Enseñanzas del papa Benedicto XVI
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI Colonia Explanada de Marienfeld Domingo 21 de agosto de 2005 XX JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD
VIAJE APOSTÓLICO A
COLONIA
CON MOTIVO DE LA XX JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD
SANTA MISA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Colonia - Explanada de
Marienfeld
Domingo 21 de agosto de 2005
Palabras del Papa Benedicto XVI al inicio de la solemne concelebración
Querido cardenal Meisner;
queridos jóvenes:
Quisiera agradecerte cordialmente, querido hermano en el
episcopado, tus conmovedoras palabras, que nos introducen tan
oportunamente en esta celebración litúrgica. Habría querido
recorrer en el coche descubierto toda la explanada, a lo largo y
a lo ancho, para estar lo más cerca posible de cada uno.
El mal estado de los pasillos no lo ha permitido. Pero os saludo
a cada uno de todo corazón. El Señor ve y ama a cada persona.
Todos juntos formamos la Iglesia viva y damos gracias al Señor
por esta hora en la que nos dona el misterio de su presencia y la
posibilidad de estar en comunión con él.
Todos sabemos que somos imperfectos, que no podemos ser para él
una casa adecuada. Por eso comenzamos la santa misa
recogiéndonos y rogando al Señor que elimine en nosotros todo
lo que nos separa de él y lo que nos separa unos de otros, y
así nos conceda celebrar dignamente los santos misterios.
* * * * * *
Queridos jóvenes:
Ante la sagrada Hostia, en la cual Jesús se ha hecho pan para
nosotros, que interiormente sostiene y nutre nuestra vida (cf. Jn
6, 35), comenzamos ayer por la tarde el camino interior de la
adoración. En la Eucaristía la adoración debe llegar a ser
unión. Con la celebración eucarística nos encontramos en
aquella "hora" de Jesús, de la cual habla el evangelio
de san Juan. Mediante la Eucaristía, esta "hora" suya
se convierte en nuestra hora, su presencia en medio de nosotros.
Junto con los discípulos, él celebró la cena pascual de Israel,
el memorial de la acción liberadora de Dios que había guiado a
Israel de la esclavitud a la libertad. Jesús sigue los ritos de
Israel. Pronuncia sobre el pan la oración de alabanza y
bendición. Sin embargo, sucede algo nuevo. Da gracias a Dios non
solamente por las grandes obras del pasado; le da gracias por la
propia exaltación que se realizará mediante la cruz y la
Resurrección, dirigiéndose a los discípulos también con
palabras que contienen el compendio de la Ley y de los Profetas:
"Esto es mi Cuerpo entregado en sacrificio por vosotros.
Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi Sangre". Y
así distribuye el pan y el cáliz, y, al mismo tiempo, les
encarga la tarea de volver a decir y hacer siempre en su memoria
aquello que estaba diciendo y haciendo en aquel momento.
¿Qué está sucediendo? ¿Cómo Jesús puede repartir su Cuerpo
y su Sangre? Haciendo del pan su Cuerpo y del vino su Sangre,
anticipa su muerte, la acepta en lo más íntimo y la transforma
en una acción de amor. Lo que desde el exterior es violencia
brutal ?la crucifixión?,
desde el interior se transforma en un acto de un amor que se
entrega totalmente. Esta es la transformación sustancial que se
realizó en el Cenáculo y que estaba destinada a suscitar un
proceso de transformaciones cuyo último fin es la
transformación del mundo hasta que Dios sea todo en
todos (cf. 1 Co 15, 28). Desde siempre todos los
hombres esperan en su corazón, de algún modo, un cambio, una
transformación del mundo. Este es, ahora, el acto central de
transformación capaz de renovar verdaderamente el mundo:
la violencia se transforma en amor y, por tanto, la muerte en
vida. Dado que este acto convierte la muerte en amor, la muerte
como tal está ya, desde su interior, superada; en ella está ya
presente la resurrección. La muerte ha sido, por así decir,
profundamente herida, tanto que, de ahora en adelante, no puede
ser la última palabra.
Esta es, por usar una imagen muy conocida para nosotros, la
fisión nuclear llevada en lo más íntimo del ser; la victoria
del amor sobre el odio, la victoria del amor sobre la muerte.
Solamente esta íntima explosión del bien que vence al mal puede
suscitar después la cadena de transformaciones que poco a poco
cambiarán el mundo. Todos los demás cambios son superficiales y
no salvan. Por esto hablamos de redención: lo que desde lo
más íntimo era necesario ha sucedido, y nosotros podemos entrar
en este dinamismo. Jesús puede distribuir su Cuerpo, porque se
entrega realmente a sí mismo.
Esta primera transformación fundamental de la violencia en amor,
de la muerte en vida lleva consigo las demás transformaciones.
