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17 ACTUALIDAD TEOLÓGICA DE SANTO TOMAS

Francisco Canals Vidal

Al hablar de la actualidad de la doctrina de Santo Tomás no pensamos en la presencia anecdótica y superficial de lo que está de moda en un momento dado; no nos referimos a la frecuencia con que los temas relacionados con su doctrina puedan convertirse en objeto de "habladuría", o situarse en el plano en el que se dice de algo que "es noticia", Lo que es de moda en un momento está ya pasando de moda, y aquello de que se ocupan las habladurías o que se constituye en noticia es, en muchos casos, un aspecto 'parcial de algo inadecuadamente entendido y captado superficialmente.

Queremos reflexionar sobre las razones de la vigencia perenne del pensamiento del Doctor Angélico, y comprender también el sentido de su adecuación a las necesidades más íntimas de la humanidad contemporánea. No se pueden tomar como criterio de referencia, o aceptar como objeción contra la actualidad que afirmamos, las reacciones hostiles que tan fácilmente se captan en el ambiente. Tales reacciones, y la intención misma de los contemporáneos anti-tomismos, vienen a ser más bien un signo que permite comprender mejor aquella actualidad profunda e intrínseca a que nos referimos.

No entendemos por actualidad teológica en nuestras reflexiones algo que se refiere a lo académico o bibliográfico sobre las disciplinas teológicas en el día de hoy. Tomamos el término en un sentido más amplio, 'pero también más esencial, de manera que nuestra, reflexión se dirija al mensaje de Santo Tomás de Aquino en cuanto está presente en la conciencia cristiana a través de los caminos de su multiforme y secular influencia en la vida y en el pensamiento.

Obstaculiza la aceptación de esta actualidad del pensamiento de Santo Tomás la "cronolatría" característica del modernismo y el progresismo teológico, conexa con las posiciones de un relativismo historicista. Se hace imposible admitir la actualidad de una doctrina elaborada en el siglo XIII, condicionada, según se da por supuesto; por las circunstancias y limitaciones de aquel determinado momento histórico.

Desde estos planteamientos es interpretada como un error de perspectiva la misma idea de un sistema teológico-filosófico tomista, que hubiese incorporado la filosofía aristotélica al pensamiento cristiano, y pretendiese tener un valor perenne. Se ha afirmado incluso que no podría comprenderse la actitud de Santo Tomás "como una opción por el aristotelismo, lo que responderá sólo a las circunstancias de un tiempo, sino como un ejemplo, y éste sí, de valor permanente, opción por la cultura humana.

Desde este punto de vista no habría ya ninguna razón esencial para adherirse hoy a la enseñanza de Santo Tomás, ni en lo teológico, ni en lo metafísico procedería, por el contrario una disponibilidad, para recibir e incorporar a una visión cristiana del mundo y de la vida las diversas y cambiantes filosofías de nuestro tiempo.

Quienes hablan así contradicen la e1 enseñanza del magisterio, que en la encíclica Humani generis afirma que "es absolutamente falso que la fe cristiana pueda conci1iarse con cualquier filosofía"; y desconocen por lo mismo la existencia de aquel “patrimonio filosófico perennemente válido" de que habla el Concilio Vaticano, y cuya elaboración la Iglesia jerárquica ha atribuido insistentemente con una singular primacía, a Santo Tomás de Aquino.

Es digno de notarse que los mismos sostenedores de este relativismo filosófico, que lleva hasta conmover y arruinar toda teología "especulativa", sumergida en e1 torbellino de cambiantes y contradictorias filosofías, acusan a Santo Tomás de haber contaminado el pensamiento cristiano con elementos extrínsecos, tomados de la filosofía griega. Es decir, que desde el mismo campo en que se practica un total racionalismo teológico se acusa al tomismo de contagiar, por su aristotelismo, la comprensión cristiana del hombre con concepciones ajenas a la revelación bíblica.

En, los últimos siglos medieva1es, y como efecto de la crisis expresada en el nominalismo, se planteó ya la tensión y antítesis que, en nombre de la teología positiva, bíblica y patrística, se oponía a las grandes constituciones, sistemáticas de los doctores escolásticos del siglo XIII. Fue éste uno de los factores que prepararon la crisis luterana. En nuestros días la hostilidad a la escolás1tica, dirigida principalmente contra sus elementos metafísicos -secularmente incorporados a la especulación teológica con aprobación y estima del Magisterio, y aun a la misma formulación del dogma- es causa de desintegración de la fe, al quedar la palabra revelada sometida a las falsas filosofías que subyacen a los criterios hermenéuticos del modernismo; estas falsas filosofías son, por razón de su inmanentismo, constitutivamente incapaces de ponerse al servicio de la fe y armonizarse con ella, al modo corno pudo realizado la filosofía tradicional.

San Ignacio de Loyola comprendió en su tiempo, como una exigencia del recto sentir con la Iglesia, la estima hacia la teología escolástica; y el magisterio pontificio contemporáneo ha advertido la facilidad con que se recorre el camino desde el desprecio a la teología escolástica hacia la heterodoxia en el campo dogmático.

Nuestra reflexión quisiera constituir un esfuerzo para aquel "buscar razones" ignaciano en orden a la comprensión de la actitud de la Iglesia jerárquica hacia el magisterio teológico de Santo Tomás de Aquino, con lo que se pondría también en claro el resultado desintegrador de los sucesivos y diversos "antitomismos".

Comencemos por advertir que la escolástica es propia y primeramente una teología, que utiliza métodos e instrumentos racionales y metafísicos al servicio de la doctrina sagrada, y sometiéndolos, como a sus principios, a los artículos de la fe. Por esto la filosofía de los escolásticos fue siempre, desde San Anselmo hasta Suárez, servidora de la teología, y por lo mismo filosofía cristiana, como la calificó León XIII en la encíclica Aeterni Patris.

Pero 1a filosofía cristiana de los escolásticos tuvo un sentido bien diverso, como tal filosofía cristiana, que la que modernamente se ha querido construir como tal, pretendiendo abarcar por principios y métodos filosóficos, y como una exigencia inmanente a los mismos, la totalidad del misterio cristiano. El carácter cristiano de la filosofía de los grandes doctores escolásticos consiste precisamente en su limitación, en la conciencia de la incapacidad de entender racionalmente el misterio revelado, y en la necesaria aceptación de la primacía de la fe, a la que siempre se subordina todo esfuerzo racional.

