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133 LA LUZ DEL ENTENDIMIENTO AGENTE EN LA ONTOLOGÍA DEL CONOCIMIENTO DE SANTO TOMÁS DE AQUINO
(Artículo publicado en el nº 1 de la revista Convivium, 1960)

Francisco Canals Vidal

III. Núcleo de la respuesta: “el ser es la actualidad de todas las formas...”

En su comentario a la Primera parte de la Suma Teológica dice el célebre tomista Domingo Báñez:

 “Aunque el ser recibido en una esencia compuesta de principios esenciales sea especificado por éstos, sin embargo, por el hecho de ser especificado no recibe ninguna perfección, sino que más bien se rebaja y desciende a un ser relativo, por cuanto ser hombre o ser ángel no es una perfección en sentido simple.

“Y esto es lo que frecuentísimamente clama Santo Tomás, y los tomistas no quieren oír: que el ser es la actualidad de todas las formas o naturalezas, y que en ninguna cosa se encuentra a modo de recipiente o perfectible, sino a modo de recibido y perfeccionante de aquello en que es recibido; mientras que él, por el mismo hecho de ser recibido, se rebaja y, por así decir, se imperfecciona” (In I, q. 3, art. 4).

Venida de parte de tan característico representante de la Escuela, es ésta una protesta sorprendente. Porque esto que Santo Tomás clama frecuentísimamente, y que en su tiempo parecía a Báñez que no quería ser oído por sus discípulos, es el verdadero núcleo de su síntesis metafísica, y lo que da sentido, por ejemplo, a la célebre tesis de la “distinción real” de esencia y existencia. Mas, si esto es así, no es de extrañar, entonces, que sólo a la luz del concepto de ente, como participante del “ser” (“ser” que es acto y perfección, nunca recipiente y perfectible, y siempre perfectivo y recibido) adquiera, asimismo, su sentido la ontología del conocimiento de Santo Tomás. Nada de cuanto en la Escala de los seres se nos presenta como constituyendo un grado de perfección, puede ser entendido en su propia razón de ser, si se le concibe como incluido en alguno de los modos del ente predicamental. Ni la vida, ni la “naturaleza cognoscente”, ni la “naturaleza intelectual”, pueden ser adecuadamente concebidas por “diferencias” genéricas o específicas, como determinaciones de la substancia. Se trata de “grados” en la más y más perfecta participación del “ser”.

“Vivir es cierto ser perfecto”. Por lo mismo, a esta perfección que es el vivir no se añade el conocer y el entender como algo extrínseco o sobrevenido. La vida es plena y perfecta en los seres cognoscentes y plena y sumamente perfecta en los seres inteligentes. Porque el “ser” (inferior e imperfectamente participado en todo ente de naturaleza no intelectual) sólo en el inteligente, y en la medida en que está en acto su vida intelectiva (es decir: en la medida en que es por sí mismo actualmente inteligente), es poseído en plenitud.

Sólo en cuanto de algún modo no es, carece un ente de la plenitud y perfección del “ser”, que de suyo es preeminente e inclusiva de toda vida y de toda intelección en acto. “Así como toda nobleza y perfección se halla en una cosa en tanto que es, igualmente todo defecto se halla en una cosa en tanto que de alguna manera no es” (Contra Gentes, I, c. 18). Y así, aquello que sólo “es”, y no vive, ni conoce ni entiende, no es deficiente por la imperfección del “ser” en sí mismo, sino porque lo participa de un modo particular e imperfectísimo 6 .

“Entender no es nada más que un cierto ser”

“Ahí tienes claramente -escribe Cayetano- lo que me esfuerzo en exponer a las mentes de los que filosofan, a saber, que sentir y entender no son otra cosa que cierto ser” (Cayetano, In De Anima, III, c. 5).

La dificultad que encontraba en su tiempo Cayetano para hacer comprender a los filósofos el principio central de la doctrina de Santo Tomás sobre el conocimiento, tiene una relación íntima de efecto a causa con aquel “no querer oír” que lamentaba más tarde Báñez. En nuestros días, sin embargo, muchos elementos ambientales podrían invitarnos a esta voluntad de oír, y nos ponen desde luego en condiciones de comprender, con aquella afirmación nuclear de la metafísica tomista, también el principio clave de su ontología del conocimiento.

Ciertamente, que el conocer es, en el hombre, algo “inherente”, a modo de accidente, en su substancia. Como todo accidente, no le constituye en su esencia, sino que le da sólo una determinación particular. Por “ser blanco”, según el ejemplo tradicional, el hombre no es, ni “ente” ni “hombre”, sino tan sólo y precisamente “blanco”. Del mismo modo parece que, por el hecho de “entender”, el hombre se hace únicamente esto, es decir: “inteligente”, o sea, que entiende con tal acto, aquí y ahora, tal objeto. La operación inmanente es una “cualidad”, una realidad predicamental que da “tal” ser “accidental” al hombre.

