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20 El mal moral en las personas creadas

Francisco Canals Vidal

La absoluta oposición al maniqueísmo de la doctrina de Santo Tomás la hallamos también en su tratamiento de lo más misterioso que podemos hallar en la totalidad de las cosas en el orden del universo creado: nos referimos a la posibilidad y a la permisión, en el gobierno providente de Dios, del mal moral en las personas creadas.

Por ser el mal una privación de perfección, su sujeto es siempre algo entitativo y bueno. Así como sólo enferman y mueren los vivientes, así sólo pecan los sujetos espirituales que, por ser creados a imagen y semejanza divina, están ordenados a asemejarse a Dios y a unirse con Él en la felicidad, que consiste en la contemplación y el amor del Bien divino.

Esta aportación no está centrada en el tema teológico de la permisión del pecado y en las preguntas sobre la ordenación de esta misma permisión a que los hombres se salven por el ejercicio sobreabundante de la misericordia salvífica de Dios, como encontramos muchas veces afirmado en la Sagrada Escritura. Lo que aquí tratamos es cómo la estructura de un sujeto espiritual finito hace, diríamos, metafísicamente posible que el acto electivo de la voluntad -es decir, la actuación del libre albedrío de las personas creadas- pueda ejercerse privado del orden al fin último y siendo, por tanto, principio de actos personales moralmente malos, de pecados angélicos o humanos.

Santo Tomás trata de esta cuestión en forma muy coherente con su metafísica de la trascendentalidad del bien y del carácter privativo del mal y atendiendo a todas las direcciones que, de acuerdo con esta doctrina, no sólo niegan la substancialidad del mal en cuanto tal, sino también su carácter de causa en todas las líneas de la causalidad, sin reconocer más que la posibilidad de una causación “accidental” o “deficiente” en la línea de su efectuación en un sujeto bueno en su naturaleza.

Santo Tomás sostiene fundadamente que la causa del mal como privación es siempre algo bueno. Veamos la objeción que se plantea a esta tesis en la Cuestiones Disputadas De malo, Qu. 1, artº 3, que lleva por título este enunciado: “Si lo bueno es causa de lo malo”. He aquí la objeción que Santo Tomás plantea contra la tesis de que la causa del mal es el bien, en el sentido de que todo lo que es entidad y perfección en un ente afectado por la privación en que el mal consiste ha de ser referido a un único principio bueno, al Dios creador, al que de ningún modo podemos contraponer un primer principio eficiente del mal:

“Si lo bueno en cuanto deficiente, en acto o en potencia, es causa del mal, se sigue que Dios, que de ningún modo es deficiente ni actual ni potencialmente, no puede ser causa del mal. Pero esto es contrario a lo que leemos en Isaías, cap. 45, nº 7, “Yo soy el Señor y no hay otro (el que forma la luz y crea las tinieblas, el que causa la paz y el que crea lo malo. Yo soy el Señor que hace todas estas cosas – texto anti- mazdeísta)”. Y en el profeta Amos 3, 6: “No hay mal en la ciudad que no lo haya hecho Dios. Luego el bien no puede ser causa del mal en cuanto deficiente”.

A esta objeción responde Santo Tomás que no es necesario que el bien, que es causa del mal accidentalmente, sea un bien deficiente. Así Dios es causa del mal de pena pero, al castigar, no intenta crear el mal en el castigado, sino el bien del orden de la justicia en las cosas del universo.

Santo Tomás da una decisiva explicación de la realidad del mal totalmente opuesta a la “divinización” de un principio malo, causa de todos los males, lo que, por otra parte, excluiría de poder ser dañados por el mal los entes “buenos”, con lo que, como advirtió San Agustín, el mal no dañaría y sólo estaría allí donde debe estar.

Sólo puede ser causa de error una actividad intelectual en cuanto deficiente. Si buscásemos la causa del error que es el mal en el orden de la inteligencia, o en objetos que se ofrecen a nuestro conocimiento, o en alguna actividad agente contraria y opuesta a la luz intelectual que es nuestro entendimiento agente, los juicios erróneos vendrían a ser según la naturaleza propia de la facultad cognoscitiva y del objeto o de aquella supuesta “oscuridad activa”. La verdad y el error estarían, así, distribuidos en el orden de las inteligencias creadas de modo que los juicios verdaderos o erróneos serían los adecuados a la naturaleza y al modo de ser de cada sujeto cognoscente.

