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El humo de Satanás

«La cola del demonio está llevando a cabo la desintegración del mundo católico. La oscuridad de Satanás ha entrado en el mundo católico, difundiéndose hasta llegar incluso a sus niveles más altos. La apostasía, la pérdida de la fe, se están difundiendo en el mundo y en los niveles más altos de la Iglesia».
(San Pablo VI, Discurso en el sesenta aniversario de las apariciones de Fátima, 13 de octubre de 1977).

La homilía «Ser fuertes en la fe» de san Pablo VI del 29 de junio de 1972 en el noveno aniversario de su elección como Papa

«De entre alguna fisura el humo de Satanás entró en el templo de Dios: la duda, la incertidumbre, lo problemático, la inquietud, el descontento, la confrontación». «Se creía que tras el Concilio vendría un día de sol para la historia de la Iglesia. Pero vino una jornada de nubes, de tempestad, ...de incertidumbre... Nosotros buscamos cavar nuevos abismos en lugar de rellenarlos" (Pablo VI, 29 de junio de 1972, Homilia de la misa en ocasión del noveno aniversario de su coronación).

«Una potencia hostil ha intervenido. Su nombre es el diablo, ese ser misterioso del que San Pedro habla en su primera Carta. ¿Cuántas veces, en el Evangelio, Cristo nos habla de este enemigo de los hombres?» (ib.).

«Nosotros creemos que un ser preternatural ha venido al mundo precisamente para turbar la paz, para ahogar los frutos del Concilio ecuménico, y para impedir a la Iglesia cantar su alegría por haber retomado plenamente conciencia de ella misma»

Fuentes:

Homilía «Ser fuertes en la fe» de 29.06.1972. L'Osservatore Romano, 30 de junio-1 de julio de 1972. (L’Osservatore Romano, edición en lengua española, de 9 de julio de 1972, páginas 1-2).

http://w2.vatican.va/content/paul-vi/it/homilies/1972/documents/hf_p-vi_hom_19720629.html

Resoconto della Omelia di Sua Santità http://www.vatican.va/holy_father/paul_vi/homilies/1972/documents/hf_p-vi_hom_19720629_it.html L'Osservatore Romano, 30 de junio-1 de julio de 1972

Riferendosi alla situazione della Chiesa di oggi, il Santo Padre afferma di avere la sensazione che «da qualche fessura sia entrato il fumo di Satana nel tempio di Dio». C’è il dubbio, l’incertezza, la problematica, l’inquietudine, l’insoddisfazione, il confronto. Non ci si fida più della Chiesa; ci si fida del primo profeta profano che viene a parlarci da qualche giornale o da qualche moto sociale per rincorrerlo e chiedere a lui se ha la formula della vera vita. E non avvertiamo di esserne invece già noi padroni e maestri. È entrato il dubbio nelle nostre coscienze, ed è entrato per finestre che invece dovevano essere aperte alla luce. Dalla scienza, che è fatta per darci delle verità che non distaccano da Dio ma ce lo fanno cercare ancora di più e celebrare con maggiore intensità, è venuta invece la critica, è venuto il dubbio. Gli scienziati sono coloro che più pensosamente e più dolorosamente curvano la fronte. E finiscono per insegnare: «Non so, non sappiamo, non possiamo sapere». La scuola diventa palestra di confusione e di contraddizioni talvolta assurde. Si celebra il progresso per poterlo poi demolire con le rivoluzioni più strane e più radicali, per negare tutto ciò che si è conquistato, per ritornare primitivi dopo aver tanto esaltato i progressi del mondo moderno.

Anche nella Chiesa regna questo stato di incertezza. Si credeva che dopo il Concilio sarebbe venuta una giornata di sole per la storia della Chiesa. È venuta invece una giornata di nuvole, di tempesta, di buio, di ricerca, di incertezza. Predichiamo l’ecumenismo e ci distacchiamo sempre di più dagli altri. Cerchiamo di scavare abissi invece di colmarli.

Come è avvenuto questo? Il Papa confida ai presenti un suo pensiero: che ci sia stato l’intervento di un potere avverso. Il suo nome è il diavolo, questo misterioso essere cui si fa allusione anche nella Lettera di S. Pietro. Tante volte, d’altra parte, nel Vangelo, sulle labbra stesse di Cristo, ritorna la menzione di questo nemico degli uomini. «Crediamo - osserva il Santo Padre - in qualcosa di preternaturale venuto nel mondo proprio per turbare, per soffocare i frutti del Concilio Ecumenico, e per impedire che la Chiesa prorompesse nell’inno della gioia di aver riavuto in pienezza la coscienza di sé. Appunto per questo vorremmo essere capaci, più che mai in questo momento, di esercitare la funzione assegnata da Dio a Pietro, di confermare nella Fede i fratelli. Noi vorremmo comunicarvi questo carisma della certezza che il Signore dà a colui che lo rappresenta anche indegnamente su questa terra». La fede ci dà la certezza, la sicurezza, quando è basata sulla Parola di Dio accettata e trovata consenziente con la nostra stessa ragione e con il nostro stesso animo umano. Chi crede con semplicità, con umiltà, sente di essere sulla buona strada, di avere una testimonianza interiore che lo conforta nella difficile conquista della verità.

Il Signore, conclude il Papa, si mostra Egli stesso luce e verità a chi lo accetta nella sua Parola, e la sua Parola diventa non più ostacolo alla verità e al cammino verso l’essere, bensì un gradino su cui possiamo salire ed essere davvero conquistatori del Signore che si mostra attraverso la via della fede, questo anticipo e garanzia della visione definitiva.

Nel sottolineare un altro aspetto dell’umanità contemporanea, Paolo VI ricorda l’esistenza di una gran quantità di anime umili, semplici, pure, rette, forti, che seguono l’invito di San Pietro ad essere «fortes in fide». E vorremmo - così Egli - che questa forza della fede, questa sicurezza, questa pace trionfasse su tutti gli ostacoli. Il Papa invita infine i fedeli ad un atto di fede umile e sincero, ad uno sforzo psicologico per trovare nel loro intimo lo slancio verso un atto cosciente di adesione: «Signore, credo nella Tua parola, credo nella Tua rivelazione, credo in chi mi hai dato come testimone e garante di questa Tua rivelazione per sentire e provare, con la forza della fede, l’anticipo della beatitudine della vita che con la fede ci è promessa».

«Por alguna fisura el humo de Satanás ha entrado en el templo de Dios: la duda, la incertidumbre, lo problemático, la inquietud, el descontento, la confrontación» «Se creía que tras el Concilio vendría un día de sol para la historia de la Iglesia. Pero vino una jornada de nubes, de tempestad, ...de incertidumbre... Nosotros buscamos cavar nuevos abismos en lugar de rellenarlos" (San Pablo VI, 29 de junio de 1972, Homilia de la misa en ocasión del noveno aniversario de su coronación).

«Una potencia hostil ha intervenido. Su nombre es el diablo, ese ser misterioso del que San Pedro habla en su primera Carta. ¿Cuántas veces, en el Evangelio, Cristo nos habla de este enemigo de los hombres?» (ib.).

«Nosotros creemos que un ser preternatural ha venido al mundo precisamente para turbar la paz, para ahogar los frutos del Concilio ecuménico, y para impedir a la Iglesia cantar su alegría por haber retomado plenamente conciencia de ella misma»

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La homilía de san Pablo VI del 29 de junio de 1972

Fuente: http://w2.vatican.va/content/paul-vi/it/homilies/1972/documents/hf_p-vi_hom_19720629.html

Daniel Iglesias, InfoCatólica, 25.08.16 a las 1:43 PM

(Nota de Fe y Razón: Hasta donde sabemos, ésta es la primera publicación completa en Internet y en español de esta homilía del Beato Pablo VI, una de las principales homilías de su pontificado (1963-1978). La traducción del italiano es de Daniel Iglesias Grèzes).