Pan y vino se convierten en su Cuerpo y su Sangre. Llegados a
este punto la transformación no puede detenerse, antes bien, es
aquí donde debe comenzar plenamente. El Cuerpo y la Sangre de
Cristo se nos dan para que también nosotros mismos seamos
transformados. Nosotros mismos debemos llegar a ser Cuerpo de
Cristo, sus consanguíneos. Todos comemos el único pan, y esto
significa que entre nosotros llegamos a ser una sola cosa. La
adoración, como hemos dicho, llega a ser, de este modo, unión.
Dios no solamente está frente a nosotros, como el totalmente
Otro. Está dentro de nosotros, y nosotros estamos en él. Su
dinámica nos penetra y desde nosotros quiere propagarse a los
demás y extenderse a todo el mundo, para que su amor sea
realmente la medida dominante del mundo. Yo encuentro una
alusión muy bella a este nuevo paso que la última Cena nos
indica con la diferente acepción de la palabra "adoración"
en griego y en latín. La palabra griega es proskynesis.
Significa el gesto de sumisión, el reconocimiento de Dios
como nuestra verdadera medida, cuya norma aceptamos seguir.
Significa que la libertad no quiere decir gozar de la vida,
considerarse absolutamente autónomo, sino orientarse según la
medida de la verdad y del bien, para llegar a ser, de esta manera,
nosotros mismos, verdaderos y buenos. Este gesto es necesario,
aun cuando nuestra ansia de libertad se resiste, en un primer
momento, a esta perspectiva. Hacerla completamente nuestra sólo
será posible en el segundo paso que nos presenta la última Cena.
La palabra latina para adoración es ad-oratio, contacto
boca a boca, beso, abrazo y, por tanto, en resumen, amor. La
sumisión se hace unión, porque aquel al cual nos sometemos es
Amor. Así la sumisión adquiere sentido, porque no nos impone
cosas extrañas, sino que nos libera desde lo más íntimo de
nuestro ser.
Volvamos de nuevo a la última Cena. La novedad que allí se
verificó, estaba en la nueva profundidad de la antigua oración
de bendición de Israel, que ahora se hacía palabra de
transformación y nos concedía el poder participar en la "hora"
de Cristo. Jesús no nos ha encargado la tarea de repetir la Cena
pascual que, por otra parte, en cuanto aniversario, no es
repetible a voluntad. Nos ha dado la tarea de entrar en su "hora".
Entramos en ella mediante la palabra del poder sagrado de la
consagración, una transformación que se realiza mediante la
oración de alabanza, que nos sitúa en continuidad con Israel y
con toda la historia de la salvación, y al mismo tiempo nos
concede la novedad hacia la cual aquella oración tendía por su
íntima naturaleza.
Esta oración, llamada por la Iglesia "plegaria eucarística",
hace presente la Eucaristía. Es palabra de poder, que transforma
los dones de la tierra de modo totalmente nuevo en la donación
de Dios mismo y que nos compromete en este proceso de
transformación. Por eso llamamos a este acontecimiento
Eucaristía, que es la traducción de la palabra hebrea beracha,
agradecimiento, alabanza, bendición, y asimismo
transformación a partir del Señor: presencia de su "hora".
La hora de Jesús es la hora en la cual vence el amor. En otras
palabras: es Dios quien ha vencido, porque él es Amor. La
hora de Jesús quiere llegar a ser nuestra hora y lo será, si
nosotros, mediante la celebración de la Eucaristía, nos dejamos
arrastrar por aquel proceso de transformaciones que el Señor
pretende. La Eucaristía debe llegar a ser el centro de nuestra
vida.
No se trata de positivismo o ansia de poder, cuando la Iglesia
nos dice que la Eucaristía es parte del domingo. En la mañana
de Pascua, primero las mujeres y luego los discípulos tuvieron
la gracia de ver al Señor. Desde entonces supieron que el primer
día de la semana, el domingo, sería el día de él, de Cristo.
El día del inicio de la creación sería el día de la
renovación de la creación. Creación y redención caminan
juntas. Por esto es tan importante el domingo. Está bien que hoy,
en muchas culturas, el domingo sea un día libre o, juntamente
con el sábado, constituya el denominado "fin de semana"
libre. Pero este tiempo libre permanece vacío si en él no está
Dios.
Queridos amigos, a veces, en principio, puede resultar incómodo
tener que programar en el domingo también la misa. Pero si
tomáis este compromiso, constataréis más tarde que es
exactamente esto lo que da sentido al tiempo libre. No os dejéis
disuadir de participar en la Eucaristía dominical y ayudad
también a los demás a descubrirla. Ciertamente, para que de esa
emane la alegría que necesitamos, debemos aprender a
comprenderla cada vez más profundamente, debemos aprender a
amarla. Comprometámonos a ello, ¡vale la pena!
