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El triunfo de la Virgen prepara el triunfo de Jesucristo y la plena revelación de sus misericordias

Francisco Canals

8 de diciembre de 1854: La confianza de Pío IX

Escribía el P. Ramière, S.I., en su obra Las Esperanzas de la Iglesia, refiriéndose a la definición dogmática de la Inmaculada Concepción de María:

«Pío IX, vicario de Jesucristo, con el aplauso unánime del mundo católico, rodeado del episcopado que, como nunca, aparecía íntimamente unido y dócilmente sumiso a su cabeza, otorgó este triunfo magnífico a María, que proyectó un brillo incomparable sobre las prerrogativas del Pontificado y sobre las perspectivas de la Iglesia.

Y entonces, en nombre de esta misma Santa Iglesia, de la que es a la vez intérprete y doctor, después de enseñarle con infalible autoridad lo que precisa creer con respecto a la Concepción de María, expresó con las siguientes consoladoras palabras lo que le es dado esperar como consecuencia del triunfo otorgado a su augusta Reina: Confiamos, con certísima esperanza y absoluta fe, que la Bienaventurada Virgen quiera hacer que la Santa Madre Iglesia, libre ya de dificultades y victoriosa de todo error, florezca en todas las naciones, para que las almas erradas vuelvan a la senda de la Verdad, y se haga un solo rebaño y un solo Pastor».

25 de marzo de 1858: «Yo soy la Inmaculada Concepción»

«La Virgen de Lourdes es la Virgen del Rosario». Pocos años hacía que el Papa (ejerciendo la prerrogativa de su Infalibilidad, entonces aun no definida como dogma de nuestra fe) proclamaba el triunfo de nuestra Reina sobre la serpiente infernal, cuando, la misma celestial Señora, como si quisiera confirmar con sus milagros la autoridad de la Sede Apostólica y las esperanzas que en su mediación maternal ponía el augusto Pontífice, se aparecería en la gruta de Massabielle a la niña Bernardita. Además de proclamar su excelso privilegio, venía la Virgen a pedir «oración y penitencia por los pecadores». Ella acompaña a la niña en el rezo del Rosario, pasando como ésta las cuentas y asociándose a ella en el «Gloria Patri».

«Sí, la Virgen de Lourdes es la Virgen del Rosario -decía el Obispo Torras y Bages en su pastoral del cincuentenario de las apariciones-; con las mismas rosas, con el mismo rosario y con los mismos milagros. Es un florecer de nuevo de aquel «Rosal» que plantó por celestial disposición Santo Domingo, no lejos de Lourdes, como el antídoto más poderoso contra la herejía. El Rosario ha brotado de nuevo en los frescos valles del Pirineo, y si de allí el Rosario se extendió por todo el mundo, también ahora de allí vendrá la influencia restauradora de la piedad cristiana por mediación de la Inmaculada Virgen María».

Septiembre de 1883: El primer mes del Rosario

En 1879 subía al solio pontificio el gran Papa León XIII.

No pretendemos aquí resumir aquí la historia de su pontificado, pero sí invitar al lector a que trate de penetrar el sentido sobrenatural de su actuación y de su doctrina; pues bien, uno de los aspectos característicos de sus enseñanzas y de su celo de Pastor supremo es el haber tomado como medio de sobrenatural eficacia para conseguir el triunfo de la Iglesia y la salvación de la sociedad, el rezo del Santo Rosario de María.

El 1 de septiembre de 1883 dirigía a la Iglesia la primera de sus encíclicas sobre el Rosario (Supremi Apostolatus):

«El apostolado supremo que Nos está confiado y la dificilísima condición de los tiempos -decía en ella- Nos advierten de continuo y de muchas maneras para que velemos con mayor cuidado por la integridad de la Iglesia cuanto mayores son las calamidades que la afligen.

Por lo cual, a la vez que Nos esforzamos cuanto es posible en defender por todos los medios los derechos de la Iglesia y en prevenir y rechazar los peligros que la amenazan, empleamos la mayor diligencia en implorar la asistencia de los divinos socorros, con cuya única ayuda pueden tener buen resultado Nuestros afanes y cuidados.