Al atardecer del jueves 29 de junio, solemnidad de los Santos Pedro y Pablo, en presencia de una considerable multitud de fieles provenientes de cada parte del mundo, el Santo Padre celebra la Misa y el inicio de su décimo año de Pontificado, como sucesor de San Pedro. Con el Decano del Sacro Colegio, Señor Cardenal Amleto Giovanni Cicognani y el Vicedecano Señor Cardenal Luigi Traglia son treinta los Purpurados, de la Curia y algunos Pastores de diócesis, hoy presentes en Roma. Dos Señores Cardenales por cada Orden acompañan procesionalmente al Santo Padre al altar. En pleno el Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, con el Sustituto de la Secretaría de Estado, arzobispo Giovanni Benelli, y el Secretario del Consejo para los Asuntos Públicos de la Iglesia, arzobispo Agostino Casaroli. Damos un informe de la Homilía de Su Santidad.

El Santo Padre comienza afirmando que debe un vivísimo agradecimiento a cuantos, Hermanos e Hijos, están presentes en la Basílica y a cuantos, desde lejos, pero a ellos espiritualmente asociados, asisten al sagrado rito, el cual, a la intención celebrativa del Apóstol Pedro, a quien está dedicada la Basílica Vaticana, privilegiada guardiana de su tumba y de sus reliquias, y del Apóstol Pablo, siempre a unido a él en el designio y en el culto apostólico, une otra intención, aquella de recordar el aniversario de su elección a la sucesión en el ministerio pastoral del pescador Simón, hijo de Jonás, por Cristo denominado Pedro, y por lo tanto en la función de Obispo de Roma, de Pontífice de la Iglesia universal y de visible y humildísimo Vicario en la tierra de Cristo el Señor. El agradecimiento vivísimo es por cuanto la presencia de tantos fieles le demuestra de amor a Cristo mismo en el signo de su pobre persona, y lo asegura por tanto de su fidelidad e indulgencia hacia él, así como de su propósito, para él consolador, de ayudarlo con su oración.

La Iglesia de Jesús, la Iglesia de Pedro

Pablo VI prosigue diciendo que no quiere hablar, en su breve discurso, de él, San Pedro, porque sería demasiado largo y quizás superfluo para quienes ya conocen su admirable historia; ni de sí mismo, de quien ya bastante hablan la prensa y la radio, a las que por lo demás expresa su debido reconocimiento. Queriendo más bien hablar de la Iglesia, que en aquel momento y desde aquella sede parece aparecer delante de sus ojos como extendida en su vastísimo y complicadísimo panorama, se limita a repetir una palabra del mismo Apóstol Pedro, como dicha por él a la inmensa comunidad católica; por él, en su primera carta, recogida en el canon de los escritos del Nuevo Testamento. Este bellísimo mensaje, dirigido desde Roma a los primeros cristianos del Asia menor, de origen en parte judío, en parte pagano, como para demostrar ya desde entonces la universalidad del ministerio apostólico de Pedro, tiene carácter parenético, o sea exhortativo, pero no carece de enseñanzas doctrinales, y la palabra que el Papa cita es justamente tal, tanto que el reciente Concilio la ha atesorado por una de sus enseñanzas características. Pablo VI invita a escucharla como pronunciada por San Pedro mismo para todos aquellos a los cuales en aquel momento él la dirige.

Después de haber recordado el pasaje del Éxodo en el que se narra cómo Dios, hablando a Moisés antes de entregarle la Ley, dice: «Yo haré de este pueblo, un pueblo sacerdotal y real», Pablo VI declara que San Pedro ha retomado esta palabra tan emocionante, tan grande, y la ha aplicado al nuevo pueblo de Dios, heredero y continuador del Israel de la Biblia para formar un nuevo Israel, el Israel de Cristo. Dice San Pedro: será el pueblo sacerdotal y real que glorificará al Dios de la misericordia, el Dios de la salvación.

Esta palabra, observa el Santo Padre, ha sido malinterpretada por algunos, como si el sacerdocio fuese un orden solo, y por ende fuese comunicado a cuantos son insertados en el Cuerpo Místico de Cristo, a cuantos son cristianos. Esto es verdad por cuanto se refiere a lo que es indicado como sacerdocio común, pero el Concilio nos dice, y la Tradición ya lo había enseñado, que existe otro grado del sacerdocio, el sacerdocio ministerial, que tiene facultades y prerrogativas particulares y exclusivas.

Pero lo que afecta a todos es el sacerdocio real y el Papa se detiene sobre el significado de esta expresión. Sacerdocio quiere decir capacidad de rendir culto a Dios, de comunicarse con Él, de ofrecerle dignamente algo en su honor, de conversar con Él, de buscarlo siempre en una profundidad nueva, en un descubrimiento nuevo, en un amor nuevo. Este impulso de la humanidad hacia Dios, que nunca es suficientemente logrado, ni suficientemente conocido, es el sacerdocio de quien es insertado en el único Sacerdote, que es Cristo, después de la inauguración del Nuevo Testamento. Quien es cristiano es por lo mismo dotado de esta calidad, de esta prerrogativa de poder hablar al Señor en términos verdaderos, como de hijo a padre.

El necesario coloquio con Dios

«Audemus dicere» [Nos atrevemos a decir]: podemos realmente celebrar, delante del Señor, un rito, una liturgia de la oración común, una santificación de la vida incluso profana que distingue al cristiano de quien no es cristiano. Este pueblo es distinto, aunque esté confundido en medio de la marea grande de la humanidad. Tiene su distinción, su característica inconfundible. San Pablo lo llama «segregatus» [separado], distanciado, distinto del resto de la humanidad justo porque está investido de prerrogativas y de funciones que no tienen los que no poseen la extrema fortuna y la excelencia de ser miembros de Cristo.

Pablo VI agrega, entonces, que los fieles, los cuales son llamados a la filiación divina, a la participación del Cuerpo Místico de Cristo, y son animados por el Espíritu Santo, y hechos templos de la presencia de Dios, deben ejercitar este diálogo, este coloquio, esta conversación con Dios en la religión, en el culto litúrgico, en el culto privado, y extender el sentido de la sacralidad también a las acciones profanas. «Ya sea que comáis o que bebáis –dice San Pablo– hacedlo por la gloria de Dios». Y lo dice más veces, en sus cartas, como para reclamar al cristiano la capacidad de infundir algo nuevo, de iluminar, de sacralizar incluso las cosas temporales, externas, pasajeras, profanas.

Se nos invita a dar al pueblo cristiano, que se llama Iglesia, un sentido verdaderamente sagrado. Y sentimos el deber de contener la ola de profanidad, de desacralización, de secularización que sube y quiere confundir y ahogar el sentido religioso en el secreto del corazón, en la vida privada o incluso en las afirmaciones de la vida exterior. Se tiende hoy a afirmar que no es necesario distinguir un hombre de otro, que no hay nada que pueda obrar esta distinción. Más bien, se tiende a restituir al hombre su autenticidad, su ser como todos los demás. Pero la Iglesia, y hoy San Pedro, llamando al pueblo cristiano a la conciencia de sí, le dicen que es el pueblo elegido, distinto, «comprado» por Cristo, un pueblo que debe ejercitar una relación particular con Dios, un sacerdocio con Dios. Esta sacralización de la vida hoy no debe ser cancelada, expulsada de las costumbres y de la realidad cotidiana como si no debiera aparecer más.

Sacralidad del pueblo cristiano

Hemos perdido, señala Pablo VI, el hábito religioso, y muchas otras manifestaciones exteriores de la vida religiosa. Sobre esto hay mucho para discutir y mucho para conceder, pero debemos mantener el concepto, y con el concepto también algunos signos, de la sacralidad del pueblo cristiano, de los que son injertados en Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote.

Hoy algunas corrientes sociológicas tienden a estudiar la humanidad prescindiendo de este contacto con Dios. La sociología de San Pedro, en cambio, la sociología de la Iglesia, para estudiar a los hombres pone en evidencia justo este aspecto sagrado, de conversación con lo inefable, con Dios, con el mundo divino. Es preciso afirmarlo en el estudio de todas las diferencias humanas. Por más heterogéneo que se presente el género humano, no debemos olvidar esta unidad fundamental que el Señor nos confiere cuando nos da la gracia: somos todos hermanos en el mismo Cristo. No hay más ni judío, ni griego, ni escita, ni bárbaro, ni hombre, ni mujer. Todos somos una sola cosa en Cristo. Todos somos santificados, todos tenemos la participación en este grado de elevación sobrenatural que Cristo nos ha conferido. San Pedro nos lo recuerda: es la sociología de la Iglesia que no debemos borrar ni olvidar.