La doctrina expuesta por Santo Tomás para explicar la obra moralmente mala, efectuada por el sujeto finito dotado de libre albedrío, ha sido admirablemente analizada por prestigiosos tomistas del siglo XX. De admirable congruencia con lo que está al alcance de nuestra experiencia humana, las propuestas de Santo Tomás -incluso de modo sorprendente las que formula hipotéticamente sobre el proceso y actitud que conducen al pecado de los ángeles- ofrecen la posibilidad de una reflexión oportuna y admirable sobre el sentido del mal en la vida humana personal y social.

Advirtamos, previamente, que “querer el mal no es la libertad, ni parte de la misma, aunque venga a ser como un signo de la libertad”. El pecado no tiene su fuente esencial en el libre albedrío humano, en cuyo caso el mal moral pertenecería, necesariamente, al orden de la operaciones humanas, pero viene a ser como un signo de la libertad de albedrío en cuanto que éste radica en la persona en cuanto es señora de sus actos, por lo cual, precisamente, por el libre albedrío es la persona sujeto de mérito y de demérito. Sería contradictorio hablar de mal moral si lo atribuyésemos a un encadenamiento necesario de sus causas psicológicas, en cualquier orden en que se quisiese explicar este determinismo.

La persona creada, finita, en cuanto dotada de libre albedrío, que está ordenada al bien, puede, no obstante, elegir según una deficiencia por la que el libre albedrío viene a ser sujeto activo de un acto moralmente malo. Si Santo Tomás puede decir que el obrar mal, aun no perteneciendo a la libertad de la voluntad, es como un signo de dicha libertad es porque sólo por el libre albedrío es dueño de sus actos y, por lo mismo, sujeto moral, capaz de mérito en el supuesto de la realización perfecta de sus deliberaciones y elecciones, y sujeto de culpa si éstas carecen del orden debido, carencia de orden de la cual es él responsable por su libertad de albedrío. Pero si de aquí dedujéramos una destinación esencial del libre albedrío al pecado nos contradiríamos internamente, porque, en tal caso, no podría ningún acto libre ser culpable.

Leamos ahora a Santo Tomás:

“Es manifiesto que lo sensiblemente deleitable mueve la voluntad del adúltero y la atrae a deleitarse con exclusión del orden racional y de la Ley divina; en lo que consiste el mal moral. Si fuese de tal manera esto que la voluntad recibiese necesariamente este atractivo, el movimiento de la voluntad sería idéntico al movimiento natural necesario. Pero no es así; porque por más que lo sensible exterior atraiga, está, sin embargo, en la potestad de la voluntad aceptar o no aceptar tal atractivo; por lo cual, del mal que se sigue de aceptarlo no es causa lo que mueve como deleitable, sino más bien la voluntad misma, la cual es causa del mal según los modos antes dichos, es decir, accidentalmente y deficientemente; accidentalmente en cuanto la voluntad es llevada a algo que es bueno de alguna manera; y como deficiente en cuanto en la voluntad tenemos que preconsiderar algún defecto anterior a la misma elección deficiente, por la cual elige mal.

Lo cual se pone en evidencia así: en todas las cosas una de las cuales debe ser regla y medida de la otra, lo bueno en lo regulado y medido proviene de su regulación y conformación a su regla y medida; lo malo, por el contrario, por no ser regulado o medido. Por lo cual, si algún artífice que deba cortar rectamente un madero, según alguna regla, si no corta rectamente esta mala incisión será causada por el defecto de que el artífice no tenía actualmente la regla y la medida. Análogamente, el deleite y cualquier otra cosa en las cosas humanas, ha de ser medido y regulado según la regla de la recta razón y de la Ley divina.

Por lo cual, no usar de esta regla de la razón y de la Ley divina lo hemos de entender, en la voluntad, como anterior a la elección desordenada. Pero del no usar de la regla no hay que buscar causa alguna; porque para esto basta la misma libertad de la voluntad por la cual puede obrar o no obrar. El no atender actualmente a la regla no es malo ni culpa ni pena; porque el alma humana no está obligada ni puede dirigir su atención siempre, en acto, a tal regla; pero tiene sentido de culpa, primeramente, cuando sin tal actual consideración de la regla procede a elegir; así como un artífice no hace mal su obra por no tener siempre consigo la medida, sino por cuanto, no teniendo la medida, procede a la incisión; análogamente, la culpa de la voluntad no consiste en que no atienda en acto a la regla de la razón o de la Ley divina, sino en que, no considerando tal regla o medida, procede a elegir; de aquí es que San Agustín afirme (Libro XII De Civitate Dei, cap. 7) que la voluntad es causa del pecado en cuanto es deficiente; pero aquel defecto lo compara al silencio y las tinieblas, por cuanto aquel defecto es sólo una negación” (De malo, Qu. 1, artº 3, in c.).