Y creemos que nada conduce más eficazmente a este fin que el obtener con nuestra piedad hacia Ella el favor de la gran Madre de Dios, la Virgen María, que es la que nos alcanza de Dios la paz, y la celeste dispensadora de la gracia.»

El objeto de esta encíclica era la dedicación del mes de octubre, en que se celebraba desde antiguo la fiesta de Nuestra Señora del Rosario, a la práctica fervorosa de esta devoción: «No sólo excitamos vivamente a todos los cristianos a dedicarse pública y privadamente y en el seno de la familia al rezo del Santo Rosario y a la perseverancia en este santo ejercicio, sino que queremos que el mes de octubre de este año se consagre enteramente a la Reina del Rosario».

Citamos un fragmento de este documento en el que el Papa compara su siglo con el de la aparición del Rosario, y señala los triunfos obtenidos por la Iglesia, por su medio, en diversos momentos de la historia:

«Ninguno de vosotros ignora cuántos sinsabores y amarguras causaron a la Santa Iglesia de Dios, a fines del siglo XIII, los heréticos albigenses, último retoño de la secta de los maniqueos, que llenaron de sus perniciosos errores el mediodía de Francia y todos los demás países del mundo latino, y llevando a todas partes el terror de sus armas, extendían por doquier su dominio con el exterminio y la muerte.

Contra tan terribles enemigos, Dios suscitó en su misericordia al insigne Padre y fundador de la Orden de los Dominicos. Este héroe, grande por la integridad de su doctrina, por el ejemplo de sus virtudes, y por sus trabajos apostólicos, se esforzó en pelear en contra de los enemigos de la Iglesia Católica, no con la fuerza ni con las ara, sino con la más acendrada fe en la devoción del Santo Rosario. (…)

La eficacia y el poder de esa oración se experimentaron en el siglo XVI, cuando los innumerables ejércitos de los turcos estaban en vísperas de imponer el yugo de la superstición y de la barbarie a casi toda Europa. Con este motivo el soberano pontífice San Pío V, después de reanimar en todos los príncipes cristianos el sentimiento de la común defensa, trató en cuanto estaba a su alcance de hacer propicia a los cristianos a la Todopoderosa Madre de Dios y de atraer sobre ellos su auxilio, invocándola por medio del Santísimo Rosario. Este noble ejemplo que en aquellos días se ofreció a tierra y cielo, unió a todos los ánimos y persuadió a todos los corazones; de suerte que los fieles cristianos decididos a derramar su sangre y a sacrificar su vida para salvar a la religión y a la Patria, marchaban sin tener en cuenta su número al encuentro de las fuerzas enemigas, reunidas no lejos del golfo de Lepanto: mientras los que no eran aptos para empuñar las armas, cual piadoso ejército de suplicantes, imploraban y saludaban a María, repitiendo las fórmulas del Rosario, pidiendo el triunfo de los combatientes.

La Soberana Señora oyó muy luego sus preces, pues empeñado el combate naval (7 de octubre de 1571), la escuadra de los cristianos reportó, sin experimentar grandes bajas, una insigne victoriosa y aniquiló a las fuerzas enemigas».

Por este motivo, el mismo Santo Pontífice, en agradecimiento a tan señalado beneficio, quiso que se consagrase con una fiesta en honor de María de las Victorias el recuerdo de este memorable combate, y después Gregorio XIII sancionó dicha festividad con el nombre del Santo Rosario».

30 de agosto de 1884: Encíclica «Superiore anno»

El siguiente año confirmaba la dedicación del mes de octubre a la práctica solemne de esta devoción. Felicitándose León XIII por el fervor con que había sido recibida por el pueblo cristiano su exhortación del año anterior, dice: «Mientras el espíritu de oración se derrame en la casa de David y entre los habitantes de Israel, abrigamos esperanza cierta de que Dios será propicio y misericordioso en las tribulaciones de su Iglesia, oyendo las preces de los que le ruegan por medio de Aquélla, a la que quiso hacer Él mismo dispensadora de sus gracias».