Cuidados y afecto por los débiles y los desorientados

Pablo VI se pregunta, entonces, si la Iglesia de hoy se puede confrontar con tranquilidad con las palabras que Pedro ha dejado en herencia, ofreciéndolas como meditación. «Pensamos de nuevo en este momento con inmensa caridad –dijo el Santo Padre– en todos nuestros hermanos que nos dejan, en los muchos que son fugitivos y olvidados, en los muchos que quizás nunca han llegado siquiera a tener conciencia de la vocación cristiana, aunque hayan recibido el Bautismo. ¡Cómo quisiéramos realmente extender las manos hacia ellos, y decirles que el corazón está siempre abierto, que la puerta es fácil, y cómo quisiéramos hacerlos partícipes de la grande, inefable fortuna de nuestra felicidad, la de estar en comunicación con Dios, que no nos quita nada de la visión temporal y del realismo positivo del mundo exterior!»

Tal vez nuestro estar en comunicación con Dios nos obliga a renuncias, a sacrificios, pero mientras nos priva de algo multiplica sus dones. Sí, impone renuncias pero nos hace sobreabundar de otras riquezas. No somos pobres, somos ricos, porque tenemos la riqueza del Señor. «Y bien –agrega el Papa– querríamos decir a estos hermanos, de quienes sentimos casi el desgarro en las vísceras de nuestra alma sacerdotal, cuánto nos están presentes, cuánto ahora y siempre y más los amamos y cuánto rezamos por ellos y cuánto buscamos con este esfuerzo que los persigue, los rodea, suplantar la interrupción que ellos mismos interponen a nuestra comunión con Cristo».

Refiriéndose a la situación de la Iglesia de hoy, el Santo Padre afirma tener la sensación de que «por alguna grieta ha entrado el humo de Satanás en el templo de Dios». Hay duda, incertidumbre, problemas, inquietud, insatisfacción, confrontación. No se confía más en la Iglesia; se confía en el primer profeta profano que viene a hablarnos desde algún periódico o desde algún movimiento social para correr tras él y preguntarle si tiene la fórmula de la verdadera vida. Y no nos damos cuenta de que en cambio ya somos nosotros dueños y maestros [de esa fórmula]. Ha entrado la duda en nuestras conciencias, y ha entrado por ventanas que en cambio debían estar abiertas a la luz. De la ciencia, que existe para darnos las verdades que no separan de Dios sino que lo hacen buscar todavía más y celebrar con mayor intensidad, ha venido en cambio la crítica, ha venido la duda. Los científicos son los que de modo más pensativo y doloroso doblan la frente. Y terminan por enseñar: «No sé, no sabemos, no podemos saber». La escuela se convierte en palestra de confusión y de contradicciones a veces absurdas. Se celebra el progreso para luego poderlo demoler con las revoluciones más extrañas y más radicales, para negar todo lo que se ha conquistado, para volver a ser primitivos después de haber exaltado tanto los progresos del mundo moderno.

Incluso en la Iglesia reina este estado de incertidumbre. Se creía que después del Concilio vendría un día de sol para la historia de la Iglesia. Ha venido en cambio un día de nubes, de tormenta, de oscuridad, de búsqueda, de incertidumbre. Predicamos el ecumenismo y nos separamos más y más de los otros. Buscamos excavar abismos en lugar de llenarlos.

Por un «Credo» vivificante y redentor

¿Cómo ha sucedido esto? El Papa confía a los presentes un pensamiento suyo: que ha sido la intervención de un poder adverso. Su nombre es el diablo, este misterioso ser al que se hace alusión también en la Carta de San Pedro. Muchas veces, por otra parte, en el Evangelio, sobre los labios mismos de Cristo, retorna la mención de este enemigo de los hombres. «Creemos –observa el Santo Padre– en algo preternatural venido al mundo precisamente para perturbar, para sofocar los frutos del Concilio Ecuménico, y para impedir que la Iglesia prorrumpiese en el himno de la alegría de haber recuperado en plenitud la conciencia de sí. Justo por esto querríamos ser capaces, más que nunca en este momento, de ejercer la función, asignada por Dios a Pedro, de confirmar en la Fe a los hermanos. Nos querríamos comunicaros este carisma de la certeza que el Señor da a aquel que lo representa, aunque indignamente, sobre esta tierra». La fe nos da la certeza, la seguridad, cuando está basada sobre la Palabra de Dios aceptada y encontrada acorde con nuestra misma razón y con nuestro mismo espíritu humano. Quien cree con simplicidad, con humildad, siente que está en el buen camino, que tiene un testimonio interior que lo conforta en la difícil conquista de la verdad.

El Señor, concluye el Papa, se muestra Él mismo como luz y verdad a quien lo acepta en su Palabra, y su Palabra se vuelve, no más obstáculo a la verdad y al camino hacia el ser, sino un escalón sobre el que podemos subir y ser realmente conquistadores del Señor que se muestra a través de la vía de la fe, este anticipo y garantía de la visión definitiva.

Al subrayar otro aspecto de la humanidad contemporánea, Pablo VI recuerda la existencia de una gran cantidad de almas humildes, simples, puras, rectas, fuertes, que siguen la invitación de San Pedro a ser «fortes in fide» [fuertes en la fe]. Y quisiéramos –dijo Él– que esta fuerza de la fe, esta seguridad, esta paz triunfase sobre todos los obstáculos. El Papa invita por último a los fieles a un acto de fe humilde y sincero, a un esfuerzo psicológico para encontrar en su intimidad el impulso hacia un acto consciente de adhesión: «Señor, creo en Tu palabra, creo en Tu revelación, creo en quienes me has dado como testimonio y garantía de esta revelación Tuya para sentir y gustar, con la fuerza de la fe, el anticipo de la bienaventuranza de la vida que con la fe nos es prometida».

Fuente: http://w2.vatican.va/content/paul-vi/it/homilies/1972/documents/hf_p-vi_hom_19720629.html

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Audiencia general 15-XI-1972

«Padre nostro... liberaci dal male». Alocución en la audiencia general del 15 de noviembre de 1972 (Pablo VI, «Enseñanzas al pueblo de Dios», -1972, pp. 183-188). El Santo Padre había manifestado la misma inquietud en la homilía del 29 de junio precedente: «Ser fuertes en la fe» (L’Osservatore Romano, edición en lengua española, de 9 de julio de 1972, páginas 1-2).

Ampliando lo que ya había expresado el 29 de junio de 1972 en la Basílica de San Pedro, cuando dijo que por alguna grieta se había introducido el humo de Satanás en la Iglesia, dijo Pablo VI en la audiencia general del 15 de noviembre de 1972 http://w2.vatican.va/content/paul-vi/es/audiences/1972/documents/hf_p-vi_aud_19721115.html:

PABLO VI AUDIENCIA GENERAL Miércoles 15 de noviembre de 1972

¿Cuáles son hoy las necesidades mayores de la Iglesia? No os suene como simplista, o justamente como supersticiosa e irreal nuestra respuesta; una de las necesidades mayores es la defensa de aquel mal que llamamos Demonio.

Antes de aclarar nuestro pensamiento, invitamos al vuestro a que se abra a la luz de la fe sobre la visión de la vida humana, visión que, desde este observatorio, se extiende extraordinariamente y penetra en profundidades singulares. Y verdaderamente el cuadro que estamos invitados a contemplar con realismo global es muy hermoso. Es el cuadro de la creación, la obra de Dios, que Dios mismo, como espejo exterior de su sabiduría y de su poder, admiró en su belleza sustancial (cf Gn 1, 10, etc.).

Luego es muy interesante el cuadro de la historia dramática de la humanidad, de cuya historia emerge la de la redención, la de Cristo, de nuestra salvación, con sus tesoros estupendos de revelación, de profecía, de santidad, de vida elevada a nivel sobrenatural, de promesas eternas (cf Ef 1, 10). Sabiendo mirar este cuadro, necesariamente debemos sentirnos encantados (cf San Agustín, Soliloquios); todo tiene un sentido, todo tiene un fin, todo tiene un orden y todo permite vislumbrar una Presencia trascendente, un Pensamiento, una Vida y, finalmente, un Amor, de suerte que el universo, por lo que es y por lo que no es, se presenta a nosotros como una preparación entusiasmante y embriagadora para algo todavía más bello y todavía más perfecto (cf 1Co 2, 9; 13, 12; Rm 8, 19-23). La visión cristiana del cosmos y de la vida es, por tanto, triunfalmente optimista; y esta visión justifica nuestra alegría y nuestra gratitud de vivir con las que, al celebrar la gloria de Dios, cantamos nuestra fidelidad (cf el Gloria de la Misa).