Tiene, pues, carácter negativo y no privativo la no actual consideración del fin, hecha posible por la misma potencialidad en el orden cognoscitivo de la persona creada por su misma finitud entitativa. Dios no nos hace ignorantes por habernos hecho capaces de conocer, ni nos hace pecadores por habernos dado el libre albedrío por el cual somos dueños de nuestros actos. El que podamos actuar actualmente privados de la atención al orden al fin último no excluye este acto malo del dominio divino ni, por tanto, podemos excluir lo que tiene de positivo y entitativo del poder divino creador y providente. El principio “ningún agente creado influye en el ser de un efecto cualquiera sin recibir una moción por parte de la causa primera”, expresado en la última parte de la vigésimo cuarta de las veinticuatro tesis tomistas (DS nº 3624), es incluido en el nuevo Catecismo con esta precisión:

“Es una verdad inseparable de la fe en Dios creador. Dios actúa en las obras de sus criaturas: es la causa primera que opera en y por las causas segundas. “Dios es quien obra en nosotros el querer y el obrar, según su beneplácito (Phil. 2, 13; I Cor. 12, 6, Cat. nº 368).

Al decir que es una verdad inseparable de la fe presupone que no pertenece, en sí misma, al misterio revelado. Es, por tanto, una verdad filosófica conexa con la fe, de las que no pueden negarse sin riesgo próximo de negar o alterar en su contenido la fe misma.

Supuesta la inconsistencia de cualquiera univocación entre la operación de la causa primera en y por la causa segunda, y la operación de la misma causa segunda, es un sin sentido afirmar la operación libre de la criatura como efecto de una concurrencia en que “ni la causa primera influye en la causa segunda ni ésta en la primera”.

Pero mientras los actos malos sólo “materialmente” (es decir, no en cuanto privados de bien, sino en cuanto partícipes de la entidad) podemos atribuirlos a la causa divina, no ocurre lo mismo con los actos buenos, porque “toda dádiva buena y todo don perfecto desciende del Padre de las luces, en el cual no existe vaivén ni oscurecimiento, efecto de la variación” (Iac.1, 17).

De aquí que Santo Tomás juzgue desacertado los planteamientos de quienes

“parecen distinguir entre lo que viene de la gracia y lo que viene del libre albedrío, como si no pudiese venir lo mismo de lo uno y de lo otro” (S.Th. Iª Qu. 23, artº 5, in c.).

Necesariamente hemos de atribuir a la operación del libre albedrío el acto meritorio del hombre viador, pues sin él es inconcebible e irrealizable el mérito, así como es igualmente irrealizable sin reconocer la operación eficaz de la gracia sobre la voluntad humana cuando ésta obra bien.

Escribió Billuart (De Deo dissertatio, V): “Que la gracia es eficaz por sí misma e intrínsecamente, con independencia (con anterioridad) de la cooperación de la criatura, lo enseñamos los tomistas como un dogma teológico íntimamente conexo con los principios de la fe y próximo a la definibilidad”.

Precisamente porque hay que atribuir a la voluntad salvífica de Dios el bien obrar en las criaturas angélicas y humanas, hemos de reconocer la permisión del mal moral, del pecado, en el universo. Leemos en el Catecismo:

“Dios no es, de ninguna manera, ni directa ni indirectamente, causa del mal moral. Sin embargo, lo permite respetando la libertad de albedrío de su criatura y, misteriosamente, sabe sacar del mal el bien. Afirma San Agustín: “El Dios Todopoderoso, soberanamente bueno, no permitiría jamás que en sus obras existiera algún mal si Él no fuera suficientemente poderoso y bueno para hacer surgir el bien del mismo mal” (Enchiridion 11, 3) (Cat. nº 311).

Por la intención predominantemente filosófica de estas aportaciones, no voy a entrar en el misterio supremo de la permisión del mal y de los designios misericordiosos de Dios Salvador nuestro. Quiero completar, en cambio, la atención prestada a la espléndida explicación de Santo Tomás sobre la posibilidad, diríamos metafísica, de que la persona finita quiera y obre el mal; la tengo por rigurosa y precisa en lo ontológico y profundamente orientadora y sutilmente penetrante en lo antropológico, de manera muy especial en las hipótesis formuladas por Santo Tomás sobre cómo vino a darse la rebelión contra Dios en los espíritus puros, los ángeles; por estar su entendimiento intrínsecamente actuado por la intuición intelectual de su propia esencia y la posesión connatural de especies inteligibles, su pensamiento no es discursivo, ni es, por tanto, propiamente deliberativo el juicio práctico asumido en su elección libre.

¿Cómo pudo darse la elección desordenada que les situó en el enfrentamiento y rebeldía ante el creador en aquellos entes angélicos que se transformaron en demonios, enemigos de Dios y dedicados a la tentación sobre los hombres para apartar a éstos también de la sumisión y obediencia a Dios?

