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16 LA ANALOGÍA DE SANTO TOMÁS Y LA DIALÉCTICA HEGELIANA

Francisco Canals Vidal

En nuestra situación contemporánea, una de las influencias más decisivas que han conmovido y desintegrado la tradición filosófica gestada en el mundo cristiano a partir de las grandes certezas racionales del pensamiento griego, incorporadas a la inteligencia de la fe por los grandes Doctores, y con las que Santo Tomás de Aquino había elaborado el edificio doctrinal más sólido y coherente, es, sin duda, la seducción de la dialéctica, el método de pensamiento característico del movimiento y de la aspiración de totalidad sistemática de las grandes síntesis idealistas.

Sin exagerar, podríamos decir que su atractivo se ha presentado como irresistible para influyentes sectores de la cultura y de la política occidental, apenas sin otros contrapesos que el persistente cientificismo positivista o el ascendiente prestigio logicista de las filosofías analíticas; ellas mismas han renovado en neo-positivismo aquella tradición siempre tendente a la inmersión de lo filosófico en lo científico. 

Me siento en la necesidad de afirmar, con toda sinceridad, mi convicción de que lo más pernicioso para la cultura humana y para la vida cristiana de la seducción de estas corrientes de pensamiento ha sido el que demasiados se han acercado a ellas con una actitud que les ha hecho olvidar los insistentes consejos y mandatos por los que la Iglesia católica les exhortaba a perseverar y profundizar en el estudio de Santo Tomás de Aquino para ser capaces no sólo de permanecer fieles a la filosofía perenne de la tradición escolástica, sino de juzgar de los demás sistemas de pensamiento desde la síntesis doctrinal de Santo Tomás.

Como paso previo a una futura aportación sobre la fuerza de la analogía contenida en la síntesis doctrinal de Santo Tomás de Aquino para dominar el panorama del pensamiento contemporáneo, quiero aquí dejar sentadas algunas observaciones críticas en que se compara la analogía tomista y la dialéctica hegeliana.

1. Alababa Heidegger (Ser y tiempo nº 1) que Aristóteles, con el descubrimiento de la analogía, puso la filosofía sobre una base completamente nueva. El platonismo, como el pensamiento de la escuela de Elea, de Parménides, estaba fundamentado sobre una interpretación que univocaba el conocimiento intelectual con la visión de un objeto ante los ojos. Esta interpretación “ontologista” llevaría a constantes posiciones reduccionistas de la realidad y empobrecedoras, por lo mismo, del pensamiento.

2. El descubrimiento aristotélico de la analogía presuponía:

a) La conciencia de que al hombre, que es el viviente en cuanto que tiene logos, le es requerido “decir y pensar que lo que es, es”, pero que esto le exige decir múltiplemente acerca del ente, que se nos ofrece en múltiples y diversas maneras de ser, y decirlo según proporcionalidad de los modos de ser, y según la referencia que muestran las realidades diversas a algo uno: la substancia en el orden predicamental y, últimamente, Dios como primera causa del ente, Ente primero, Viviente perfecto e Inteligente en acto puro en el orden de la “trascendencia” requerida para dar razón del universo por su primera causa.

b) Que esta necesidad constitutiva del decir ontológico tiene su fundamento en la realidad misma y en la pertenencia del pensamiento al ser; puesto que la multitud, la diversidad, la singularidad de los sujetos de los que decimos que son según las diversas líneas en las que enunciamos el ser, y el cambio en los diversos órdenes en que la realidad es cambiante, se ofrecen a la experiencia humana y han de ser reconocidos y afirmados.

3. La analogía es, así, el camino de síntesis por el que el pensamiento humano afirma el devenir y la pluralidad de los entes, y es capaz de alcanzar, a la vez, una explicación de la totalidad de los entes mediante la afirmación de su fundamento causal unitario y eterno.