¿Pero es completa esta visión? ¿Es exacta? ¿Nada nos importan las deficiencias que existen en el mundo? ¿Los desajustes de las cosas respecto de nuestra existencia? ¿El dolor, la muerte, la maldad, la crueldad, el pecado; en una palabra, el mal? ¿Y no vemos cuánto mal existe en el mundo? ¿Especialmente cuánto mal moral, es decir, simultáneo, si bien de distinta forma, contra el hombre y contra Dios? ¿No es este acaso un triste espectáculo, un misterio inexplicable? ¿Y no somos nosotros, justamente nosotros, seguidores del Verbo y cantores del Bien, nosotros creyentes, los más sensibles, los más turbados por la observación y la experiencia del mal? Lo encontramos en el reino de la naturaleza, en el que sus innumerables manifestaciones nos parece que delatan un desorden. Después lo encontramos en el ámbito humano, donde hallamos la debilidad, la fragilidad, el dolor, la muerte; y algo peor, una doble ley opuesta: una que desearía el bien, y otra, en cambio, orientada al mal; tormento que san Pablo pone en humillante evidencia para demostrar la necesidad y la suerte de una gracia salvadora, es decir, de la salvación traída por Cristo (cf Rm 7); ya el poeta pagano había denunciado este conflicto interior en el corazón mismo del hombre: "Video meliora, proboque, deteriora sequor" (Ovidio, Met., 7, 19). Encontramos el pecado, perversión de la libertad humana, y causa profunda de la muerte, porque es separación de Dios fuente de la vida (Rm 5, 12); y además, a su vez, ocasión y efecto de una intervención en nosotros y en el mundo de un agente oscuro y enemigo, el Demonio.

El mal no es solamente una deficiencia, sino una eficiencia, un ser vivo, espiritual, pervertido y perversor. Terrible realidad. Misteriosa y pavorosa. Se sale del cuadro de la enseñanza bíblica y eclesiástica quien se niega a reconocer su existencia; o bien quien hace de ella un principio que existe por sí y que no tiene, como cualquier otra criatura, su origen en Dios; o bien la explica como una pseudorrealidad, una personificación conceptual y fantástica de las causas desconocidas de nuestras desgracias. El problema del mal, visto en su complejidad y en su absurdidad respecto de nuestra racionalidad unilateral se hace obsesionante: constituye la más fuerte dificultad para nuestra comprensión religiosa del cosmos. No sin razón sufrió por ello durante años san Agustín: "Quaerebam unde malum, et non erat exitus", buscaba de dónde procedía el mal, y no encontraba explicación (Confesiones, VII, 5, 7, 11, etc., PL., 22, 736, 739).

He aquí, pues, la importancia que adquiere el conocimiento del mal para nuestra justa concepción cristiana del mundo, de la vida, de la salvación. Primero, en el desarrollo de la historia evangélica, ¿quién no recuerda, al principio de su vida pública, la página densísima de significados de la triple tentación de Cristo? Y después, en los múltiples episodios evangélicos, en los cuales el Demonio se cruza en el camino del Señor y figura en sus enseñanzas (cf Mt 12, 43). ¿Y cómo no recordar que Cristo, refiriéndose al Demonio en tres ocasiones como a su adversario, lo denomina "príncipe de este mundo"? (Jn 12, 31; 14, 30; 16, 11). Y la incumbencia de esta nefasta presencia está señalada en muchísimos pasajes del Nuevo Testamento. San Pablo lo llama el "dios de este mundo" (2Co 4, 4), y nos pone en guardia sobre la lucha a oscuras que nosotros cristianos debemos mantener no con un solo Demonio, sino con una pluralidad pavorosa: "Revestíos, dice el apóstol, de la coraza de Dios para poder hacer frente a las asechanzas del Diablo, que nuestra lucha no es (solo) contra la sangre y la carne, sino contra los principados y las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malignos de los aires" (Ef  6, 12).

Y que se trata no de un solo Demonio, sino de muchos, diversos pasajes evangélicos nos lo indican (cf Lc 11, 21; Mc 5, 9); pero uno es el principal: Satanás, que quiere decir el adversario, el enemigo; y con él muchos, todos criaturas de Dios, pero caídas –porque fueron rebeldes– y condenadas (cf DS 800-428); todo un mundo misterioso, revuelto por un drama desgraciadísimo, del que conocemos muy poco.

Conocemos, sin embargo, muchas cosas de este mundo diabólico que afectan a nuestra vida y a toda la historia humana. El Demonio está en el origen de la primera desgracia de la humanidad; él fue el tentador engañoso y fatal del primer pecado, el pecado original (cf Gn 3; Sab 1, 24). Por aquella caída de Adán, el Demonio adquirió un cierto dominio sobre el hombre, del que solo la redención de Cristo nos pudo liberar. Es una historia que sigue todavía: recordemos los exorcismos del bautismo y las frecuentes alusiones de la Sagrada Escritura y de la liturgia a la agresiva y opresora "potestad de las tinieblas" (cf Lc 22, 53; Col 1, 13). Es el enemigo número uno, es el tentador por excelencia. Sabemos también que este ser oscuro y perturbador existe de verdad y que con alevosa astucia actúa todavía; es el enemigo oculto que siembra errores e infortunios en la historia humana. Debemos recordar la parábola reveladora de la buena semilla y de la cizaña, síntesis y explicación de la falta de lógica que parece presidir nuestras sorprendentes vicisitudes: "Inimicus homo hoc fecit" (Mt 13, 28). El hombre enemigo hizo esto. Él es "el homicida desde el principio... y padre de toda mentira", como lo define Cristo (cf Jn 8, 44s); es el insidiador sofístico del equilibrio moral del hombre. Es el pérfido y astuto encantador, que sabe insinuarse en nosotros por medio de los sentidos, de la fantasía, de la concupiscencia, de la lógica utópica, o de los desordenados contactos sociales en el juego de nuestro actuar, para introducir en él desviaciones, tanto más nocivas cuanto que en apariencia son conformes a nuestras estructuras físicas o psíquicas o a nuestras instintivas y profundas aspiraciones.

Este capítulo sobre el Demonio y sobre la influencia que puede ejercer, tanto en cada una de las personas como en comunidades, sociedades enteras o acontecimientos, sería un capítulo muy importante de la doctrina católica que debería estudiarse de nuevo, mientras que hoy se le presta poca atención. Piensan algunos encontrar en los estudios psicoanalíticos y psiquiátricos o en experiencias espiritistas, hoy excesivamente difundidas por muchos países, una compensación suficiente. Se teme volver a caer en viejas teorías maniqueas o en terribles divagaciones fantásticas y supersticiosas.

Hoy prefieren algunos mostrarse valientes y libres de prejuicios, tomar actitudes positivistas, prestando luego fe a tantas gratuitas supersticiones mágicas o populares; o peor aún, abrir la propia alma –¡la propia alma bautizada, visitada tantas veces por la presencia eucarística y habitada por el Espíritu Santo!– a las experiencias libertinas de los sentidos, a aquellas otras deletéreas de los estupefacientes, como igualmente a las seducciones ideológicas de los errores de moda; fisuras estas a través de las cuales puede penetrar fácilmente el Maligno y alterar la mentalidad humana. No se ha dicho que todo pecado se deba directamente a la acción diabólica (cf ST, I, 104, 3); pero es, sin embargo, cierto que quien no vigila con cierto rigor moral sobre sí mismo (cf Mt 12, 45; Ef 6, 11) se expone a la influencia del "mysterium iniquitatis", a que se refiere san Pablo (2Ts 2, 3-12), y que hace problemática la alternativa de nuestra salvación.

Nuestra doctrina se hace incierta, por estar como oscurecida por las tinieblas mismas que rodean al Demonio. Pero nuestra curiosidad, excitada por la certeza de su existencia múltiple, se hace legítima con dos preguntas: ¿Existen señales, y cuáles, de la presencia de la acción diabólica? ¿Y cuáles son los medios de defensa contra un peligro tan insidioso?