22 de septiembre de 1891: La Encíclica «Octobri mense»

El renacer de la piedad por el Rosario de María. En el mismo año en que dirigía al mundo católico la Rerum Novarum, en tiempos difíciles para la Iglesia por los estragos del liberalismo, que se iba enseñoreando de las naciones de más ilustre tradición católica, publica León XIII este importante documento mariano (encíclica Octobri mense) que parece como que difunda una luz de piedad mariana sobre las enseñanzas que en aquellos años acababa de dirigir a los católicos en la Humanum Genus, la Inmortale Dei, la Libertas y la Rerum Novarum. Veamos unos pasajes de aquel documento:

«No se puede negar, sin embargo, cuán grande tristeza acarrea esta continua actitud de pelea. Porque es en verdad causa de no pequeña tristeza el ver que hay por una parte muchos a quienes la perversidad de sus errores y rebeldía contra Dios los extravían muy lejos y los conduce al precipicio y por otra muchos que, llamándose indiferentes hacia cualquier forma de religión, han perdido por completo la fe divina, y finalmente, no pocos católicos que apenas conservan la Religión sólo de palabra, pero no la guardan en realidad ni cumplen con los deberes cristianos. Y además, lo que angustia y atormenta con más gravedad nuestra alma, es pensar que tan lamentable perversidad de los malos ha nacido principalmente de que en el gobierno de las ciudades, o no se le concede lugar alguno a la Iglesia o se rechaza el auxilio debido a su virtud salvadora, en lo cual aparece grande y justa la ira de Dios vengador, que permite que caigan en una miserable ceguera de entendimiento las naciones que se han apartado de Él.»

Pero no se desanima el pontífice León XIII ante el cuadro que acaba de trazarnos. He aquí como expresa su optimista esperanza y cuál es uno de los principales motivos en que se apoya:

«Ni hay que pasar en silencio algo que en esta materia pone en claro una providencia singular de Nuestra Señora. A saber: que cuando a lo largo del tiempo, el espíritu de piedad se ha entibiado en algún pueblo y se ha vuelto algún tanto remiso en esta misma costumbre de orar, se ha visto luego con admiración que, ya al sobrevenir un peligro formidable a las naciones, ya al apremiar alguna necesidad, la práctica del Rosario, con preferencia a los demás auxilios de la Religión, ha sido renovada por los votos de todos y restituida en honroso lugar, extendiéndose saludablemente con nuevo vigor. No hay que buscar ejemplo de ello en las edades pasadas, teniéndolo cercano a la presente uno muy excelente. Porque en esta época que, como al principio advertimos, es tan amarga para la Iglesia, y para Nos que por disposición divina estamos sentados en su timón, se puede mirar y admirar cuán ardiente y esforzadamente se reverencia y celebra el Rosario de María en todos los lugares y pueblos católicos; y como esto hay que atribuirlo rectamente a Dios, que modera y dirige a los hombres, más bien que a la prudencia o consejo humano alguno, nuestro ánimo se conforta y se repara extraordinariamente con ello, y se llena de gran confianza en que se han de repetir y amplificar los triunfos de la Iglesia por el favor de María».

Las esperanzas de la «Annum sacrum», confiadas a María por medio del Santísimo Rosario

A medida que iba avanzando el pontificado de León XIII, se hicieron más frecuentes sus encíclicas sobre el Santo Rosario. El pensamiento que inspiraba todas ellas, llenas de teología de la mediación universal de la Virgen, se podría encontrar tal vez en la siguiente expresión de la Adiutricem populi (1895):

«Vemos sobre todo en el Santísimo Rosario un medio poderoso y auxilio eficacísimo para extender cada vez más las fronteras del Reino de Jesucristo; la reconciliación con la Iglesia de las naciones separadas de ella es el objeto culminante de nuestros deseos, y a esa obra de pacificación se enderezan ahora todos nuestros esfuerzos».