Santo Tomás, como su mismo maestro Alberto de Colonia, fue principalmente teólogo, y no sólo “escolástico” sino también “positivo”. Pocas razones hacen verosímil la conjetura de que hubiese intentado realizar un esfuerzo de sistematización filosófica de haber tenido oportunidad para ello en la madurez de su vida. En sus últimos años le vemos interrumpir su tarea escolástica, dejando incompleta la tercera parte de la Summa Teológica, para ocuparse en e1 comentario de los Salmos y en una nueva redacción de su lectura sobre las epístolas de San Pablo. Por lo mismo, las opciones filosóficas de Santo Tomás, y concretamente su opción por el aristotelismo, han de ser .comprendidas precisamente como la opción de un teólogo por lo que juzga ser la verdad filosófica. Tratemos de comprender en qué sentido esta actitud de Santo Tomás se conexiona íntimamente con lo que es el núcleo más íntimo y esencial de la obra  teológica de1 Doctor Angélico; "La gracia no excluye la naturaleza, sino que la perfecciona; de aquí que es conveniente que 1a razón natural sirva a la fe, como la inclinación natural de nuestra voluntad sirve a la caridad" (1). Pero no sólo la gracia no es destructiva sino perfectiva de la naturaleza, sino que hay que afirmar por lo mismo que la naturaleza es el propio sujeto destinado a recibir la perfección comunicada por la gracia divina. "La fe presupone el conocimiento, natural, así como la gracia presupone la naturaleza, al modo como una perfección presupone lo que es perfectible" (2).

Este principio capital se apoya en el pensamiento de Santo Tomás, como en su fundamento más, esencial, en la teología elaborada con fidelidad admirable a la dogmática definida acerca de la Encarnación del Hijo del Dios: "Cristo, en cuanto que es hombre, es para nosotros el camino para ir hacia Dios" (3). "Por la Humanidad de Cristo nos ha sido conferida a los hombres la plenitud de la divinidad" (4). Esta comprensión armónica de la congruencia de la gracia con la naturaleza, en que se centra toda su "síntesis teológica, no ha de ser entendida como una innovación doctrinal, y mucho menos como una atenuación o desviación en su línea de fidelidad a la herencia recibida de San Agustín. Se hace incapaz de entender la obra del Doctor Angélico quien olvide que, en todo lo que San Agustín es el doctor de la gracia, el testigo de la fe católica frente al pelagianismo, en su enseñanza sobre la impotencia de la naturaleza humana herida por el pecado y la necesidad de la gracia para sanar esta naturaleza caída, Santo Tomás de Aquino es “el gran discípulo de San Agustín”, según se expresó la gran figura de la escuelaagustiniana, el cardenal Enrique Noris.

Si no se da minimización alguna de la primacía de la gracia de Cristo, tampoco hallamos en Santo Tomás tensión ni antinomia entre esta primacía y la tesis capital de la congruencia de la gracia con la naturaleza. Y esto precisamente en razón de la fidelidad en que se mueve la teología de Santo Tomás y sus instrumentos metafísicos respecto de la herencia agustiniana en su doctrina sobre el bien contra los maniqueos.

Frente a la sustantividad del mal y a la afirmación del carácter esencia1 y constitutivo de su enfrentamiento y contraposición al bien, característica de1 maniqueísmo, San Agustín había expuesto la doctrina, capital en la concepción católica de la realidad, de que el mal no es substancia o naturaleza, sino privación que daña a una naturaleza en sí misma buena.

El bien creado se constituye como participación a modo de vestigio o de imagen del bien divino. Toda naturaleza, supuesto el carácter privativo del mal, ha de ser reconocida como buena en sí misma. Es este un punto que perdió de vista precisamente la ruptura luterana, pero en el que está Santo Tomás de Aquino en la misma línea que San Agustín.

De aquí que la herida del pecado es una privación de la perfección que es también propia de la naturaleza. En el hombre caído la gracia no sólo le es necesaria para la elevación que le hace partícipe de la naturaleza divina, sino también para sanar su propia naturaleza de la privación y deficiencia del pecado. La gracia restaura, pues, la naturaleza, aun en su misma línea (5).

Santo Tomás se mantiene fielmente en la herencia de San Agustín en todos estos principios e incluso en el modo de armonizarlos, o por mejor decir, de comprenderlos en síntesis armónica: primacía de la gracia, bondad de la naturaleza, impotencia de 1a naturaleza sin la gracia incluso para su plena perfección natural. La nueva orientación dada al pensamiento cristiano por los grandes doctores, dominicos, San Alberto y Santo Tomás, puede definirse como la asunción bajo los principios del teocentrismo agustiniano y en modo alguno contra él, de concepciones sobre la naturaleza y el hombre, sobre el ser y el conocimiento, tomadas del pensamiento de Aristóteles, aunque renovados por Santo Tomás en una original síntesis metafísica. Esta síntesis podría ser considerada más bien como una nueva filosofía, que contiene además de las doctrinas aristotélicas profundamente transformadas en algunos puntos capitales, también los elementos nucleares del platonismo cristiano de San Agustín y del de la patrística griega recibida sobre todo por medio del pseudo Dionisio Aeropagita.

Quienes pretenden interpretar el esfuerzo que generó la síntesis teológico-metafísica de Santo Tomás, y que marcó un decisivo progreso en la interpretación cristiana de la realidad., como una contingencia accidental y anecdótica, efecto de circunstancias históricas, no caen en la cuenta de que Santo Tomás, muestra tener plena conciencia, que define en forma explícita, de la situación creada por la presencia en el mundo cristiano de su tiempo de la obra íntegra de Aristóteles, a la vez que de los sistemas de sus comentaristas árabes  y judíos.

Es un, error de perspectiva histórica concebir las filosofías emanatistas, de ascendencia neoplatónica, elaboradas por los grandes filósofos árabe y judíos como una "escolástica” islámica o mosaica, precursora de la escolástica cristiana. El paralelo con nuestro escolasticismo se daría en todo caso en escuelas teológicas como la de los motáziles islámicos; pero no en pensadores como Avicena, Averroes y Maimónides, cuya, actitud y mentalidad es más análoga a la de una reducción racionalista de las palabras del Corán o de la Biblia, que a la de la subordinación de la filosofía a la fe que es el carácter propio de la teología escolástica. Los grandes filósofos semíticos son más comparables a un Scoto Erígena o Hegel que a San Anselmo, San Buenaventura o Santo Tomás de Aquino.