La respuesta a la primera pregunta impone mucha cautela, si bien las señales del Maligno parecen hacerse evidentes (cf Tert. Apo., 23). Podremos suponer su acción siniestra allí donde la mentira se afirma hipócrita y poderosa contra la verdad evidente; donde el amor es eliminado por un egoísmo frío y cruel; donde el nombre de Cristo es impugnado con odio consciente y rebelde (cf 1Co 16, 22; 12, 3); donde el espíritu del Evangelio es mistificado y desmentido; donde la desesperación se afirma como la última palabra, etc. Pero es una diagnosis demasiado amplia y difícil, que ahora no pretendemos profundizar y autenticar, no carente sin embargo para todos de dramático interés, a la que también la literatura moderna ha dedicado páginas famosas (cf p. e., las obras de Bernanos, estudiadas por Ch. Möeller, Literatura del siglo XX, I., p. 397 ss.; P. Macchi, El rostro del mal en Bernanos; cf también Satán, Estudios Carmelitanos, Desclee de Brouber, 1948). El problema del mal sigue siendo uno de los mayores y permanentes problemas para el espíritu humano, incluso tras la victoriosa respuesta que da el mismo Jesucristo. "Sabemos, escribe el evangelista san Juan, que somos (nacidos) de Dios, y que todo el mundo está puesto bajo el Maligno" (1Jn 5, 19).

A la otra pregunta sobre qué defensa, qué remedio oponer a la acción del Demonio, la respuesta es más fácil de formular, si bien sigue difícil actualizarla. Podremos decir que todo lo que nos defienda del pecado nos defiende por ello mismo del enemigo invisible. La gracia es la defensa decisiva. La inocencia adquiere un aspecto de fortaleza. Y asimismo cada uno recuerda hasta qué punto la pedagogía apostólica ha simbolizado en la armadura de un soldado las virtudes que pueden hacer invulnerable al cristiano (cf Rm 13, 12; Ef 5, 11; 1Ts 5, 8). El cristiano debe ser militante; debe ser vigilante y fuerte (1P 5, 8); y debe a veces recurrir a algún ejercicio ascético especial para alejar ciertas incursiones diabólicas. Jesús lo enseña indicando el remedio "en la oración y en el ayuno" (Mc 9, 29). Y el apóstol sugiere la línea maestra a seguir: "No os dejéis vencer por el mal, sino venced al mal con el bien" (Rm 12, 21; Mt 13, 29).

Con el conocimiento, por ello, de las presentes adversidades en que se encuentran hoy las almas, la Iglesia y el mundo, trataremos de dar sentido y eficacia a la acostumbrada invocación de nuestra oración principal: "Padre nuestro..., ¡líbranos del mal!". Que a todo esto os ayude también nuestra bendición apostólica.
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Quali sono oggi i bisogni maggiori della Chiesa?

Non vi stupisca come semplicista, o addirittura come superstiziosa e irreale la nostra risposta: uno dei bisogni maggiori è la difesa da quel male, che chiamiamo il Demonio.

video meliora proboque, deteriora sequor (OVIDIO, Met. 7, 19). Troviamo il peccato, perversione della libertà umana, e causa profonda della morte, perché distacco da Dio fonte della vita (Rom. 5, 12), e poi, a sua volta, occasione ed effetto d’un intervento in noi e nel nostro mondo d’un agente oscuro e nemico, il Demonio. Il male non è più soltanto una deficienza, ma un’efficienza, un essere vivo, spirituale, pervertito e pervertitore. Terribile realtà. Misteriosa e paurosa.

Esce dal quadro dell’insegnamento biblico ed ecclesiastico chi si rifiuta di riconoscerla esistente; ovvero chi ne fa un principio a sé stante, non avente essa pure, come ogni creatura, origine da Dio; oppure la spiega come una pseudo-realtà, una personificazione concettuale e fantastica delle cause ignote dei nostri malanni. Il problema del male, visto nella sua complessità, e nella sua assurdità rispetto alla nostra unilaterale razionalità, diventa ossessionante. Esso costituisce la più forte difficoltà per la nostra intelligenza religiosa del cosmo. Non per nulla ne soffrì per anni S. Agostino: Quaerebam unde malum, et non erat exitus, io cercavo donde provenisse il male, e non trovavo spiegazione (S. Aug. Confess. VII, 5, 7, 11, etc.; PL, 32, 736, 739).

Ed ecco allora l’importanza che assume l’avvertenza del male per la nostra corretta concezione cristiana del mondo, della vita, della salvezza. Prima nello svolgimento della storia evangelica al principio della sua vita pubblica: chi non ricorda la pagina densissima di significati della triplice tentazione di Cristo? Poi nei tanti episodi evangelici, nei quali il Demonio incrocia i passi del Signore e figura nei suoi insegnamenti? (P. es. Matth. 12, 43) E come non ricordare che Cristo, tre volte riferendosi al Demonio, come a suo avversario, lo qualifica «principe di questo mondo»? (Io. 12, 31; 14, 30; 16, 11) E l’incombenza di questa nefasta presenza è segnalata in moltissimi passi del nuovo Testamento. S. Paolo lo chiama il «dio di questo mondo» (2 Cor. 4, 4), e ci mette sull’avviso sopra la lotta al buio, che noi cristiani dobbiamo sostenere non con un solo Demonio, ma con una sua paurosa pluralità: «Rivestitevi, dice l’Apostolo, dell’armatura di Dio per poter affrontare le insidie del diavolo, poiché la nostra lotta non è (soltanto) col sangue e con la carne, ma contro i Principati e le Potestà, contro i dominatori delle tenebre, contro gli spiriti maligni dell’aria» (Eph. 6, 11-12).

E che si tratti non d’un solo Demonio, ma di molti, diversi passi evangelici ce lo indicano (Luc. 11, 21; Marc. 5, 9); ma uno è principale: Satana, che vuol dire l’avversario, il nemico; e con lui molti, tutti creature di Dio, ma decadute, perché ribelli e dannate (Cfr. DENZ.-SCH. 800-428); tutte un mondo misterioso, sconvolto da un dramma infelicissimo, di cui conosciamo ben poco.

IL NEMICO OCCULTO CHE SEMINA ERRORI

Conosciamo tuttavia molte cose di questo mondo diabolico, che riguardano la nostra vita e tutta la storia umana. Il Demonio è all’origine della prima disgrazia dell’umanità; egli fu il tentatore subdolo e fatale del primo peccato, il peccato originale (Gen. 3; Sap. 1, 24). Da quella caduta di Adamo il Demonio acquistò un certo impero su l’uomo, da cui solo la Redenzione di Cristo ci può liberare. È storia che dura tuttora: ricordiamo gli esorcismi del battesimo ed i frequenti riferimenti della sacra Scrittura e della liturgia all’aggressiva e alla opprimente «potestà delle tenebre» (Cfr. Luc. 22, 53; Col. 1, 13). È il nemico numero uno, è il tentatore per eccellenza. Sappiamo così che questo Essere oscuro e conturbante esiste davvero, e che con proditoria astuzia agisce ancora; è il nemico occulto che semina errori e sventure nella storia umana. Da ricordare la rivelatrice parabola evangelica del buon grano e della zizzania, sintesi e spiegazione dell’illogicità che sembra presiedere alle nostre contrastanti vicende: inimicus homo hoc fecit (Matth. 13, 28). È «l’omicida fin d a principio . . . e padre della menzogna», come lo definisce Cristo (Cfr. Io. 8, 44-45); è l’insidiatore sofistico dell’equilibrio morale dell’uomo. È lui il perfido ed astuto incantatore, che in noi sa insinuarsi, per via dei sensi, della fantasia, della concupiscenza, della logica utopistica, o di disordinati contatti sociali nel gioco del nostro operare, per introdurvi deviazioni, altrettanto nocive quanto all’apparenza conformi alle nostre strutture fisiche o psichiche, o alle nostre istintive, profonde aspirazioni.