Extender y llevar a su plenitud el Reino de Cristo a todos los pueblos: he aquí el fin que se proponían las encíclicas marianas de León XIII. Por esto podemos encontrar larga y hermosamente expuestas todas las esperanzas que había de expresar el gran pontífice en la Annum Sacrum.

La unión de los hombres todos en un solo rebaño bajo un mismo pastor; la soberanía de Cristo sobre la sociedad política por el reconocimiento por los pueblos de los derechos todos de la Iglesia; la paz universal: todo esto parece confiado a María con sobrenatural optimismo en las encíclicas de los años que precedieron a la consagración del universo al Corazón de Jesús. El triunfo de María preparaba el de su Hijo y la revelación de las misericordias de su Corazón.

El remedio del malestar social

La misma relación antes sugerida entre la Octobri mense y las enseñanzas político-religiosas de León XIII, podríamos hallar entre su doctrina social y el contenido de la Laetitiae sanctae (8 de septiembre de 1893). Citamos algunos pasajes de ella que resumen su pensamiento principal:

«Tres males nos parecen los más funestos para el bien común: el disgusto de una vida de sencillez y trabajo; el horror al sufrimiento, y el olvido de los bienes eternos que esperamos.

Contra todos estos males se debe hallar el remedio en el Rosario de María… Que los misterios de gozo sean propuestos a la multitud del pueblo sencillo como cuadros y ejemplos de virtudes.

Que se represente la casa de Nazareth, habitación terrestre y celestial a la vez de la santidad. ¡Qué modelo tan hermoso para la vida ordinaria! ¡Qué ejemplo tan perfecto de la unión, en el hogar! Los ejemplos de estas virtudes, de modestia y sumisión, de resignación en el trabajo y benevolencia hacia el prójimo, del celo en cumplir los pequeños deberes de la vida ordinaria, que penetran en el alma en la medida en que son comprendidos, traerán un cambio notable en las ideas y conducta (…)

Otro mal funestísimo… es la resistencia al dolor, y el rechazar violentamente todo lo que paree molesto y contrario a nuestros gustos.

La mayoría de los hombres se forjan la idea de un engañoso estado social donde no habría objeto alguno desagradable y donde se gozaría de todos los bienes que la vida puede dar. Deseo tan desenfrenado de bienestar es fuente de debilidad para las almas a las que si no lleva a completa caída enerva por lo menos de suerte que huyen cobardemente de los males de la vida y se dejan abatir por ellos.

También en este peligro puede esperarse remedio del Rosario de María para fortalecer las almas con la eficacia del ejemplo, si los misterios llamados de dolor son objeto de sosegada meditación, desde la más tierna infancia, y se continúa meditándolos asiduamente.

La tercera especie de males a que es preciso poner remedio es, sobre todo, propia de los hombres de nuestro tiempo; los de pasadas edades, aunque ligados, a veces criminalmente, a los bienes terrenos, sin embargo, no despreciaban totalmente los del cielo.

Los hombres de hoy, aunque instruidos en la fe cristiana, se adhieren en su mayor parte a los bienes fugitivos de la vida presente, no sólo como si estuviera borrada de su espíritu la idea de una patria mejor, de una bienaventuranza eterna, sino como si quisieran destruirla enteramente a fuerza de iniquidades.

Evitará completamente tal peligro el que se dé a la devoción del Rosario meditando atentamente los misterios de gloria que en él se nos proponen».