4. La síntesis de la afirmación del movimiento con la del ser permanente de lo móvil superaba, desde la verdad de la experiencia humana y de la intelección del ente, el contraste, pretendidamente insalvable, entre el ser y el devenir, que llevó a unos al monismo estático -que reducía a ilusión todo lo que no fuese mantener estable la afirmación de que lo que es es y que exigía considerar absurda toda alteración y toda multiplicidad- y a otros a la afirmación exclusiva y universal del cambio -que destruía toda permanencia substancial y el mismo sujeto cambiante.

Al establecer la “analogía” entre el ente en acto y el ente en potencia podía Aristóteles, como advirtió Santo Tomás, escapar a la tenaza sofística que veía en la afirmación del movimiento la destrucción del principio de no contradicción, notando que el ente en potencia, el “ente capaz de ser”, es lógicamente un término medio entre la pretendida insalvable contradicción del ente en acto y la nada. Lo mismo que no se mueve todavía puede ser capaz de moverse; se da en él el movimiento en potencia. “El acto del ente en potencia en cuanto que en potencia es, precisamente, el movimiento”, que será un acto en el que se dará la sucesividad mensurable por el tiempo.

(Esta definición de lo “en potencia” como término medio entre el ente en acto y el no-ente corresponde, propiamente, a la “materia prima”. Nuestro maestro, el Padre Orlandis, notaba que la síntesis de Santo Tomás quedaba radicalmente imposibilitada siempre que quienes pretendían ser aristotélicos venían a concebir la materia como una cierta forma de menor nivel o riqueza ontológica, pero sin situarla en su verdadero sentido que la refiere trascendentalmente a la forma substancial pero no la piensa, en modo alguno, como forma. Decía lo mismo en cuanto a la tendencia a no advertir la heterogeneidad de la categoría de relación respecto de todas las categorías “absolutas”. Precisamente, la extendida tendencia a suponer que la más adecuada definición “formal” de la persona consiste en entenderla como mera “relación”, negando la consistencia substancial y la existencia propia del ente personal en sí mismo, me sugiere también aquel desconocimiento del carácter propio de la relación, que ni constituye, ni determina, ni cualifica un ente subsistente, sino que, precisamente, lo refiere).

5. Respecto de la elaboración de la analogía aristotélica y tomista por Cayetano, la que reconoció Heidegger como la posición de una base fundamentalmente nueva para la filosofía, la filosofía de la modernidad tendría que ser considerada como un “descenso de nivel”, una pérdida de radicalidad en el planteamiento. La estructura analógico-proporcional, que es propia de los inteligibles “trascendentales” y de los grados de perfección en la participación del ser, sólo es pensable desde el reconocimiento del acto intelectual como un “decir” del ente, ya que sólo así tiene sentido reconocer que “se dicen de muchas maneras” tales términos. Esto, a su vez, se enlaza intrínsecamente con el reconocimiento de que el universo ontológico no podría ser abierto por universalización generalizadora, la “abstracción total” que separa el todo de las partes -polígono de cuadrilátero o triángulo- sino por abstracción formal, que separa lo actual y determinante de lo que es respecto de ello receptivo y material -en una línea análoga a la que separa los inteligibles matemáticos de los objetos físicos numerables y mensurables, separando así la esfera de las “bolas” o cuerpos físicos de figura esférica.

La abstracción ontológica se funda en la posibilidad de que el entendimiento destaque en los entes su proporción al acto de ser y en los entes naturales la proporción de la materia a la forma y la conceptuación de las distintas líneas categoriales respecto de los objetos que son lo primeramente conocido por un conocimiento intelectual con un punto de partida sensible, como es el humano. Pensamos así las substancias, las cualidades y las relaciones abstrayéndolas de las objetivaciones físicas que conocen los individuos materiales, las cualidades sensibles concretas y los parentescos y correlaciones de los entes naturales.