Sarebbe questo sul Demonio e sull’influsso, ch’egli può esercitare sulle singole persone, come su comunità, su intere società, o su avvenimenti, un capitolo molto importante della dottrina cattolica da ristudiare, mentre oggi poco lo è. Si pensa da alcuni di trovare negli studi psicanalitici e psichiatrici o in esperienze spiritiche, oggi purtroppo tanto diffuse in alcuni Paesi, un sufficiente compenso. Si teme di ricadere in vecchie teorie manichee, o in paurose divagazioni fantastiche e superstiziose. Oggi si preferisce mostrarsi forti e spregiudicati, atteggiarsi a positivisti, salvo poi prestar fede a tante gratuite ubbie magiche o popolari, o peggio aprire la propria anima - la propria anima battezzata, visitata tante volte dalla presenza eucaristica e abitata dallo Spirito Santo! - alle esperienze licenziose dei sensi, a quelle deleterie degli stupefacenti, come pure alle seduzioni ideologiche degli errori di moda, fessure queste attraverso le quali il Maligno può facilmente penetrare ed alterare l’umana mentalità. Non è detto che ogni peccato sia direttamente dovuto ad azione diabolica (Cfr. S. TH. 1, 104, 3); ma è pur vero che chi non vigila con certo rigore morale sopra se stesso (Cfr. Matth. 12, 45; Eph. 6, 11) si espone all’influsso del mysterium iniquitatis, a cui San Paolo si riferisce (2 Thess. 2 , 3-12), e che rende problematica l’alternativa della nostra salvezza.

La nostra dottrina si fa incerta, oscurata com’è dalle tenebre stesse che circondano il Demonio. Ma la nostra curiosità, eccitata dalla certezza della sua esistenza molteplice, diventa legittima con due domande. Vi sono segni, e quali, della presenza dell’azione diabolica? e quali sono i mezzi di difesa contro così insidioso pericolo?

PRESENZA DELL'AZIONE DEL MALIGNO

La risposta alla prima domanda impone molta cautela, anche se i segni del Maligno sembrano talora farsi evidenti (Cfr. TERTULL. Apol. 23). Potremo supporre la sua sinistra azione là dove la negazione di Dio si fa radicale, sottile ed assurda, dove la menzogna si afferma ipocrita e potente, contro la verità evidente, dove l’amore è spento da un egoismo freddo e crudele, dove il nome di Cristo è impugnato con odio cosciente e ribelle (Cfr. 1 Cor. 16, 22; 12, 3), dove lo spirito del Vangelo è mistificato e smentito, dove la disperazione si afferma come l’ultima parola, ecc. Ma è diagnosi troppo ampia e difficile, che noi non osiamo ora approfondire e autenticare, non però priva per tutti di drammatico interesse, a cui anche la letteratura moderna ha dedicato pagine famose (Cfr. ad es. le opere di Bernanos, studiate da CH. MOELLER, Littér. du XXe siècle, I, p. 397 ss.; P. MACCHI, Il volto del male in Bernanos; cfr. poi Satan, Etudes Carmélitaines, Desclée de Br. 1948). Il problema del male rimane uno dei più grandi e permanenti problemi per lo spirito umano, anche dopo la vittoriosa risposta che vi dà Gesù Cristo. «Noi sappiamo, scrive l’Evangelista S. Giovanni, che siamo (nati) da Dio, e che tutto il mondo è posto sotto il maligno» (1 Io. 5, 19).

LA DIFESA DEL CRISTIANO

All’altra domanda: quale difesa, quale rimedio opporre alla azione del Demonio? la risposta è più facile a formularsi, anche se rimane difficile ad attuarsi. Potremmo dire: tutto ciò che ci difende dal peccato ci ripara per ciò stesso dall’invisibile nemico. La grazia è la difesa decisiva. L’innocenza assume un aspetto di fortezza. E poi ciascuno ricorda quanto la pedagogia apostolica abbia simboleggiato nell’armatura d’un soldato le virtù che possono rendere invulnerabile il cristiano (Cfr. Rom. 13, 1 2 ; Eph. 6, 11, 14, 17; 1 Thess. 5; 8). Il cristiano dev’essere militante; dev’essere vigilante e forte (1 Petr. 5, 8); e deve talvolta ricorrere a qualche esercizio ascetico speciale per allontanare certe incursioni diaboliche; Gesù lo insegna indicando il rimedio «nella preghiera e nel digiuno» (Marc. 9, 29). E l’Apostolo suggerisce la linea maestra da tenere: «Non lasciarti vincere dal male, ma vinci nel bene il male» (Rom. 12, 21; Matth. 13, 29).

Con la consapevolezza perciò delle presenti avversità in cui oggi le anime, la Chiesa, il mondo si trovano noi cercheremo di dare senso ed efficacia alla consueta invocazione della nostra principale orazione: «Padre nostro, . . . liberaci dal male!».

A tanto giovi anche la nostra Apostolica Benedizione.

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«Una de las necesidades más grandes de la Iglesia es la de defenderse de ese mal al que llamamos el demonio».

«El mal que existe en el mundo es el resultado de la intervención en nosotros y en nuestra sociedad de un agente oscuro y enemigo, el Demonio. El mal no es ya sólo una deficiencia, sino un ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor. Terrible realidad. Misteriosa y pavorosa. Se sale del marco de la enseñanza bíblica y eclesiástica todo aquel que rehúsa reconocerla como existente; e igualmente se aparta quien la considera como un principio autónomo, algo que no tiene su origen en Dios como toda creatura; o bien quien la explica como una pseudorrealidad, como una personificación conceptual y fantástica de las causas desconocidas de nuestras desgracias».

(…)

«Nosotros sabemos que este ser oscuro y perturbador existe verdaderamente y que está actuando de continuo con una astucia traidora. Es el enemigo oculto que siembra el error y la desgracia en la historia de la humanidad.»

«El Demonio es el enemigo número uno, es el tentador por excelencia. Sabemos que este ser oscuro y perturbador existe realmente y sigue actuando; es el que insidia sofísticamente el equilibrio moral del hombre, el seductor pérfido y taimado que sabe insinuarse en nosotros por los sentidos, la imaginación, la concupiscencia, la lógica utópica, las relaciones sociales desordenadas, para introducir en nuestros actos desviaciones muy nocivas y que, sin embargo, parecen corresponder a nuestras estructuras físicas o psíquicas o a nuestras aspiraciones profundas».

(…)

«A propósito del demonio y de su influencia sobre los individuos, sobre las comunidades, sobre sociedades enteras, habría que retomar un capítulo muy importante de la doctrina católica, al que hoy se presta poca atención». (Audiencia general 15-XI-1972).

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El diablo hoy, de Georges Hubert, Edit. Palabra, 2000

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El humo de Satanás dentro de la Iglesia son los abusos litúrgicos en nombre de la creatividad, según el cardenal Virgilio Noé

(CWNews.com/ReL) Religión en Libertad 18 de mayo 2008

El cardenal Virgilio Noé, responsable de la liturgia vaticana durante el pontificado de Pablo VI, ha hablado abiertamente, en una entrevista al portal Roma Petrus, sobre las preocupaciones del Papa Montini. El prelado italiano -que también fue el responsable de la liturgia en el Vaticano durante el pontificado de Juan Pablo I y en los primeros años del de Juan Pablo II- está retirado y su salud es delicada.

En la entrevista asegura que Pablo VI aceptó con sumo placer la reforma litúrgica que tuvo lugar tras el Vaticano II, pero vio con enorme preocupación la propagación de abusos litúrgicos que no respetaban dicha reforma. El Cardenal Noé asegura que aunque el Papa Montini por naturaleza era un hombre poco dado a la tristeza, acabó sus años muy triste porque la Curia le dejó solo a la hora de poner fin a dichos abusos. Noé asegura saber cuál era la intención de Pablo VI cuando afirmó que el "humo de Satanás" se había infiltrado en la Iglesia Católica. El cardenal italiano asegura que el Papa se refería a "todos esos sacerdotes, obispos y cardenales que no adoraban correctamente a Dios al celebrar mal la Santa misa debido a una interpretación equivocada de lo que quiso implementar el Concilio Vaticano II". "El Papa habló del humo de Satanás porque él sostenía que aquellos sacerdotes que convirtieron la Santa Misa en basura `en nombre de la creatividad´, en realidad estaban poseídos de la vanagloria y el orgullo del Maligno. Por tanto, el humo de Satanás no era otra cosa que la mentalidad que quería distorsionar los cánones litúrgicos de la ceremonia eucarística".