Descubramos la íntima riqueza de la liturgia de la Iglesia y su
verdadera grandeza: no somos nosotros los que hacemos
fiesta para nosotros, sino que es, en cambio, el mismo Dios
viviente el que prepara una fiesta para nosotros. Con el amor a
la Eucaristía redescubriréis también el sacramento de la
Reconciliación, en el cual la bondad misericordiosa de Dios
permite siempre iniciar de nuevo nuestra vida.
Quien ha descubierto a Cristo debe llevar a otros hacia él. Una
gran alegría no se puede guardar para uno mismo. Es necesario
transmitirla. En numerosas partes del mundo existe hoy un
extraño olvido de Dios. Parece que todo marche igualmente sin
él. Pero al mismo tiempo existe también un sentimiento de
frustración, de insatisfacción de todo y de todos. Dan ganas de
exclamar: ¡No es posible que la vida sea así!
Verdaderamente no. Y de este modo, junto al olvido de Dios existe
como un "boom" de lo religioso. No quiero desacreditar
todo lo que se sitúa en este contexto. Puede darse también la
alegría sincera del descubrimiento. Pero, a menudo la religión
se convierte casi en un producto de consumo. Se escoge aquello
que agrada, y algunos saben también sacarle provecho. Pero la
religión buscada a la "medida de cada uno" a la postre
no nos ayuda. Es cómoda, pero en el momento de crisis nos
abandona a nuestra suerte. Ayudad a los hombres a descubrir la
verdadera estrella que nos indica el camino: Jesucristo.
Tratemos nosotros mismos de conocerlo cada vez mejor para poder
guiar también, de modo convincente, a los demás hacia él. Por
esto es tan importante el amor a la sagrada Escritura y, en
consecuencia, conocer la fe de la Iglesia que nos muestra el
sentido de la Escritura. Es el Espíritu Santo el que guía a la
Iglesia en su fe creciente y la ha hecho y hace penetrar cada vez
más en las profundidades de la verdad (cf. Jn 16, 13). El
Papa Juan Pablo II nos ha dejado una obra maravillosa, en la cual
la fe secular se explica sintéticamente: el Catecismo
de la Iglesia católica. Yo mismo, recientemente, he
presentado el Compendio de ese Catecismo, que ha sido
elaborado a petición del difunto Papa. Son dos libros
fundamentales que querría recomendaros a todos vosotros.
Obviamente, los libros por sí solos no bastan. Construid
comunidades basadas en la fe. En los últimos decenios han nacido
movimientos y comunidades en los cuales la fuerza del Evangelio
se deja sentir con vivacidad. Buscad la comunión en la fe como
compañeros de camino que juntos continúan el itinerario de la
gran peregrinación que primero nos señalaron los Magos de
Oriente. La espontaneidad de las nuevas comunidades es importante,
pero es asimismo importante conservar la comunión con el Papa y
con los obispos. Son ellos los que garantizan que no se están
buscando senderos particulares, sino que a su vez se está
viviendo en aquella gran familia de Dios que el Señor ha fundado
con los doce Apóstoles.
Una vez más, debo volver a la Eucaristía. "Porque aun
siendo muchos, somos un solo pan y un solo cuerpo, pues todos
participamos de un solo pan", dice san Pablo (1 Co 10,
17). Con esto quiere decir: puesto que recibimos al mismo
Señor y él nos acoge y nos atrae hacia sí, seamos también una
sola cosa entre nosotros. Esto debe manifestarse en la vida. Debe
mostrarse en la capacidad de perdón. Debe manifestarse en la
sensibilidad hacia las necesidades de los demás. Debe
manifestarse en la disponibilidad para compartir. Debe
manifestarse en el compromiso con el prójimo, tanto con el
cercano como con el externamente lejano, que, sin embargo, nos
atañe siempre de cerca.
Existen hoy formas de voluntariado, modelos de servicio mutuo, de
los cuales justamente nuestra sociedad tiene necesidad urgente.
No debemos, por ejemplo, abandonar a los ancianos en su soledad,
no debemos pasar de largo ante los que sufren. Si pensamos y
vivimos en virtud de la comunión con Cristo, entonces se nos
abren los ojos. Entonces no nos adaptaremos más a seguir
viviendo preocupados solamente por nosotros mismos, sino que
veremos dónde y cómo somos necesarios. Viviendo y actuando así
nos daremos cuenta bien pronto que es mucho más bello ser
útiles y estar a disposición de los demás que preocuparse
sólo de las comodidades que se nos ofrecen. Yo sé que vosotros
como jóvenes aspiráis a cosas grandes, que queréis
comprometeros por un mundo mejor. Demostrádselo a los hombres,
demostrádselo al mundo, que espera exactamente este testimonio
de los discípulos de Jesucristo y que, sobre todo mediante
vuestro amor, podrá descubrir la estrella que como creyentes
seguimos.
¡Caminemos con Cristo y vivamos nuestra vida como verdaderos
adoradores de Dios! Amén.
© Copyright 2005 - Libreria Editrice Vaticana