En la metafísica occidental, las corrientes que no han andado por el camino recto abierto por Aristóteles han sido predominantemente regidas por el presupuesto del carácter intuicionista de conocer intelectual que, o bien ha desconocido el contenido inteligible del concepto universal, o incluso lo ha interpretado sólo como una representación debilitada del conocimiento inmediato (corrientes nominalistas), o bien interpretado como algo inmediatamente intuido el contenido del concepto mismo, como si se nos diese “ante los ojos”. En esta segunda posición se ha vuelto a la consideración del conocimiento sensible como confuso e inconsistente y su contenido como carente de entidad verdadera.

6. Esta comprensión del conocimiento característica del intuicionismo racionalista hace imposible la distinción entre el modo de ser de la cosa y el modo de ser pensada en el concepto, instrumento necesario de una “crítica metafísica del objeto afirmado”, según lo expresó Maréchal.

El univocismo, al ser hegemónico en la modernidad, tiende, en lo categorial, a reducciones unidimensionales en la comprensión del mundo de la experiencia sensible y consciente -cuantificación de lo cualitativo, “actualización” de lo substantivo, negación de las relaciones o interpretación relacional de las substancias- y al desconocimiento de líneas de causalidad.

En el plano trascendental, el univocismo obró el vaciado de contenido significativo de los términos trascendentales. Del esencialismo codificado por Suárez, que todavía entendía la realidad de la esencia como aptitud para existir, que es en acto cuando existe, se pasa en Wolffe a definir el ente como “lo posible”, es decir, lo concebible sin contradicción, mientras que en Kant los conceptos trascendentales supracategoriales desaparecen propiamente y no son sino formas vacías, y la esencia viene a ser suplantada, en el orden del fenómeno, por la objetividad, entendida con acuerdo en las condiciones de posibilidad de la experiencia.

7. De aquí que la revolución copernicana de Kant, al redescubrir la espontaneidad activa del sujeto pensante como fundamento de una renovada comprensión de la validez del lenguaje ontológico, no pudiese conducir sino al “extraño resultado” del fenomenismo; mientras que la reflexión sobre el sujeto trascendental redujo a este a sujeto para objetos, a ser un sujeto “formalizado” y “objetivado”, en el que no se experimenta ni se puede pensar el “ser” del hombre que piensa.

8. Kant carecía así de fundamentos especulativos para afirmar la realidad de lo “en sí”, más allá del horizonte fenoménico, mientras que tiene el sentimiento, o la “fe filosófica”, de la necesidad de afirmar la dualidad fenómeno-noúmeno por una motivación ética: la de hacer pensable la libertad, postulado constitutivo del imperativo moral.

9. El descubrimiento kantiano de la dialéctica de la razón, que Hegel interpretó como punto de partida del acceso de la filosofía a ser, en verdad, saber absoluto, es, en realidad, explicable por el radical nominalismo y univocismo del lenguaje ontológico kantiano, de profunda tradición wolffiana.

El propio Hegel advirtió que lo que Kant descubre es “la necesaria contradicción puesta en la razón especulativa por las determinaciones del entendimiento” y venía a reconocer que la pretensión de pensar lo trascendente y divino desde un contenido objetivo unívoco con el ente predicamental origina el enfrentamiento de doctrinas contradictoriamente opuestas, enfrentadas entre sí a modo de tesis y antítesis.

10. El idealismo absoluto de Hegel pretende superar la dualidad kantiana entre lo fenoménico y lo nouménico y cancelar así el doble mundo en que se había mantenido todavía Kant. El instrumento de ello, que en realidad es la negación de la verdad de lo finito y lo múltiple, es el método dialéctico que, si se atiende a su precedente fichteano, se manifiesta como una opción de la praxis humana cuanto constituida en principio absoluto.

11. En la perspectiva de su pretensión especulativa, la dialéctica hegeliana, que afirma la identidad de la racionalidad con la realidad, de lo absoluto con el pensamiento puro y concibe lo absoluto como el auto-movimiento del concepto que, estimulado por la seriedad y la fuerza de la negación, se concibe a sí mismo en el proceso dialéctico.