Para el Papa Pablo VI, añade el cardenal, el peor resultado de la reforma posconciliar fue el "ansia de estar en el candelero" que causó que muchos sacerdotes ignoraran las directrices litúrgicas. Monseñor Noé recuerda que el propio Papa tuvo mucho cuidado de cumplir él mismo con las rúbricas de la Misa, pues creía firmemente que nadie es "señor de la Misa".

Hablando de sí mismo, quien fue el responsable de la liturgia en el Vaticano, asegura que la misa debe celebrarse siempre con reverencia y respeto por las rúbricas. El cardenal afirma con pesar que a raíz del Concilio Vaticano II "se creía que todo, o casi todo, está permitido" para concluir asegurando que "ahora es necesario recuperar - y a toda prisa - el sentido de lo sagrado en el ars celebrandi, antes de que el humo de Satanás impregne completamente toda la Iglesia".

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La táctica de Satanás según san Juan Pablo II (1985)

«La táctica que Satanás ha aplicado, y que continúa aplicando, consiste en no revelarse, para que el mal que ha difundido desde los orígenes se desarrolle por la acción del hombre mismo, por los sistemas y las relaciones entre los hombres, entre las clases y entre las naciones, para que el mal se transforme cada vez más en un pecado 'estructural' y se pueda identificar cada vez menos como un pecado personal'» (San Juan Pablo II encuentro con 30.000 jóvenes en las islas Madeira en mayo de 1991, citando su mensaje de 1985 para El Año Internacional de la Juventud).

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San Pablo VI en el noveno aniversario de su elección como Papa

Homilía «Ser fuertes en la fe» de 29.06.1972. L'Osservatore Romano, 30 de junio-1 de julio de 1972. (L’Osservatore Romano, edición en lengua española, de 9 de julio de 1972, páginas 1-2).

Tenemos que agradecer a vosotros y a cuantos, ausentes de Roma, estáis presentes en espíritu, la asistencia a este rito que quiere tener una doble intención: la primera, diría —y es suficiente—, es la de honrar a los santos Pedro y Pablo, especialmente por estar en la basílica en la que nos hallamos, sobre la tumba y las reliquias del apóstol Pedro; de honrar a estos príncipes de los apóstoles y de honrar a Cristo en ellos, y de sentirnos llevados por ellos a Cristo, pues les somos deudores de esta gran herencia de la fe. Y, además, la otra intención es que no podemos ser insensibles a conmemorar el noveno aniversario de nuestra elección —como sucesor de Pedro— al Pontificado romano y, lo decimos temblando, al puesto de representante visible en la Tierra, vicario de Nuestro Señor Jesucristo. Os lo agradecemos de corazón, también, porque esta presencia nos asegura lo que más vivo y ardoroso está en nuestros deseos: vuestra adhesión, vuestra fidelidad, vuestra comunión, vuestra unidad en la oración y en la fe, y en la constitución de esta misteriosa sociedad visible y terrenal que se llama la Iglesia, y por sentirnos aquí particularmente Iglesia, unidos en Jesucristo como en un cuerpo solo y, también, porque confiamos en que esta presencia significa ayuda, oración, y signifique indulgencia para quien os habla y también oración por Nos, por nuestro cargo, por la misión que el Señor Nos encomendó para el bien de la Iglesia y del mundo. Y esta oración Nos servirá verdaderamente de gran sufragio para cumplir humilde y fuertemente nuestra fatiga. Nos sentimos autorizados a ceder la palabra al propio San Pedro y a rogarle que diga una de sus palabras entre las tantas hermosas que nos dejó en las dos epístolas canónicas que conservamos en el cuerpo de la Sagrada Escritura, y elegimos las que hablan de vosotros. San Pedro habla de la comunidad la Iglesia naciente en la primera carta —extraña, pero expresiva— que envió desde Roma a las iglesias de Oriente, a las iglesias de Asia Menor, dicen los exégetas informados y que, según su costumbre, escribió no para hacer nuevas comunicaciones doctrinales —como solía hacer San Pablo—, sino para exhortar. Se siente el pastor que quiere incitar, que quiere animar, y que quiere dar conciencia de lo que el pueblo cristiano es y de lo que debe hacer. En esta primera carta de San Pedro se toca, con profunda clarividencia y agudeza, toda la gama de los nuevos sentimientos que deben tener vivencia y brotar con ímpetu del corazón cristiano. Entre las muchas palabras que la carta contiene, os presentamos éstas que dejamos a vuestra meditación, con un breve comentario; dice San Pedro: “Vosotros sois una estirpe elegida, un sacerdocio real, gente santa, pueblo de su propiedad, para que proclaméis las virtudes de quien os llamó de las tinieblas a la luz maravillosa. Vosotros que antaño no erais un pueblo, ahora sois pueblo de Dios; vosotros que antes no fuisteis partícipes de la misericordia, ahora en cambio participáis de la misericordia del Señor”. He aquí lo que Nos, sometemos un momento a vuestra reflexión.

Sacerdocio real
Estas son palabras que han sido muy estudiadas en los últimos años, especialmente porque han sido el eje de la doctrina del Concilio en su capítulo principal, es decir, en la Constitución Dogmática sobre la Iglesia, donde se describe precisamente este cuadro del pueblo de Dios. Sí; os decimos que en este momento propio de oración, pobres como somos, el Señor nos inspira para comprender las cosas. Imaginamos tener delante de Nos, casi extendida en panorama, a toda la Santa Iglesia Católica, y la vemos —con las características que San Pedro indica— en una unidad; recogida en este principio —Cristo— para este fin: glorificarle para este beneficio, salvarse para esta transfiguración, casi para esta metamorfosis que está iniciada en cada uno de los que componen esta comunidad de orden sobrenatural, por el descubrimiento de la vocación en cada uno de los componentes de esta gran masa humana, de este gran mar de la Humanidad, en el que cada cual está personalmente llamado como miembro de la multitud, personalmente llamado —según dice el “Apocalipsis”, acerca del último día— a recibir, como cada uno de los elegidos, un nombre nuevo. Si bien recuerdo, dice el Señor en el texto, que todos estamos llamados a ejercer, a componer, un sacerdocio real. Aquí hay una reminiscencia del Antiguo Testamento —la del Éxodo—cuando Dios, hablando a Moisés antes de entregarle La Ley, dice: “Yo haré de este pueblo un pueblo sacerdotal y real”. San Pedro recoge esta palabra tan grande, tan exaltadora, y la aplica al nuevo pueblo de Dios, heredero y continuador del Israel de la Biblia, para formar un nuevo Israel, el Israel de Cristo. Dice San Pedro: “Será el pueblo sacerdotal y real el que glorificará al Dios de la misericordia, al Dios de la salvación”. Sabemos que esta palabra ha sido, a veces, mal entendida, como si el sacerdocio fuera un solo orden, es decir, fuese comunicado a cuantos están insertos en el Cuerpo Místico de Cristo, a cuantos son cristianos. En cierto sentido es verdad, y solemos llamarlo sacerdocio común, pero el Concilio nos dice —y la Tradición ya nos lo había enseñado— que existe otro grado, otro estado de sacerdocio: el sacerdocio ministerial, que tiene facultades, prerrogativas particulares y exclusivas, precisamente del sacerdocio ministerial. Pero detengámonos en lo que interesa a todos: el sacerdocio real. Aquí deberíamos preguntarnos qué significa sacerdocio, pero las explicaciones no acabarían nunca, y por ello nos limitamos y conformamos con esto: sacerdote significa capacidad de rendir culto a Dios, de comunicar con Él, de buscarle siempre en una profundidad nueva, en un descubrimiento nuevo, en un amor nuevo. Este impulso de la Humanidad hacia Dios, que no ha sido suficientemente alcanzado ni suficientemente conocido, es el sacerdocio de quien está inserto en el único sacerdote que, después del advenimiento del Nuevo Testamento, es Cristo. Es que el cristiano está dotado por ello mismo de esta calidad, de esta prerrogativa de poder hablar al Señor en términos verdaderos, como de hijo a padre.