El aristotelismo árabe, por la herencia recibida de las escuelas de traductores y comentaristas nestorianos, recibió concepciones derivadas fundamentalmente de Proclo y de Plotino, y que se presentaban con el acervo de la obra aristotélica, revestidas de su terminología e incluso expuestas en forma de comentario al Estagirita

La llegada al Occidente cristiano, a través de la escuela de traductores de Toledo, principalmente, de todo este conjunto complejo y desconocida, producía una situación en la que nos interesa definir dos dimensiones de especial significado histórico: llegaba por primera vez a las escuelas de la cristiandad occidental un sistema completo de visión racional, científica y fi1osóficas del mundo, que hasta entonces no había podido ser sino muy parcialmente utilizado por la teología católica; esta comprensión de la realidad venía confundida con unos sistemas estrictamente inmanentistas o intramundanos, cerrados al creacionismo; podría hablarse de un cosmocentrismo opuesto a la fe cristiana e incluso también a la herencia bíblica del Islam.

Con anterioridad, las grandes líneas de la metafísica cristiana habían sido desarrolladas en los siglos que van desde San Agustín hasta los primeros años del siglo XIII, en el contexto de la doctrina sagrada, de aquella sabiduría o filosofía cristiana entendida en el sentido unitario en que la había definido San Agustín.

Una sabiduría de sentido unitario, en la que no se discernían temáticamente los ámbitos de la fe y de la razón, y elaborada bajo la primacía de la fe, por el esfuerzo de la búsqueda de su inteligencia, según la formulación de San Anselmo.

Los movimientos de oposición a la fe se movieron en los primeros siglos medievales en el terreno mismo de la “teología” o ciencia sagrada; se trataba de una inversión de principio y de método, por la que se atribuía a la razón la primacía sobre la autoridad revelada, y esto en el campo mismo del misterio revelado.

Es significativa que "dialécticos" antitradicionales como Roscelin de Compiègne nos son conocidos únicamente por sus afirmaciones heréticas sobre el misterio trinitario. El caudal de que había de surgir la metafísica de Occidente en las grandes construcciones de la época de plenitud de la cristiandad medieval había avanzado durante los siglos anteriores por los cauces de la ciencia sagrada, y sólo en su menor parte procedía de la temática profesada en las escuelas de artes liberales por los cultivadores de la dialéctica. La común comprensión de la historia de la filosofía medieval que atribuye carácter de núcleo originario a la “cuestión de los universales”, ignora que el centro de gravedad de todo el pensamiento metafísico cristiano, cuya existencia sería inexplicable sin San Agustín y la patrística griega, estaba precisamente en su orientación hacia la fe y en su subordinación a la misma.

La recepción de Aristóteles y de sus comentaristas árabes y judíos modificaba radicalmente la situación. La facultad de artes liberales se encontraba en posesión de un completo sistema de comprensión filosófica del mundo, desde la que sus maestros tendían a tomar una actitud de emancipación, oponiendo la autoridad de los filósofos a la de los Santos Padres. La facultad de artes se convertía en facultad de "filosofía", aunque sólo después de muchos siglos y como efecto de la emancipación secularizadora del saber filosófico, que engendró una filosofía separada de la fe, había de producirse el cambio de nombre, se iniciaba ya, de hecho, en el averroísmo latino la corriente que pretendíaafirmar la autosuficiencia de la filosofía para explicar el sentido del mundo y de la vida.

El averroísmo latino es, pues, el precursor en el siglo XIII del enfrentamiento de la filosofía a la fe cristiana. Por lo mismo, la reacción tradicional ante aquellas visiones anticristianas del mundo se expresó en reafirmaciones de la autoridad de San Agustín y en una hostilidad más o menos intransigente frente a la nueva filosofía. El escándalo ante estas “tinieblas del aristotelismo” y la reivindicación del ejemplarismo de San Agustín tiene su más bella expresión en la obra de San Buenaventura.

Mientras esta antigua escolástica, para combatir el "averroísmo" recusaba gran parte del aristotelismo, atribuía al mismo Aristóteles las doctrinas negadoras de la creación, de la libertad de albedrío y de la inmortalidad del alma, y reafirmaba el platonismo agustiniano, Santo Tomás se movió, de modo consciente y explícito, en otra línea de convicciones, y expresó su actitud con palabras de ironía contenida pero inconfundible.

La reacción antiaristotélica de la antigua escolástica parecía confundir, en razón de su comprensión unitaria de la sabiduría cristiana, los elementos filosóficos integrados en el platonismo agustiniano y que Santo Tomás aceptó también en lo substancial con el mismo contenido de la fe, y exc1uir en nombre de esta identificación los elementos nuevamente aportados recibidos del aristotelismo. Frente a esto Santo Tomás recuerda que San Agustín había elaborado su filosofía cristiana afirmando la necesidad de admitir la verdad enseñada por los filósofos gentiles, y que a la vez había reconocido la exigencia de depurar la filosofía gentil de sus doctrinas erróneas incompatibles con la fe cristiana

El cristianismo puede, pues, aceptar lo que del platonismo tomó San Agustín, o por decirlo con más precisión y mayor fidelidad al pensamiento de Santo Tomás, debe ser aceptado, por tratarse de una verdad de orden racional y, por lo mismo, armónica con la fe. Y esto es así porque, como advierte Santo Tomás, "Agustín siguió a Platón hasta donde lo soporta la fe cristiana" (6).

Augustinus sequens Platonem quantum fides catholica patiebatur. Se reivindica así, con el ejemplo de San Agustín, el derecho y el deber del cristiano de seguir a Aristóteles dentro de los mismos límites y condiciones. Y no por eclecticismo, sino por fidelidad a la verdad de orden racional. Porque lo que Santo Tomás recibe de Aristóteles es aquello que entiende como necesario para la verdad cristiana frente a un grave error platónico incompatible con nuestra fe: "Porque es contrario a la fe afirmar que las esencias existen fuera de las cosas" (7).

En un inquietante pasaje del libro de San Agustín (Sobre 83 cuestiones diversas) leemos la negación de la existencia de la verdad en lo sensible, negación fundada en la falta de certeza, por su variabilidad y diversidad, de1 conocimiento por medio de los sentidos, y en la mutabilidad y corruptibilidad de las cosas que por ellos percibimos. San Agustín termina el pasaje con una invitación a convertirse al mundo firme y verdadero de las realidades inteligibles, esto es, a Dios (8).