Para comprender las motivaciones profundas del insalvable contraste entre la dialéctica hegeliana y la analogía tomista como caminos de síntesis unificadora de la pluralidad y el devenir, tenemos que fijar la atención en dos dimensiones radicales y originarias de la dialéctica de Hegel, muy relacionadas entre sí: la culminación, en la dialéctica de Hegel, desde su punto de partida, del pensamiento racionalista condicionado por la comprensión intuitiva del entender, y el sinsentido y carencia de fundamentación del camino por el que Hegel pretende traspasar el ser en la nada, la total determinación de toda determinación y especificación en los entes. Por este segundo aspecto, Hegel está en continuidad con la tesis spinoziana de que toda determinación es negación y hay que recordar que, a pesar de la distancia que parece separarlo de un monismo naturalista y estático, el propio Hegel se reconoce heredero de Spinoza al afirmar que “en él tiene su inicio la Filosofía”.

12. El punto de partida intuicionista del univocismo racionalista, que da el punto de partida al movimiento dialéctico, lo advertimos si atendemos a la definición que pone Hegel como punto de partida de su Lógica: “El ser es lo inmediato indeterminado”. Porque el primer concepto es el “ente concretado en la quiddidad sensible”, que si de algún modo, aunque reconociendo el proceso abstractivo por el que conocemos directamente lo universal inteligible, podría ser calificado de “inmediato” no es, en modo alguno, indeterminado. A esta determinación no se llega sino “de vuelta” de las operaciones de abstracción “formal” que destacan lo actual de lo potencial y común, por el proceso de abstracción “total” que separa lo universal de sus inferiores.

Por este camino, por el que el intuicionismo racionalista pretende encontrar la máxima universalidad e inmediata inteligibilidad en lo que es ya un proceso de “recorte” y separación respecto de los objetos naturales y metafísicos, el “concepto” resultante resulta, ciertamente, vacío y sin contenido. y, paradójicamente, la identidad del ser y de la nada, lejos de ser una síntesis de opuestos, se obtiene por este proceso de vaciamiento, derivado de la confusión intuicionista.

Mientras que, para Cayetano, intérprete del aristotelismo tomista, el ente “inmediato para el pensamiento”, es decir, como primum cognitum intelectual, está concretado en las esencias de lo sensible, y el ente como objeto metafísico no se abstrae a modo de un género, sino que destaca la referencia trascendental de las esencias categoriales al acto de ser, en Hegel se supone que es inmediato para el pensamiento el ente totalmente indeterminado, es decir, el que resultaría de una imposible generalización en busca de la máxima universalidad, lo que, en todo caso, ya no podría ser llamado nunca “inmediato”.

De aquí que la caracterización del ser, supuestamente inmediato indeterminado, muestra bien el carácter de forma sin contenido, sin realidad esencial, es decir, simple, inmediata y estáticamente idéntico con la nada. Hablar de la fuerza y seriedad de lo negativo y buscar una pretendida antítesis de la nada frente al ser, que ponga en marcha el movimiento dialéctico del pensamiento absoluto, es uno de los más aparatosos juegos de palabras que se han dado en la historia del pensamiento humano.

13. La segunda dimensión es que, a pesar de esto, Hegel quiere tomar la negación como el estímulo del movimiento del pensamiento. Como que mi intento aquí está al servicio de dar a conocer, en su verdad, la síntesis elaborada por Santo Tomás con el instrumento de la analogía, el contraste insalvable con la desintegradora síntesis dialéctica hegeliana lo verá el lector atendiendo a lo que, para Santo Tomás, da sentido a los juicios negativos:

“No se puede atribuir la distinción a la oposición de la afirmación y de la negación; porque tal oposición sigue a la distinción de las cosas, y no la causa ... que “esto” no sea “aquello” se sigue de que son cosas distintas. Igualmente, es evidente que la verdad de cualquier negación en lo que existe se funda sobre la verdad de una proposición afirmativa. Así como la verdad de esta negativa “El etíope no es blanco” se funda sobre la verdad de esta afirmación “El etíope es negro”; y, por esto, es necesario que toda diferencia, por oposición de la afirmación y de la negación, se deduzca a la diferencia de algunas proposiciones afirmativas” (De Pot. Dei Qu. 10, artº 5, in c.).