Si esto es así, parece que debemos afirmar, en consecuencia, que, “entitativamente” considerado, el “acto” de conocimiento, lo mismo que cuantos elementos se requieren en el sujeto para que se produzca, son otros tantos accidentes inherentes al hombre, que le dan un determinado y particular “ser accidental”. Podemos observar, de paso, que no deja de ser explicable la irritación que producía en muchos el ver que, después de distinguir la substancia del alma de cada una de sus facultades, se distinguía también, para cada acto de entender, la “especie impresa” del acto mismo, y ambos de la “especie expresa” o “verbo mental”, y se afirmaba que cada una de estas formas accidentales da al sujeto un nuevo “acto” de ser. ¡Parece, en efecto, que no podría concebirse una más extraña, innecesaria e inacabable multiplicación de entidades!

Tal dificultad, sin embargo, no se podía plantear sino por falta de atención a lo que es el conocer y el entender en cuanto tales. Porque, si es cierto que el acto de entender y cuantos elementos requiere en el sujeto son accidentes en la substancia del hombre, esto es así (como afirma repetida y explícitamente Santo Tomás) porque de otro modo el inteligente se identificaría en su infinitud con el mismo Acto puro y subsistente de ser.

De otro modo: la distinción entre el “entender” y el “ser” substancial y específico en todo ente intelectual creado, debe afirmarse porque “el entender, considerado según su razón propia, es absolutamente infinito” (Cf. S. Th. I, q. 54, art. 2, c.).

Considerado el entender según su infinitud por la que se refiere al ente universal y lo revela al hombre, es claro que la pregunta sobre lo que el entender en cuanto tal es, constituye una cuestión ontológica y no meramente psicológica. ¿Cómo, por el entendimiento, podríamos enfrentarnos con lo que “es”, si no fuese el entender en sí mismo “un cierto ser”? El entender, en efecto, trasciende, no sólo sus condiciones subjetivas, sus circunstancias temporales y locales, sino todos sus contenidos formales y especificativos. La suprema actualidad cuya participación se atribuye a toda realidad al designarla como “ente”, y por la que se ilumina cualquier esencia, es el “ser”, el “acto” de suyo infinito y siempre perfectivo. Y la referencia del entender al ente en cuanto tal, desbordando toda limitación y especificación en su ámbito objetivo, se explica porque el entender es, de suyo, reflejo y participación de la infinita perfección y nobleza del Acto.

La ontología del conocimiento no considera, pues, al entender en su “ser entitativo” (es decir, según que es -por algo extrínseco a su razón propia y exigido por la potencialidad del sujeto finito- un “accidente” de dicho sujeto), sino que lo considera “en el género de los inteligibles”, como perfección intencional, como “acto” que identifica el sujeto y el objeto y hace infinito al inteligente.

Si nos elevamos a este más alto orden de cosas -escribe Cayetano- empezaremos a sospechar “de qué modo el entendimiento que procede de la potencia al acto, no procede sino hacia la perfección de su propio ser, y de qué modo el entender no es otra cosa que su ser, y la especie, la forma según la cual aquel ser es” (Cayetano, In De Anima, III, c. 5).

En un sentido rigurosamente ontológico -considerando el entender en cuanto tal- dice Santo Tomás:

“Así como el ser sigue a la forma, así el entender sigue a la especie inteligible” (S. Th. I, q. 14, art. 4, c.). “El entender se compara con el entendimiento como el ser con la esencia” (Contra Gentes, I, c. 45).

En el género de lo inteligible, el entender es el “ser” (“actualidad de toda forma o naturaleza”), que es “el acto de los inteligibles” .

En consecuencia -notémoslo bien- cuando Santo Tomás afirma que:

“El entendimiento humano o bien es totalmente en potencia respecto de los inteligibles... o bien es acto de los inteligibles que se abstraen de las imágenes” (S. Th. I, q. 87, art. 1, ad 2), junto con una “potencia” intelectiva está atribuyendo al alma, en realidad, una “intelección” -“entender”- “acto de los inteligibles”; el “ser” inteligible que si bien sigue a la especie en cuanto es especificado por ella, es la actualidad de la especie misma; no causado en la mente, sino poseído connaturalmente por ella con anterioridad a toda recepción o abstracción de las imágenes.

El problema que nos ocupa en el presente trabajo, a saber: explicar el sentido de los textos en que se da razón de la connaturalidad de la luz del entendimiento agente a la mente humana por su actual intelectualidad e inteligibilidad, revierte, en definitiva, en aclarar la definición de esta “luz del entendimiento agente connatural a nuestra alma” que por su esencia es acto; de este “entender” connatural a la mente por su esencia, “factivo” de los inteligibles, “iluminador” y “abstractivo” de la esencia inteligible de las cosas sensibles.

