puedo amar a los consanguíneos y desear para ellos la mayor virtud. Recordemos que la Iglesia da culto litúrgico a Santa Mónica, atribuyendo a la constancia de su plegaria, emanada de su amor maternal, el haber obtenido de la misericordia divina la santidad para su hijo Agustín.
Hemos podido comprobar con admiración la perseverante insistencia de Santo Tomás en afirmar, con fundamentación antropológica, todo lo que se refiere a la dimensión subjetiva del orden del amor de caridad. Con tanta consecuencia persiste en esta actitud, que, en el término final de la cuestión referida al orden de a caridad, y al preguntarse sobre si este orden permanece en la patria celeste, podemos encontrar tres afirmaciones, cada una de las cuales puede resultar estimulante y abrirnos incluso interrogantes que nos llevarán a penetrar el más íntimo secreto de la comprensión que el Doctor Angélico tiene del motivo de la Creación y de la Redención y del sentido soberanamente donante y efusivo del gobierno providente sobre las criaturas.
Encontramos, en primer lugar, afirmado que la naturaleza no es suprimida por la gloria celeste, sino por ella perfeccionada. Hallamos después afirmado que, aunque en la comunidad de la visión de Dios nos sentiremos más cercanos de aquellos que lo estén más a Dios mismo -mientras habrán cesado aquellas necesidades de la vida humana temporal que en esta vida exigen un más intenso amor con aquellos con quienes más responsabilidad tenemos de ser solícitos hacia ellos en las cosas temporales y humanas- no obstante, ocurrirá en la patria celestial que alguien de muchas maneras amará a los que le han sido unidos, pues no cesarán, en el alma bienaventurada, las causas del amor honesto (S.Th.IIª-II Qu. 26, artº 13, sed contra e in c.).
La tercera afirmación la hallamos en la respuesta a la objeción dirigida a sostener, contra la tesis de Santo Tomás, que en la vida celeste desaparecerá la primacía en intensidad que tiene, en esta vida, para cada uno, el amor hacia sí mismo.
Santo Tomás no lo piensa así y sostiene que, en la vida eterna, en lo relativo a la intensidad subjetiva del amor, cada uno se amará a sí mismo más que a su prójimo (aunque no sea así en la vertiente objetiva, la referente al bien amado). La objeción contra esta tesis, que ciertamente tiene una apariencia no sólo antropocéntrica, sino que parece legitimar para la eternidad un egocentrismo, definitivo e irremediable, recuerda que, en la patria celeste, será Dios la razón total del amor. Por esto, asume Santo Tomás este principio y lo precisa con estas palabras:
Para cada uno será Dios toda la razón de amar, porque Dios es todo el bien del hombre. Pues, si concibiésemos, por imposible -es decir, concediendo ad hominem un principio absurdo, precisamente para mostrar la falsedad del argumento que nos proponen-, que Dios no fuese el bien del hombre, no habría en el hombre razón de amar. Por esto, en el orden del amor, es necesario que, después de Dios, el hombre se ame máximamente a sí mismo (íbid. ad tertium).
Estamos ante un texto culminante que, entendido en su intención y sentido auténtico, ilumina el panorama entero del universo y el sentido de la economía salvífica.
El amor de Dios crea e infunde la bondad en todas las cosas
El sistema ético de Santo Tomás se funda en la afirmación ontológica, especulativa, de lo bueno como aquello que todas las cosas apetecen y en la perfección del ente como razón de ser de este dinamismo apetitivo: cada cosa es llamada buena en cuanto es perfecta; pues es así que es apetecible; pues todas las cosas apetecen su perfección. En tanto es algo perfecto en cuanto es en acto, por lo que manifiesta que algo es bueno en cuanto es ente; pues el ser es la actualidad de toda cosa (S.Th.Iª Qu. 5, artº 1, in c.).
Esta comprensión de la inclinación natural de todo ente hacia la plenitud de su ser, que en los entes personales se identifica con la inclinación consciente natural de la voluntad al bien en sí mismo -raíz de la inclinación según el libre albedrío, que se refiere a aquella voluntas ut natura como el movimiento discursivo a los primeros principios especulativos- y por la que se inserta el juicio práctico sobre que el bien debe ser buscado en el obrar humano en el juicio contemplativo sobre el bien en sí mismo como ente perfecto, nos va a dar, precisamente, la clave de la fundamentación de la ética del bien y del fin -heterogénea, insistamos en ello, del formalismo ético o de una ética de los valores- en el teocentrismo de Santo Tomás.
El teocentrismo auténtico de Santo Tomás nos invita, precisamente, a contemplar la bondad divina difusiva de sí misma, identificada con el Amor donante y puramente liberal como la que pone en marcha la misma eficiencia creadora y orienta el gobierno providente sobre el universo, de modo especialísimo encaminado a conducir a los entes personales finitos a la participación de la vida divina en la felicidad, realizada en su esencia en el acto supremo de la inteligencia especulativa humana cuyo objeto óptimo es el bien divino, el cual, ciertamente, no es objeto del entendimiento práctico, sino del especulativo (S.Th.Iª-II Qu. 3, artº 5, in c.).
La gloria de Dios, que da sentido a la acción misma creadora y providente, es pensada por Santo Tomás como la manifestación de la bondad divina. Santo Tomás asume como tesis capital la afirmación de San Agustín: Conocer a Dios aprovecha a nosotros, no a Él... por lo que es evidente que Dios no busca Su gloria para Sí mismo, sino para nosotros (S.Th.IIª-II Qu. 132, artº 1, ad primum).
Santo Tomás podrá, así, afirmar que Dios es la causa final de todas las cosas, apoyándose en el texto bíblico el Señor ha obrado todas las cosas por causa de Sí mismo (Proverbios 16, 4), argumentando esta capital tesis con este razonamiento:
Al primer agente, que es sólo agente (y, en ningún modo, recipiente o pasivo), no le conviene obrar por la adquisición de fin alguno, sino que intenta sólo comunicar su perfección, que es su bondad; y cada una de las criaturas tiende a conseguir su perfección, que es semejanza de la perfección y bondad divinas. Así, pues, la divina bondad es el fin de todas las cosas (S.Th.Iª Qu. 44, artº 4, in c.).
Santo Tomás, que insiste reiteradamente en este que, ciertamente, es un principio capital en su sistema de pensamiento, precisa, en otros momentos, que cada criatura apetece su perfección porque es una semejanza de la bondad y perfección divinas, y no a la inversa.
Contemplada desde sus principios capitales y en su riquísimo desarrollo, la síntesis doctrinal filosófica y teológica sobre la moralidad humana no tiene nada de extrinsecista ni, en cierto sentido, de heterónoma, tal como sería acusada desde la perspectiva antropocéntrica del primado de la razón práctica kantiano. Porque Dios mismo es más íntimo a mí que yo mismo según el orden de las inclinaciones naturales es el orden de los preceptos de la Ley natural. Y porque Dios, bien infinito difusivo de sí mismo, por Su Amor infunde y crea la bondad en las cosas (S.Th.Iª Qu. 20, artº 2, in c.), es superior a lo que en mí es supremo, ningún vestigio de humanismo antropocéntrico ni de naturalismo podemos encontrar en la doctrina moral del Doctor Angélico.
Francisco Canals Vidal
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