Septiembre de 1895: El Rosario de María y la unidad de la Iglesia

En varias de las encíclicas sobre el Rosario, contemporáneas de la grave cuestión de la esperanza de la conversión de los anglicanos, confía León XIII a la mediación de la Santísima Virgen la unión en la única Iglesia de Cristo de los separados de ella por el cisma o la herejía. La Adiutricem populi, de 5 de septiembre de 1895, podría llamarse la encíclica sobre la unidad de la Iglesia por María. Citamos un hermoso fragmento en que alude principalmente a los cismáticos orientales y expone acerca de ellos esperanzas iguales a las que manifiesta Pío XII en su acto de consagración universal al Inmaculado Corazón de María:

«¡Hay que confiar en María! ¡Hay que rogar a María! ¿Qué no podrá hacer Ella para acelerar la realización de esta nueva y deseada gloria de nuestra Religión: que la profesión de una misma fe aúne todas las inteligencias, y a todas las voluntades el lazo de una perfecta caridad? (…)

Los auspicios de una no lejana realización de todo esto parece confirmarlos la opinión y confianza que abrigan tantas almas piadosas de que María ha de ser el lazo bendito que una, de modo suave y firme a la vez, a todos aquellos que aman a Cristo en un solo pueblo de hermanos, obedientes todos, como a su común Padre, al Romano Pontífice, Vicario de Cristo en la tierra. Al llegar a este punto, el pensamiento se remonta espontáneamente a través de la historia de la Iglesia para detenerse en los gloriosos ejemplos de unidad que nos daba en sus primeros tiempos y con gran placer se recrea con el recuerdo del Concilio de Éfeso. La profesión de una misma fe y comunión que por entonces unía al Oriente y al Occidente, pareció afirmarse con un vigor singular y resplandecer con una gloria más pura al sancionar rectamente los Padres del Concilio como dogma de fe que María es Madre de Dios. (…)

Este verdadero amor fraterno, que palpita en todas las páginas de la historia de la Iglesia, buscó siempre en la Madre de Dios su fuerza principal, como la mejor autora de la paz y de la unidad. San Germán de Constantinopla la invocaba diciendo: «Acordaos de los cristianos, vuestros siervos; apoyad las oraciones de todos ellos, realizad sus esperanzas, consolidad su fe; unificad a todas las Iglesias.» Tas es aún la plegaria de los griegos: «¡Oh Purísima, a quien está concedido el poder acercarse a vuestro Hijo sin temor alguno de ser desoídas! Rogadle, ¡oh Santísima! Para que conceda al mundo la paz, e infunda a las Iglesias todas un mismo espíritu, para que todos, unánimes, os glorifiquemos».

Una razón especial se añade a las anteriores para esperar que, al rogar por la conversión de las naciones cismáticas a María, Ella oirá nuestros ruegos: los méritos que estas Iglesias orientales contrajeron en sus primeros tiempos para con Ella. Mucho se les debe, en efecto, de la propagación y aumento de la devoción a María; entre ellas encontró expositores y defensores de su dignidad, notables por su autoridad y escritos; panegiristas insignes por el ardor y suavidad de su lenguaje; emperatrices muy agradables a los ojos de Dios, según dice san Cirilo, que supieron seguir el ejemplo de la Purísima Virgen e imitar su munificencia; templos y basílicas levantados en su honor, con real esplendidez. Queremos citar aquí un hecho no ajeno al asunto que tratamos y que es glorioso para la Madre de Dios. Nadie ignora que gran número de augustas imágenes suyas fueron traídas de Oriente, en diversas épocas y ocasiones, al mundo occidental, especialmente a Italia y Roma; y que recibieron nuestros mayores con gran veneración y honraron con magnífico culto, y hacia las cuales conservan sus hijos los mismos sentimientos de piedad. Nuestro espíritu se regocija por ello, reconociendo en él cierta voluntad y gracia de nuestra celosísima madre. Nos parece que estas imágenes se conservan entre nosotros como testigos de la época en que la familia cristiana estaba unida por todas partes en unidad perfecta; y como prendas queridas de la herencia común; y que por lo mismo, al contemplarlas, parece como si la misma Virgen nos invitara a recordar piadosamente a aquellos pueblos a quienes la Iglesia Católica no cesa de llamar amorosamente para que vuelvan a la unidad y alegría de su regazo.

Así, Dios nos ofrece en María un eficacísimo apoyo para la obra de la unidad cristiana. El cual apoyo, aunque podemos pedirlo por medio de diversas oraciones, con todo, creemos que el modo mejor de obtenerlo con abundancia es el Rosario».