El texto, que tomado en sí mismo y aisladamente sería una de las más radicales expresiones del platonismo, tiene por su misma rotundidad cierto carácter singular en la obra de San Agustín. Hay que reconocer, no obstante, que es coherente con la caracterización agustiniana de la verdad de la esencia, pensada siempre, no desde la actualidad del ser sino desde la inconmutabilidad y estabilidad que definen para el platonismo lo verdaderamente verdadero en lo que es.

Esta comprensión "ideal realista", o del realismo de las ideas o esencias, es la que Santo Tomás denuncia como incompatible con la fe. No acusa a San Agustín de haberla seguido, antes al contrario, señala en ella el límite que impedía que San Agustín siguiese en todo a Platón. Porque en un estricto platonismo la historia de la salvación quedaría constitutivamente desvalorada al ser relegada al mundo contingente y mutable de lo sensible. Todo el sentido literal e histórico de la Escritura -el fundamento verdadero de la historia, según se expresaría San Ignacio- no sería sino expresión simbólica, mítica diríamos hoy, de un sentido esencial consistente en sí mismo fuera de las cosas, y en el que estaría únicamente la verdad salvadora.

Una reducción alegorizante y "metafísica" del lenguaje bíblico, a pretexto del sentido espiritual, o la actual sedicente desmitologización "existenciaria" o idealista vendrían a ser posibilitadas por la inmersión, desintegradora de la fe cristiana, de la revelación bíblica en el contexto de la primacía platónica del mundo inteligible.

Santo Tomás se defiende, pues, mediante un contraataque polémico, de quienes tendían a ver en la recepción del aristotelismo una contaminación de la visión cristiana del mundo. La sabiduría cristiana tradicional había incluido legítimamente elementos filosóficos, oportunamente depurados de errores mediante su contraste con la fe. Era una perspectiva falsa la que se adoptaba al oponer la sabiduría cristiana a la filosofía de los gentiles, entendiendo por aquélla la tradición de San Agustín y por ésta el aristotelismo. También el platonismo ofrecía peligros, que San Agustín supo evitar, y el aristotelismo contenía verdades que convenía incorporar al servicio de la doctrina sagrada, y que servirían para sortear definitivamente los constantes peligros y tentaciones de desviación "idealista", con apariencias de espiritualismo e inc1uso de "teocentrismo".

Para ello Santo Tomás, discípulo sobre todo en esto de San Alberto Magno, asume directamente a Arist6teres y quiere hacer valer su autoridad frente a los errores del aristotelismo árabe y judío. De aquí su tarea de comentarista de Aristóteles, necesaria para su obra de teólogo decidido a utilizar al servicio de su síntesis la filosofía del Estagirita.

Íntimamente conexo con esta intención de su tarea está el hecho de que se llegase, con decisivo progreso para el pensamiento cristiano, a definir por primera vez un doble orden de conocimiento humano: el de orden natural, según la luz dada al hombre al ser creado como viviente racional, y el sobrenatural, comunicado por lar revelación y recibido por la fe, bajo el imperio de la voluntad movida por la gracia.

Sobre la delimitación de este doble orden de conocimientos se funda la distinción, también por primera vez conceptualmente aclarada entre el saber filosófico, capaz de suyo de alcanzar incluso a un conocimiento de Dios desde una forma1idad metafísica, es decir, como causa del ente común, y el saber de la teología como ciencia, que toma sus principios en los artículos de la fe y que, dada la racionalidad del hombre, subordina a aquellos principios revelados conceptos y métodos racionales y metafísicos utilizados a modo de instrumento al servicio de la fe.

La doctrina de Santo Tomás sobre la capacidad natural del hombre para alcanzar a conocer a Dios por la razón es de tal modo obra de un Doctor de la Iglesia "iluminado por la virtud divina" como afirma San Ignacio de los grandes teólogos escolásticos - que hay que reconocer en ella 1a fuente principal del sistema de conceptos y expresiones utilizados por el Concilio Vaticano I en su constitución dogmática sobre la fe católica. Y esto no solamente en cuanto a esta tesis o afirmación dogmática en sí misma, sino también en cuanto a la referencia a la necesidad moral de la revelación para posibilitar de hecho el mismo conocimiento racional de Dios a la humanidad caída.

La afirmación de la existencia de Dios no es artículo de fe sino "preámbulo" para la fe misma, afirma Santo Tomás, que argumenta su tesis con el principio de que la "fe presupone el conocimiento racional al modo como la gracia presupone la naturaleza y la perfección lo perceptible" (9). Expresaríamos con fidelidad su pensamiento diciendo que la capacidad natural del hombre para el conocimiento racional de Dios constituye su potencia obediencial en orden a la recepción de la fe reve1ada y la aceptación del misterio de orden sobrenatural. Si el hombre no fuese naturalmente "metafísico" no seria sujeto capaz de venir a ser, por la gracia, creyente.

Pero esta misma verdad racional de la existencia de Dios puede darse de hecho en el hombre como no alcanzada por la razón sino creída por la fe. Es decir, que aquella capacidad no se actúa de hecho, sino mediante la aceptación de la fe revelada, supuesta la obscuridad del entendimiento y la inmersión en lo terreno afecto de la herida de pecado. El capítulo III de la Summa contra Gentiles contiene sobre este punto un desarrollo luminoso, que muestra que no es posible invocar la autoridad de Santo Tomás en favor de posiciones semirracionalistas o semipelagianas que afirman la suficiencia de una “religión natural”. La humanidad históricamente debe a Cristo el haber alcanzado conocer a Dios de un modo racionalmente correcto. A no haberse obrado la Encarnación redentora “hubiera quedado totalmente abolida de la tierra la noticia y reverencia de Dios  y la honestidad moral" (10).

Se comprende así que en Santo Tomás, y sin contradecir su reconocimiento del valor de la verdad racional y de la filosofía, se mantenga la contraposición que la edad media hereda de los Santos Padres entre "nosotros", los cristianos, o los Santos Doctores, o los que profesan la doctrina sagrada y los "filósofos", es decir, los gentiles, en el sentido de hombres no iluminados por la fe.

Pero en Santo Tomás se consuma también el esfuerzo secular iniciado desde los primeros Padres griegos orientado a establecer que el predicador de la fe cristiana anuncia a la humanidad a aquel Dios que por ser el Dios viviente y verdadero, creador y señor del universo, es el único Dios de que el hombre puede hablar racionalmente. Aunque la humanidad, privada por el pecado de su misma rectitud natural, no halle sino en la fe cristiana su posibilidad fáctica de conocer de verdad a Dios. También en este orden la gracia, que da la fe, presupone la naturaleza, a la que eleva a un orden de misterios no alcanzables por la razón, pero a la que regenera y perfecciona en  su orden sanándola de sus tinieblas e ignorancia.