Continuemos atendiendo, para ello, a las tesis centrales de la ontología del conocimiento que profesa Santo Tomás

El “ser” intencional inteligible

El “ser” en que el “entender” consiste, es - para Santo Tomás - como el remedio a la imperfección, a la deficiencia de actualidad y de nobleza, que a cualquier realidad creada impone el modo limitado y “rebajado” en que participa el “ser”:

 “...La perfección de cualquier cosa, considerada en sí misma, es imperfecta... Por lo cual, para que haya algún remedio a dicha imperfección, se da otro modo de perfección en las cosas creadas, según el cual la perfección que es propia de una cosa se encuentra en otra cosa; y ésta es la perfección del cognoscente en cuanto es cognoscente, puesto que algo es conocido por un cognoscente en tanto que de algún modo lo conocido mismo está en el cognoscente. Y por esto se dice que el alma es en cierto modo todas las cosas, pues es apta para conocerlas todas”  (De Ver., II, art. 2, c.).

Para comprender cómo este modo de perfección que es el “ser intencional inteligible” remedia la finitud específica del ser entitativo y enriquece al cognoscente con “lo otro”, debemos señalar los puntos fundamentales de esta doctrina:

1.°) En primer lugar, que el “ser inteligible” por el que la substancia intelectual supera los límites de su naturaleza específica, es distinto del “ser natural” tan sólo por la limitación misma de éste, esto es: por la imperfección y defecto de “ser” de la substancia intelectual creada, en la línea de su actualidad entitativa.

En cambio,
“Como Dios es... enteramente inmune de toda potencialidad, se sigue que es máximamente cognoscitivo y máximamente cognoscible, de manera que su naturaleza en tanto que tiene ser realmente, en tanto le compete la razón de cognoscibilidad”  (II De Ver., art. 2, citado).

El “ser entitativo, o natural” y el “ser inteligible” convienen entre sí de tal modo que, si ascendemos a la consideración de su actualidad perfecta -así en el género de los entes como en el género de los inteligibles-, debemos concluir afirmando la formalísima identidad entre el Acto puro de ser y el Entender infinito o subsistente.

2.°) En segundo lugar, el carácter de “accidente” que el entender -considerado en el orden entitativo- tiene en toda substancia intelectual finita, sería incorrectamente concebido si se pensara que la perfección intencional inteligible “sobreviene” (“accidit”) a la naturaleza como algo extrínseco, no arraigado ni exigido por el mismo modo de ser de la substancia intelectual. Por el contrario: la aptitud para participar de este “ser” infinito que es el “entender” está constituda por algo que define nada menos que el grado supremo de perfección en la “Escala de los seres”.

El conocimiento existe en el cognoscente “según la medida del cognoscente”, es decir: según su “ser” conmensurado al sujeto que lo participa. Al decir Cayetano que: “el entendimiento que procede de la potencia al acto, no procede sino hacia la perfección de su propio ser”, (Cayetano, De Anima, III, c. 5), afirma, en realidad, que el “inteligente” avanza hacia la actualidad y perfección que le compete por su naturaleza misma, en la medida en que se actúa su potencia intelectual. Porque el entendimiento, en cuanto potencial, no es sino la capacidad del sujeto inteligente para participar de la perfección inteligible haciéndose todas las cosas. Si el entendimiento se distingue de la substancia a modo de “facultad”, es porque de suyo se ordena a la participación del “ser” infinito que es el “entender”, mientras que el “ser natural” de la substancia, en cambio, está limitado y rebajado por sus determinaciones específicas e individuales. Y si el entendimiento dice razón de “potencia” en su ordenación al ámbito infinito del ser, este defecto de actualidad inteligible se constituye por la limitación y finitud del sujeto en la línea del ser entitativo.

En definitiva: en la Escala de los seres la intelectualidad no es nunca un “accidente” o capacidad sobrevenida a la naturaleza del sujeto intelectual, ni tampoco una determinación genérica o específica, sino la aptitud para recibir y la ordenación a poseer, como desarrollo y enriquecimiento de su ser, la actualidad inteligible.

Desde este punto de vista es como debe interpretarse la tesis característica y central de la “ontología del conocimiento” tomista, según la cual la inmaterialidad de la forma es la razón, constitutiva de la naturaleza cognoscente e intelectual; tesis que conviene ahora proponer y considerar.

Nota

[6] He aquí alguno de los muchos lugares en que Santo Tomás afirma explícitamente la idea de la perfección suprema del “ser”, puesto que es acto: “El ser mismo es lo más perfecto de todas las cosas; pues se compara con todas a modo de acto. Ya que nada tiene actualidad sino en cuanto que es; por lo que el ser es la actualidad de todas las cosas e incluso de las mismas formas, de modo que no se compara con las otras cosas como el recipiente con lo recibido, sino más bien como lo recibido con el recipiente. Pues, cuando digo el ser del hombre o del caballo o de cualquier otra cosa, este ser se considera como formal y recibido, y no como aquello a lo que compete ser”. (S. Th. I, q. 4, art. 1, ad 3). “Las perfecciones de todas las cosas pertenecen a la perfección del ser; pues una cosa es perfecta en cuanto que tiene el ser en cierta medida” (S. Th. I, q. 4, art. 2, ad 2) Cfr. todavía q. 7, art. 1, c.; q. 8, art. 1, c.; etc.