25 de marzo de 1917: «Yo soy la Señora del Rosario; yo volveré a pedir la consagración del mundo a mi Corazón Inmaculado»

En el pontificado de Benedicto XV, el Papa que con motivo de la guerra que asolaba entonces a Europa proclamó a María Reina de la Paz; la Santísima Virgen se aparecía en Fátima presentándose como la Señora del Rosario y pidiendo al mundo que se consagre a su Inmaculado Corazón.

¡Cuán admirable resulta pensar que de este modo, por voluntad de la misma Reina celestial, el acto de consagración del mundo al Inmaculado Corazón de María, paralelo al acto más grandioso del Papa de las encíclicas marianas, empezase por la dulce invocación del propio León XIII añadió a las letanías lauretanas: Reina del Santísimo Rosario!

Conviene, ciertamente, considerar la maternal intervención de María en nuestros tiempos: he aquí lo que escribía el P. Enrique Ramière en Las esperanzas de la Iglesia:

«La definición dogmática de la Inmaculada Concepción y las fiestas magníficas que le han acompañado en el universo entero han sido, pues, a la vez, de parte de la Iglesia, una solemne condenación de los errores modernos, y de parte de la sociedad misma una solemne retractación de estos mismos errores. Pero la Iglesia no termina ahí. Recordándonos indirectamente que somos culpables y caídos, nos proporciona el medio de levantarnos de nuestra caída y de lavarnos de nuestras manchas; nos muestra el Corazón de esta Madre, Inmaculado como una fuente de pureza presta a brotar sobre el Mundo. Ella nos advierte que sería tan insensato disimular nuestras miserias como sería contrario a nuestros intereses rehusar el apoyo que el cielo nos ofrece para salir de ellas. Nos hace ver, en el triunfo de la Virgen, la fácil realización de nuestros nobles intereses y aspiraciones legítimas podemos tener.

Por lo demás, la divina omnipotencia junta su imponente voz a los maternales estímulos de la Iglesia; sus palabras son los milagros y, entre éstos, los más adecuados al misterio que el cielo desea glorificar; los milagros de conversiones. ¿En qué época llegaron a multiplicarse como en nuestros días? Y es siempre en nombre de la Inmaculada Virgen que se operan. ¡Cuántos han mudado de vida por las plegarias de la Archicofradía del Santísimo Inmaculado Corazón de María! ¿No cabría decir que los manantiales de la misericordia divina están abiertos y que la Virgen, que dirige las olas según su voluntad, se complace en regar y hacer florecer de nuevo las tierras más estériles?

Sí, ciertamente, el misterio de la pureza sin mancha de la Madre del género humano es un Misterio de salvación para sus hijos impuros. Obligándoles a reconocer su triste estado, les muestra el camino para salir de él, la definición solemne de tal misterio, al completar el triunfo de la Virgen y la manifestación de sus privilegios, prepara el pleno triunfo de Jesucristo y la plena revelación de sus misericordias».

Un gran triunfo de María: el que veneramos en el cuarto misterio glorioso

De nuevo en nuestros días nos es dado esperar la proclamación por el Vicario de Cristo de un gran triunfo de la Santísima Virgen: su gloriosa asunción a los Cielos en cuerpo y alma; su victoria sobre la corrupción y la muerte, frutos del pecado de que ella fue preservada.

Triunfo de María Reina, porque el cuarto misterio glorioso es la entrada de María en el Reino celestial, para ser allí coronada como Reina y Señora de Cielos y tierra y Madre y Abogada de los pecadores.

A fines del corriente año (1947) -durante la novena de la Inmaculada- congregaciones marianas de todo el mundo se reunirán en Barcelona, para honrar a María, vencedora, por sus misterios, de todas las batallas de Dios. Confiemos de nuevo que el esperado triunfo de María «prepare el pleno triunfo de Jesucristo y la plena revelación de sus misericordias».