Mientras el monismo estático desconoce la pluralidad y el movimiento a partir de una interpretación intuicionista del concepto de ente -en Parménides- o de la substancia -en Spinoza- el monismo del devenir, cuyos momentos culminantes encontramos en Heráclito de Éfeso y en Hegel, destruyen también la diversidad y pluralidad en el universo real, pero lo hacen pretendiendo reconocer la primacía al devenir, a la pluralidad y a la negación.

La hegemónica influencia que, de modo expreso u oculto, tiene sobre la mentalidad de nuestros días la dialéctica hegeliana explica el carácter obvio con que la mayor descalificación cultural, política, filosófica o teológica consista en denunciar, como el máximo riesgo de inautenticidad, cualquier actitud que no se proclame, desde un principio, al servicio del “pluralismo” y el “cambio”.

La pluralidad se presupone como si estuviese en el punto de partida y en el fundamento mismo de cualquier realidad natural o espiritual. El devenir es afirmado como lo único verdadero y permanente. La negación es sentida como el estímulo y la garantía de la apertura al pluralismo y al cambio en que consiste la vida y el progreso de los hombres, de los pueblos y las culturas y de las religiones.

Es urgente, en nuestra situación contemporánea, la atención a los espléndidos conceptos de Santo Tomás sobre lo uno, entendido como atributo trascendental del ente, y definido como “la remoción, en cada uno de los entes, de la posibilidad de que sea en él negado aquello que es afirmado en virtud de su ser y de su esencia”. De esta definición de lo uno trascendental, que parte, como hemos visto, de la primacía de la afirmación y de la dependencia de los juicios negativos respecto de la pluralidad real de los entes, podrá deducir Santo Tomás la participación de lo múltiple en lo uno y la primacía de la unidad.

Sigamos atendiendo a sus textos: “Lo uno se pone en la definición de la multitud, pero no la multitud en la definición de lo uno. La división es concebida por el entendimiento a partir de la negación, de manera que, primero, entendemos lo que es; secundariamente, que este ente no es aquel ente; y, así, aprehendemos la división; en tercer lugar, concebimos todo lo que es como uno, es decir, como no-dividido; y, en cuarto lugar, concebimos la multitud” (S.Th.Iª Qu. 19, artº 2, ad quartum).

Es el momento de reflexionar que lo que podríamos llamar “el monismo de la pluralidad” hace impensable, como siendo reales y verdaderas, cualquiera de las cosas puestas como elementos de esta multitud plural. La absolutización del pluralismo religioso equivale a la negación de la religión en su esencia e incluso, por lo mismo, la posibilidad de distinción entre cada una de las “confesiones”.

Santo Tomás de Aquino, al haber reconocido la realidad de lo plural, de lo distinto numéricamente en los individuos de una misma naturaleza específica, de las diferentes naturalezas en la comunidad de un género, de las realidades heterogéneas, y entre ellas de las gradaciones diversas en su contenido de actualidad y riqueza ontológica, ha podido definir bien el concepto trascendental de lo uno y, por lo mismo, establecer genialmente la explicación fundada de la realidad plural del universo:

“La misma multitud no se contendría bajo el ente si no se contuviese, de alguna manera, bajo lo uno. Pues dice Dionisio, en el último del tratado sobre los nombres divinos, que no hay multitud que no participe de la unidad. Sino que las cosas que son muchas en sus partes, son unas en su todo; las que son muchas por sus accidentes, son unas en su sujeto; y las que son muchas en el número, son unas en la especie; y las que son muchas en su especie, son unas en su género; y las que son muchas en sus procesos son unas en su principio” (S.Th.Iª Qu. 11, artº 1, ad secundum).

Francisco Canals Vidal

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