La doctrina aristotélica que afirma el punto de partida sensib1e del conocimiento intelectual humano, que sirve de centro de perspectiva en la construcción de su síntesis ontológica, es asumida para alejar definitivamente del pensamiento cristiano toda confusión sobre el capital punto de la trascendencia del misterio revelado. En algunos momentos de la patrística griega, en especial en San Gregorio de Nisa, se había atribuido la sensibi1idad, así como la corporeidad y el sexo, es decir, todas las dimensiones de la animalidad del hombre, a un efecto del pecado original. Se suponía correlativamente que el hombre en estado de inocencia o al ser regenerado por la gracia era capaz de contemplar los misterios, que sólo por efecto de la caída y la consiguiente inmersión de la inteligencia en lo sensible resultaban  superiores y trascendentes a su horizonte cognoscitivo.

Estas concepciones neoplatónicas tendían a identificar el mundo sobrenatural de la gracia divinizante, superior a toda capacidad creada, con el mundo inteligible interpretado filosóficamente. El peligro era mayor por cuanto aquellas concepciones conducían a una confusión entre las verdades racionales y las sobrenaturales, cuyos límites no habían sido tratados temáticamente por los grandes doctores que se movían en la concepción unitaria de la filosofía cristiana recibida de San Agustín.

San Anselmo afirma ciertamente la primacía y anterioridad de la fe sobre la inteligencia de la misma. Pero su demostración “por razones” no abarca sólo su célebre reflexión sobre la existencia de Dios sino que se prolonga, con apariencias de moverse en la misma línea de demostrabilidad racional, en la consideración de la Trinidad e incluso de la Encarnación del Verbo. Todavía en Alejandro de Hales parece atribuirse el carácter inasequible del misterio trinitario a la inmersión, como efecto del pecado original, de la inteligencia humana en el horizonte de las cosas sensibles.

La delimitación por Santo Tomás del doble orden de verdades, las que son naturalmente alcanzables por la luz racional y las que sólo por la fe sobrenatura1 son recibidas de la revelación, lejos de tener un sentido de emancipación de la razón frente a la fe, sirve consciente y explícitamente a la afirmación de 1a trascendencia de lo propiamente sobrenatural respecto de cualquier luz inteligible creada, incluso la de los espíritus angélicos, incapaces también sin la gracia divinizante del conocimiento de 1os misterios sobrenaturales.

En lo que se refiere al hombre, el aristotelismo de Santo Tomás contribuye pues a alejar un grave riesgo para el pensamiento cristiano: el de atribuir, con desorientadoras consecuencias antropológicas y  éticas, la dimensión sensible y animal del hombre a la caída original. Y con ello también se encuentra el camino para escapar especulativamente a la tentación de confundir el mundo inteligible platónico con Dios mismo tal como es en sí, a cuya visión ordena la gracia, y de la que la fe nos trae el testimonio que pone en marcha la orientación del hombre hacia su último fin.

Los puntos hasta aquí señalados revelan siempre, en Santo Tomás, la actitud que es característica esencial de su comprensión de la vida cristiana. Se afirma la bondad de la naturaleza y la congruencia de la misma con la gracia, cuyo sujeto propio es, y que la eleva y restaura, no como una concesión naturalista o antropocéntrica, sino por la plena y consecuente aceptación del designio de la economía redentora. Este núcleo de la enseñanza del Doctor Angélico anima y orienta la totalidad de su tarea de teólogo y metafísico, y constituye a la vez la oportunidad y congruencia para nuestras necesidades contemporáneas.

Esto explica precisamente la profunda originalidad de la síntesis filosófica instrumento de su teología especulativa, y en la que las aportaciones tradicionales cobran un sentido totalmente renovado. Su comprensión de1 ser como acto del ente y la correlativa caracterización de la esencia finita, en cuanto a finita, como potencia respecto del ser de que participa, se expresa con terminología de Boecio y de Avicena, pero constituye una metafísica radicalmente diversa de la de aquellos. Si la recepción de Aristóteles es factor esencial en la construcción de su síntesis, no es menos cierto que en ella ocupan un lugar capital tesis recibidas del pseudodionisio aeropagita como la jerarquización de los grados de perfección en la escala del ser, y la naturaleza difusiva del bien, doctrina depurada en Santo Tomás de todo riesgo emanatista.              

Recibe de San Agustín su doctrina sobre naturaleza del bien creado, consistente en la dimensión ternaria de “modo”, “especie” y “orden”, en la que se funda su modo de definir el carácter de vestigio o de imagen de Dios de las criaturas. La metafísica del espíritu cuya expresión culminante está en el tratado “De Trinitate” de San, Agustín -obra de significación única en la génesis y despliegue de la conciencia que ha tenido del hombre el mundo de la cristiandad occidental- es también uno de los núcleos de la síntesis teológica y metafísica de Santo Tomás, que elabora en torno a ella su definición metafísica del ser personal con el instrumental terminológico tomado de Boecio.

Sólo desde el teocentrismo agustiniano, patrimonio común de la filosofía cristiana de los escolásticos, halla su fundamento especulativo el concepto de la persona como ente de dignidad máxima sobre toda la naturaleza, y el único que en el mundo creado dice razón de fin digno de ser amado por sí mismo con amor de amistad (11).

Los dos aspectos de la doctrina de San Agustín en los que la antigua escolástica se reafirmó como motivos decisivos de su hosti1idad al aristote1ismo de Santo Tomás  fueron el ejemplarismo y la doctrina de la iluminación. No podría exagerarse el carácter central del ejemplarismo en el pensamiento del Angélico. Ya San Agustín había invertido en el fondo la perspectiva platónica al afirmar como fundamento de la eternidad de las ideas la eternidad de Dios; con esto se liberaba la fe cristiana del riesgo de concebir a Dios como un demiurgo y atribuir el carácter de lo máximamente divino a un orden de esencias inteligibles superiores al demiurgo creador. En Santo Tomás se ratifica y profundiza el pensamiento de San Agustín, al hacer consistir las ideas divinas en la esencia misma de Dios, que Dios conoce como ejemplar de toda esencia finita y creable (12), y al sostener que “la verdad de los inteligibles no es otra cosa que la verdad del entendimiento, por lo que no existiría ninguna verdad eterna a no ser por la existencia del entendimiento eterno de Dios” (13).