Santo Tomás responde formulando una doble hipótesis sobre el misterio de la voluntad angélica, inalcanzable por la experiencia humana pero que él sabe conjeturar de una forma sobrecogedoramente coherente con lo que, en el mal moral humano, está en la cima de la dimensión del pecado -no efecto de la debilidad, del desorden de las pasiones sensibles- sino efecto de la malicia que proviene de la soberbia, un pecado intelectual:

“En sus afectos, sólo pudieron darse en los ángeles malos aquellos pecados que provienen del afecto a cosas espirituales. En los bienes espirituales no puede darse pecado en cuanto que alguien es por ellos afectado, sino en cuanto que, por tal afecto, no se conserva la regla superior al ángel; y esto es un pecado de soberbia. Porque el primer pecado del ángel no pudo ser otro que la soberbia pero, conscientemente, pudo darse también en ellos la envidia, pues el envidioso se duele del bien de los otros en cuanto estima esto como impedimento de su bien, lo cual sólo tiene sentido en cuanto se sentía deseoso de una excelencia singular” (S.Th.Iª, Qu. 63, artº 2, in c.).

Este pecado de soberbia, del que proviene la envidia por la que un sujeto intelectual desea una excelencia singular, se funda, pues, en el amor de sí mismo, complacido por la propia excelencia de la sustancia espiritual que constituye la persona. Este amor propio pudo llevar al ángel a la rebelión y al odio contra Dios en cualesquiera de las dos líneas sugeridas por Santo Tomás para explicar en qué sentido el ángel apeteció ser igual a Dios:

“Apeteció indebidamente ser semejante a Dios porque apeteció como fin último constitutivo de su felicidad aquello a que podía llegar en virtud de sus fuerzas naturales, apartando su apetito de una felicidad sobrenatural que proviene de la gracia de Dios. O bien, si apeteció como último fin aquella semejanza de Dios que se nos da por la gracia, quiso tener esto por virtud de su naturaleza y no por el divino auxilio según que había sido dispuesto por Dios. Por esto, San Anselmo dice que el demonio apeteció aquello mismo a que hubiese llegado si no hubiese pecado. Estas dos cosas, de algún modo, vienen a lo mismo porque, en todo caso, el ángel hubiera apetecido la felicidad última poseída por sí mismo, lo cual es propio de Dios”. (S. Th. Iª, Qu. 63, artº 3, in c.).

En nuestro mundo contemporáneo, en que vivimos inmersos en el envenenamiento ejercido sobre los adolescentes y los jóvenes, rebeldes contra sus padres y sus educadores, y en que todos los conflictos entre clases sociales y “géneros” están nutridos por la aduladora invitación a la auto-realización, que impregna los medios de comunicación, la literatura, el cine, la televisión y nos atreveríamos a decir, por desgracia, algunas desviaciones pretendidamente pastorales, podemos admirar la profunda y profética anticipación de San Anselmo y de Santo Tomás de Aquino que supusieron, en los ángeles rebeldes, la aptitud que, por su influencia sobre la humanidad contemporánea, viene a presentarse como la proporcionada y adecuada a nuestra humanidad en su progreso cultural y educativo.

El texto de Santo Tomás nos puede también sugerir una reflexión sobre el influjo de una voluntad desordenada por la soberbia en la opción intelectual radicalmente errónea de algunas herejías: el naturalismo pelagiano es análogo a aquel no querer reconocer como fin último algo que exija un auxilio divino superior al orden de la naturaleza humana; otras posiciones, como la de Bayo, que han considerado el orden sobrenatural como natural al hombre y exigido por su misma creación (DS nº 1921 y 1924) son análogas al deseo de alcanzar la felicidad como connatural al hombre y no debida a una gracia divina.

Por haberse desarrollado la polémica contra esta segunda línea de error herético en la escolástica post-tridentina con planteamientos y terminología –el estado de pura naturaleza- que parecen, en gran parte, posteriores a Santo Tomás, ha habido, en algunos autores, la tendencia a suponer a éste totalmente ajeno a esta teología “antibayonista”. El hecho es que Santo Tomás, que afirma explícitamente “Dios hubiese podido crear al hombre en las puras condiciones naturales” (Quod libetum primum Qu. 4, artº 4, in c.), no podría ser entendido en su admirable doctrina sobre el pecado de los ángeles sin admitir la estricta sobrenaturalidad en el sentido de no exigencia por la naturaleza de los dones que hacen a un entendimiento creado capaz de alcanzar la posesión de Dios en la visión inmediata de la divina esencia.

Francisco Canals Vidal