Supuesta la aceptación del ejemplarismo agustiniano por Santo Tomás, y si se tiene en cuenta el posterior empeño de los grandes doctores de la segunda escuela franciscana en la insistencia en la constitución por la voluntad divina de las ideas ejemplares y verdades eternas -voluntarismo que se radicaliza de Duns Scoto a Occam y constituye uno de los legados decisivos de la escolástica al cartesianismo-, hay que reconocer en Santo Tomás la culminación del platonismo en el contexto de la escolástica aristotélica. El equilibrio tenso y sutil de su síntesis -que no da ya lugar a tensiones antinómicas- le ha expuesto siempre a la doble acusación de abandono del ejemplarismo por la recepción de Aristóteles o de excesiva persistencia de elementos platónicos en la  filosofía cristiana.

Lo sorprendente y paradójico está en que a veces la doble acusación es formulada a la vez por el mismo autor. Lo que tal vez se explicaría por cierto malestar y molestia que causa la “síntesis sin antítesis” que contiene la obra de Santo Tomás, y que para el escindido y “dialéctico” hombre de la modernidad viene a presentarse como insoportable en su armónica unidad y omniabarcante perspectiva que parece cerrar los caminos, que tanto ilusionan y seducen, de las contraposiciones, enfrentamientos y “superaciones”.

También en lo referente a la doctrina de la iluminación Santo Tomás advirtió con claridad algo que se ha perdido de vista frecuentemente en nuestros días. En San Agustín no se centra la doctrina en lo epistemológico sino en el mensaje del evangelio de San Juan que enseña que el Verbo es la luz verdadera que ilumina a todo hombre al, venir a este mundo. Subsumida bajo la fe en la luz divina, puede interpretar Santo Tomás como una participación comunicada por la creación del hombre la misma luz connatural a la mente humana, a la que con terminología aristotélica denomina “entendimiento agente”. También aquí explicita su convicción de que en modo alguno se deroga la originaria derivación de Dios como fuente primera de toda verdad al reconocer como impresa en la mente del hombre esta luz participada que le es connatural en virtud de su misma espiritualidad (14). 

Pero si no hay minimización de teocentrismo agustiniano -los mismos jansenistas, que se jactaban de ser por antonomasia los “discípulos de San Agustín”, reconocían, tácticamente por cierto, el profundo agustinismo de Santo Tomás- hay, en cambio, una insistencia y una atención  respetuosa y enamorada hacia el orden natural establecido por Dios en la creación. Consciente adversario del maniqueísmo de los cátaros, Santo Tomás ha de ser reconocido como uno de los pensadores que ha comprendido mejor lo que hoy llamamos una teología de las realidades terrenas.

Su concepción del hombre como unidad substancial, explicada del modo más simple y audaz por su coherente hilemorfismo -una sola forma espiritual da al hombre su ser, su racionalidad, su sensibilidad, su vitalidad vegetativa y su corporeidad- que quiebra en lo gnoseológico desde su raíz toda la problemática ulterior de la antítesis entre empirismo y racionalismo, sirve también para una comprensión del hombre y de su puesto en el cosmos, que tiene consecuencias éticas inesperadas para los prejuicios modernos contra la mentalidad medieval.

Porque no sólo la corporeidad y la sexualidad se afirman como una dimensión esencial de lo humano, sino que Santo Tomás puede, en coherencia con su sistema, polemizar con ironía acerada contra los errores opuestos.

“Quienes pensaron que el género humano hubiera carecido de generación según la carne, de no haberse dado el pecado original, debieran afirmar que este pecado fue algo muy necesario, ya que de él se siguió un bien tan grande” (15).

Y quienes suponen, que habría que negar por lo menos el deleite sensible en el acto generador en aquel estado de inocencia, ignoran la conexión que tiene el placer con la perfección de un acto, y no caen en la cuenta de que “el deleite sensible hubiera sido tanto mayor cuanto más perfecta la sensibilidad del cuerpo y más pura la naturaleza humana” (16).

Un divulgado prejuicio tendería a interpretar la actitud de Santo Tomás en este punto como una liberación de cierto contagio maniqueo que se cree ver en San Agustín, contagio al que se atribuye la insistencia de San Agustín en poner la generación de la prole como el bien propio del matrimonio, con  lo que parece que se relega a algo secundario y como tolerado la unión conyugal y la dimensión afectiva del amor.

Hay que recordar, frente a este desorientador prejuicio, que la influencia maniquea no hubiera podido nunca conducir a valorar la generación de los hijos como el bien por excelencia del matrimonio: “muy incierta es vuestra castidad -increpaba San Agustín a los maniqueos- pues no prohibía el concubinato, sino las nupcias... ¿Acaso no sois vosotros quienes creéis que es el más grave pecado el engendrar hijos, porque de este modo queda el a1ma atada a la carne? ¿No solíais exhortarnos a que observásemos los tiempos en que la mujer es apta para concebir, para que nos abstuviésemos entonces de la unión, y evitásemos que quedase así nuestra alma atada a la carne? (17).

Y  San Bernardo acusaba a los cátaros de su siglo, los precursores inmediatos del maniqueísmo de los albigenses que tenía enfrente Santo Tomás, de ser “espíritus falsos e insidiosos, muy diestros y prácticos en encubrir el mal bajo capa de bien …, que para mejor encubrir sus infamias fingen creer que no hay impureza sino en el matrimonio”(18).

El hipócrita espiritualismo maniqueo no es sino hostilidad al orden natural en cuanto creado por Dios, y nada tiene que ver con ninguna concepción cristiana relativa a la excelencia de la virginidad o a la jerarquía de los fines del matrimonio. La estima de lo humano característica de la síntesis teológica de Santo Tomás, precisamente porque consiste en la maduración y proceso de la tradición cristiana, nada tiene que ver con una anticipada concesión a la “modernidad” y a sus tensiones y escisiones antinaturales y antiteísticas.

Por el contrario, y por sorprendente que pueda parecer a muchos, desconocedores de la historia real del pensamiento cristiano, hay que afirmar que múltiples actitudes “modernas” se caracterizan por un menor respeto y por una hostilidad abierta a los bienes de la naturaleza humana que Santo Tomás afirmaba, orientado e inspirado por un auténtico teocentrismo y por una comprensión verdadera y tradicional de la primacía de la gracia redentora.

Esta visión cristiana de la dignidad de la naturaleza humana tiene una expresión culminante en la comparación establecida por Santo Tomás entre el linaje de los hombres y los espíritus angélicos en cuanto a su carácter de imagen de Dios. Puesto que el ente personal es la imagen de la Trinidad precisamente por su capacidad de conocimiento y amor, y esto se da en forma más excelsa en el espíritu separado de la materia, hay que reconocer ciertamente en esto 1a excelencia de los ángeles sobre nosotros los hombres. Pero el hombre es, desde otra perspectiva, más perfecta imagen de Dios que los mismos espíritus angélicos porque su misma corporeidad le hace capaz de paternidad y filiación: “El hombre nace del hombre, así como Dios nace de Dios" (19).

Esta genial afirmación sobre el lugar de la humanidad en la escala de perfección del ser abre perspectivas de inmensa profundidad para una teología sobre la encarnación del Verbo, que no asumió una naturaleza angélica, sino el linaje de Abraham, según afirma la epístola a los hebreos.

Las concepciones éticas de Santo Tomás se arraigan en su vertiente antropológica en un realismo que afirma la naturaleza y la substantividad individual del hombre –es propiamente un sin-sentido negar en el   hombre la naturaleza, para definirle desde la historia o la cultura, como también lo es suponer que la personalidad y la espiritualidad son incompatibles con la permanencia substancial y la subsistencia entitativa-, lo que permite interpretar la ley natural como una participación de la ley eterna en la persona creada de un modo que no puede ser acusado de “extrincesismo” o heteronomia moral.

Autonomía y heteronomía, en el significado kantiano de ambos términos, se oponen en un contexto antitético surgido de escisiones desconocidas para Santo Tomás. Su posición no necesita superarlas “dialécticamente”, porque desde su equilibrada síntesis que desconoce las antítesis puede explicar la interioridad de la ley natural fundándose en su metafísica sobre el ente creado y sobre la presencia y la “existencia” de Dios en lo íntimo de la realidad de las cosas (20).

Dios crea por bondad difusiva plenamente libre. Ha querido dar a las cosas la perfección de ser principio de sus propias actividades, de poseer en sí mismas la tendencia a su perfección y bien, y la virtud de difundirla. Por esto toda criatura tiende a su propia perfección por una inclinación y “orden” inmanente a ella, que es vestigio y semejanza del amor que mueve a Dios a crearla, y por la que busca su propia perfección en cuanto participación por semejanza del bien divino (21).

Sobre estos fundamentos puede apoyar Santo Tomás su comprensión de la “sindéresis” natural para la que conoce el hombre naturalmente, a modo de principios prácticos que imperan incondicionalmente su acción, los preceptos de la ley natural. La sindéresis es el hábito connatural de aprehender como obligatoriamente apetecible todo aquello que conoce naturalmente como bien humano. La connaturalidad  de este conocimiento se da por la conciencia de la inclinación impresa en la voluntad misma, es decir, en la inclinación del hombre como ser espiritual e inteligente. Por esto puede decir Santo Tomás que el hombre “aprehende naturalmente como bienes humanos aquellos a que tiene inclinación natural, y que, por lo mismo, el orden de los preceptos de la ley natural es según el orden de las inclinaciones naturales del hombre" (22).

La promulgación de la ley eterna se realiza así al ser grabada en el corazón del hombre por la creación la ordenación a los fines a que Dios le destina, esto es, a cuanto es perfectivo de su naturaleza, ordenada a participar del bien divino. El lenguaje de San Pablo que, refiriéndolo a todo hombre, y aludiendo concretamente a los gentiles, dice que “ellos son para sí mismos ley”, resuena aquí expresado con el instrumento terminológico de una metafísica a la vez ejemplarista y aristotélica.

En coherencia con este punto capital se construye el íntegro sistema de una moral teológica, que trata del movimiento de la criatura raciona1 hacia Dios por el camino que es Cristo, y en el que se integra abundante material tomado de la Etica a Nicómaco. Diré con toda sinceridad que, cuando oigo o leo acusaciones, muy frecuentes en nuestros días, contra Santo Tomás, de haber ignorado la moral evangélica y paulina para contaminarla con concepciones éticas paganas, tengo la sensación de hallarme ante juicios expresados desde un conocimiento superficial, y ta1 vez una escasa lectura, de la segunda parte de la Summa.

En el plano ético concreto Santo Tomás recibe de Aristóteles experiencias y valoraciones de “sentido común”, es decir, de valor humano universal, y que pertenecen por ello al patrimonio natural de verdad que posee el hombre cristiano, y que eleva por la fe a un más a1to orden dirigido al fin sobrenatural, a la vez que las corrobora y sana de la deformidad e imperfección en que la conciencia moral del hombre queda sumida por la caída del pecado.

Anotemos algunos aspectos de este aristotelismo ético integrado en la síntesis teológica del Angélico.

Las virtudes morales referentes al apetito sensible consisten en un término medio entre dos extremos viciosos, por defecto o por exceso. Por esto mismo no hay que decir que la virtud moral excluya la pasión, sino que, mientras refrena el exceso, la propia virtud estimula o causa la pasión ordenada (23).

Incluso la virtud de la justicia, que no se refiere a las pasiones del apetito concupiscible o irrascible, sino que ordena la voluntad y tiene por norma regulativa la relación justa y debida en que consiste el derecho -el derecho es lo justo y no puede decirse que la ley se identifique con el derecho, sino que es cierto concepto de lo que es justo- exige también la pasión; porque de una perfecta voluntad justa redundará necesariamente una inclinación en la parte sensible y afectiva del hombre. Es decir, la virtud de la justicia hará al hombre ciertamente “apasionado”, pero precisamente por lo justo como tal (24).

Estas concepciones tan alejadas de un frío estoicismo y del idealismo kantiano de la buena voluntad moral, consistente en un puro respeto a la ley sin inclinación a contenidos “materiales” de lo ético, se integran además en una orientación regida por la primacía de la gracia y por una comprensión auténticamente paulina de la ley evangélica. De aquí que las virtudes cristianas difieren específicamente de aquellas que podrían ser alcanzadas en virtud de la sindéresis natural por cuanto el cristiano es movido por una Ley que le ordena  a la comunión de vida y amistad con Dios.

Toda ley tiende a un bien común, no con comunidad de género o especie, sino con comunidad de fin (25), y este fin a que toda ley tiende no es otro que la amistad, ya sea de los hombres entre sí, que es el  bien a que tiende la ley humana, ya sea de los hombres con Dios, que es el fin de la ley divina.

Las virtudes teologales trascienden por ello el orden en que mueven las concepciones aristotélicas integradas por Santo Tomás en su síntesis. Por su orientación a Dios, no consisten en un término medio entre extremos sino que exigen en su propio dinamismo la búsqueda de la máxima radicalidad. Sirviendo a las virtudes teologales, pero superando el modo humano en que se ejercitan los actos de éstas, se requiere también como algo ordinariamente exigido para la salvación del hombre la moción por los dones del Espíritu Santo, por lo menos en algunos momentos de su vida. El modo de obrar de los dones supera y excede el proceso natural de las facultades y actividades del hombre.

La autenticidad evangélica de la teología moral de Santo Tomás brilla en su definición de la esencia de la ley nueva: “Lo que es principal en la ley del Nuevo Testamento, y en lo que consiste toda su fuerza, es la gracia del Espíritu Santo, que se da por la fe en Cristo. De aquí que la ley nueva sea principalmente esta misma gracia del Espíritu Santo que se da a los fieles ... Sin embargo, tiene también la ley nueva algo que es dispositivo para la gracia, o referente al uso de la misma, todo 1o cual es secundario en ella; y de todas estas cosas fue conveniente que los fieles de Cristo fuesen instruidos de palabra y por escrito, tanto acerca de las cosas que hay que creer, como acerca de lo que hay que obrar. Hay que decir, pues, que la ley nueva principalmente es ley grabada internamente, y secundariamente ley escrita (26).

Todo racionalismo legalista y todo extrincesismo quedan excluidos de un pensamiento en el que la inclinación espiritual e interior tiene primacía sobre la expresión hablada o escrita. Pero no se trata de una concesión a una ética existenciaria o de situación, ni tampoco, es obvio, de ningún inmanentismo antropocéntrico. La primacía de lo divino fundamenta la afirmación del máximo valor de lo interior. Es en la intimidad del ser personal, en el que se ha infundido la gracia del Espíritu Santo, donde se actúa originaria y principalmente el Reino de Dios en el corazón del cristiano.

No se conmueve la validez absoluta del lenguaje de la verdad, ni en lo práctico ni en lo especulativo. A quienes objetaban, ya en tiempo de Santo Tomás, contra la firmeza inmutable de los artículos de la fe, definidos por el magisterio, que la fe no tiende a palabras sino a realidades, responde: “en el símbolo se trata de aquellas cosas sobre las que versa la fe, en cuanto son el término del acto de creyente, como se ve por el mismo modo de su lenguaje. El acto de1 creyente no tiene su término en lo enunciable, sino en la cosa enunciada. Pues no formamos los enunciables, sino porque por ellos tenemos conocimiento de las cosas, y así como esto se da en la ciencia, se da del mismo modo en la fe.

La validez perenne y la congruencia para nuestro tiempo del mensaje de Santo Tomás se apoyan en el doble fundamento de su fidelidad al misterio revelado y a la verdad “puesta en la naturaleza”. No optó por el aristotelismo como quien escoge seguir una moda intelectual, sino que incorporó a la síntesis del pensamiento cristiano, con el acervo de las tradiciones filosóficas ya desde siglos integradas en él, nuevos elementos, “edificando la verdad sobre la verdad”, por decirlo con una expresión de Pío XII en la Humani generis, que define la dirección y sentido del progreso verdadero de la filosofía cristiana, de la teología, y de la evolución homogénea del dogma católico.

El mensaje de Santo Tomás, profundamente congruente con las necesidades auténticas del hombre contemporáneo, encuentra por lo mismo el odio y la hostilidad de sus rebeldías anticristianas. Porque la estima y valoración de 1o humano en la síntesis del Angélico no es en modo alguno una concesión anticipada a tales rebeldías. Por el contrario, por sorprendente que parezca a muchos, hay que afirmar que las actitudes religiosas o filosóficas de los modernos antitomismos se han caracterizado por un menor respeto a los bienes de la naturaleza humana. Por esto, aunque tácticamente se haya invocado, según hemos antes advertido, el “agustinismo” tomista incluso desde actitudes jansenistas, ha sido también una característica constante en los siglos modernos la acusación a Santo Tomás como mundano y contaminado de concepciones recibidas de la gentilidad helénica.

Estas acusaciones se reiteran hoy más que nunca. Se trata siempre de una hipocresía, más o menos consciente, que encubre una amargura e ingratitud hacia la obra del Creador y Redentor que establece y restaura el orden natural. Santo Tomás es, en lo más profundo y nuclear de su espíritu y de su actitud intelectual, un cristiano fiel, reverente y agradecido a Cristo, que por su humanidad nos hace a nosotros los hombres partícipes de 1a plenitud de la divinidad.

Francisco Canals Vidal

Citas bibliográficas

1. S.Th. I, Qu. 1, artº 8, ad secundum
2. S.Th. I, Qu. 2, artº 2, ad primum
3. S.Th. I, Qu. 2, pról.
4. S.Th. III
5. cfr. S.Th. I-II, Qu. 109, artº 1, in c.
6. Qu. Disput. De Spirit. Creat, Qu. Unica, artº 10, ad octavum
7. S.Th. I, Qu. 84, artº 5, in c.
8. Spuper 83 diversis quaestionibus, Qu. 43
9. S.Th. I, Qu. 2, artº 2, ad primum
10. S. Th. III, Qu. 2, artº 6, in c.
11. Cfr. S. Th. I-II,  Qu. 26
12. S. Th. I, Qu. 15, artº 1 y 2.
13. S. Th. I, Qu. 16, artº 7, in c.
14. Qu. Un. De Anima, artº 5, in c.
15. S. Th.I, Qu. 98, artº l, in c.
16. S. Th.I, Qu. 98, artº 2, ad 3.
17. De moribus manicheorum, Iª-IIª, XVIII.
18. Sermones sobre los Cantares, 65 y 66
19. S. Th. I, Qu. 93, artº 3, in c.
20. Cfr. S. Th. I, Qu. 8.
21. Cfr. S. Th. I, Qu. 19, artº 2; Qu.. 44, artº 4, ad 3.
22. S. Th. I-II, Qu. 94, artº 2, in c.
23. S. Th. I-II, Qu. 59, artº 1, in c. y ad tertium.
24. S. Th. I-II, Qu. 59, artº 5, in c.
25. S. Th. I-II, Qu. 90, artº 2, ad 2.
26. S. Th. I-II, Qu. 106, artº 1, in c.

Textos de Francisco Canals Vidal
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