Lo que distingue al cristiano
“Audemos dicere”: podemos en verdad celebrar ante el Señor un rito, una liturgia de la oración común, una santificación de la vida incluso profana, que distingue al cristiano del que no es cristiano. Este pueblo es distinto, aunque esté confundido en la gran marea de la Humanidad. Tiene su distinción, su característica inconfundible. San Pablo se definió “segregatus”, separado, distinto del resto de la Humanidad, precisamente por estar investido de prerrogativas y funciones que no tienen los que no poseen la suma fortuna y la excelencia de ser miembros de Cristo. Entonces tenemos que considerar que nosotros, los que estamos llamados a ser hijos de Dios, a participar en el Cuerpo Místico de Cristo, que somos animados por el Espíritu Santo y hechos templos de la presencia de Dios, tenemos que realizar este coloquio, este diálogo, esta conversación con Dios en la religión, en el culto litúrgico, en el culto privado, y tenemos que extender el sentido de la sacralidad incluso a las acciones profanas. “Si coméis, si bebéis —dijo San Pablo— hacedlo por la gloria de Dios”. Y lo dice repetidas veces, en sus cartas, como para reivindicar al cristiano la capacidad de infundir algo nuevo, de iluminar, de sacralizar también las cosas temporales, externas, efímeras, profanas.

Desacralización
Se nos exhorta a dar al pueblo cristiano, que se llama Iglesia, un sentido verdaderamente sagrado. Y afirmándolo así, sentirnos que tenemos que contener la ola de profanidad, desacralización, secularización, que sube, que oprime y que quiere confundir y desbordar el sentido religioso en el secreto del corazón —en la vida privada exclusivamente secreta, o también en las afirmaciones de la vida exterior— de toda interioridad personal, o incluso hacerlo desaparecer. Se afirma que ya no hay razón para distinguir un hombre de otro, que no hay nada que pueda realizar esta distinción. Aún más, hay que devolver al hombre su autenticidad, hay que devolver al hombre su verdadero ser, que es común a todos los demás. Pero la Iglesia, y hoy San Pedro, llamando al pueblo cristiano a la conciencia de sí mismo, le dicen que es el pueblo elegido, distinto, adquirido por Cristo, un pueblo que debe ejercer una particular relación con Dios, un sacerdocio con Dios. Esta sacralización de la vida hoy no debe ser borrada, expulsada de las costumbres y de nuestra vida, como si ya no debiera figurar. Hemos perdido los hábitos religiosos, hemos perdido muchas otras manifestaciones exteriores de la vida religiosa. Respecto a esto hay mucho que discutir y mucho que conceder, pero es necesario mantener el concepto, y con el concepto también algún signo de la sacralidad del pueblo cristiano, es decir, de aquellos que están insertos en Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote. Ello nos dirá también que tenemos que sentir un gran fervor religioso. En la actualidad hay una parte de los estudios de la Humanidad —la llamada sociología— que prescinde de este contacto con Dios. Por el Contrario, la sociología de San Pedro, la sociología de la Iglesia, al estudiar a los hombres, pone en evidencia precisamente este aspecto sacral, de conversación con el Inefable, con Dios, con el mundo divino, y ello hay que afirmarlo en el estudio de todas las diferenciaciones humanas. Por muy heterogéneo que se presente el género humano, no tenemos que olvidar esta verdad fundamental que el Señor nos confiere cuando nos da la Gracia: todos somos hermanos en el mismo Cristo. Ya no hay ni judío, ni griego, ni escita, ni bárbaro, ni hombre, ni mujer. Todos somos una sola cosa en Cristo, todos estamos santificados, tenemos todos la participación en este grado de elevación sobrenatural que Cristo nos confirió, y San Pedro nos lo recuerda; es la sociología de la Iglesia que no debemos hacer desaparecer ni olvidar.

Defecciones
Volviendo a mirar aquel panorama a que aludimos —el gran plano de la vida humana, toda la Iglesia— ¿qué es lo que vemos? Si nos preguntan qué es hoy la Iglesia, ¿se puede confrontar tranquilamente con las palabras que Pedro nos dejó como herencia y meditación?, ¿podemos estar tranquilos?, ¿no podemos ver a la Iglesia en una ideología que nos obliga a alguna reflexión, a alguna actitud, a algún esfuerzo y a alguna virtud que se convierte en característica del cristiano? Pensamos de nuevo en este momento —con inmensa caridad— en todos nuestros hermanos que nos abandonan, en muchos que son fugitivos y olvidan, en muchos que tal vez nunca han conseguido tener conciencia de la vocación cristiana, aunque han recibido el bautismo. Quisiéramos muy de verdad tender la mano hacia ellos y decirles que el corazón está siempre abierto, que pasar el umbral es fácil. Mucho quisiéramos hacerles partícipes de la grande e inefable fortuna de nuestra felicidad, la de estar en comunicación con Dios, que no nos quita nada de la visión temporal y del realismo positivo del mundo exterior. Tal vez ello nos obliga a renuncias, a sacrificios, pero mientras nos priva de algo, multiplica sus dones. Nos impone renuncias, pero nos proporciona abundantemente otras riquezas. No somos pobres, somos ricos, porque tenemos la riqueza del Señor. Ahora bien; quisiéramos decir a estos hermanos —de los que sentimos el desgarro en las entrañas de nuestra alma sacerdotal— cuánto les tenemos presente, cuánto —ahora y siempre, y cada vez más— les queremos, y cuánto rezamos por ellos, y cuánto procuramos con este esfuerzo que les persigue y les rodea, suplir la interrupción que ellos mismos hacen de nuestra comunión en Cristo.

Duda, incertidumbre, inquietud
Luego existe otra categoría, y a ella pertenecemos un poco todos. Y diría que esta categoría caracteriza a la Iglesia de hoy. Se diría que a través de alguna grieta ha entrado, el humo de Satanás en el templo de Dios. Hay dudas, incertidumbre, problemática, inquietud, insatisfacción, confrontación. Ya no se confía en la Iglesia, se confía más en el primer profeta profano —que nos viene a hablar desde algún periódico o desde algún movimiento social— para seguirle y preguntarle si tiene la fórmula de la verdadera vida; y, por el contrario, no nos damos cuenta de que nosotros ya somos dueños y maestros de ella. Ha entrado la duda en nuestras conciencias y ha entrado a través de ventanas que debían estar abiertas a la luz: la ciencia. Pero la ciencia está hecha para darnos verdades que no alejan de Dios, sino que nos lo hacen buscar aún más y celebrarle con mayor intensidad. Por el contrario, de la ciencia ha venido la crítica, ha venido la duda respecto a todo lo que existe y a todo lo que conocemos. Los científicos son aquellos que más pensativa y dolorosamente bajan la frente y acaban por enseñar: “no sé, no sabemos, no podemos saber”. Es cierto que la ciencia nos dice los límites de nuestro saber, pero todo lo que nos proporciona de positivo debería ser certeza, debería ser impulso, debería ser riqueza, debería aumentar nuestra capacidad de oración y de himno al Señor; y, por el contrario, he aquí que la enseñanza se convierte en palestra de confusión, en pluralidad que ya no va de acuerdo, en contradicciones a veces absurdas. Se ensalza el progreso para luego poder demolerlo con las revoluciones más extrañas y radicales, para negar todo lo que se ha conquistado, para volver a ser primitivos después de haber exaltado tanto los progresos del mundo moderno. También en nosotros, los de la Iglesia, reina este estado de incertidumbre. Se creía que después del Concilio vendría un día de sol para la historia de la Iglesia. Por el contrario, ha venido un día de nubes, de tempestad, de oscuridad, de búsqueda, de incertidumbre y se siente fatiga en dar la alegría de la fe. Predicamos el ecumenismo y nos alejamos cada vez más de los otros. Procuramos excavar abismos en vez de colmarlos.

Intervención del Diablo
¿Cómo ha ocurrido todo esto? Nos, os confiaremos nuestro pensamiento: ha habido un poder, un poder adverso. Digamos su nombre: él Demonio. Este misterioso ser que está en la propia carta de San Pedro —que estamos comentando— y al que se hace alusión tantas y cuantas veces en el Evangelio —en los labios de Cristo— vuelve la mención de este enemigo del hombre. Creemos en algo preternatural venido al mundo precisamente para perturbar, para sofocar los frutos del Concilio ecuménico y para impedir que la Iglesia prorrumpiera en el himno de júbilo por tener de nuevo plena conciencia de sí misma. Precisamente por esto, quisiéramos ser capaces, ahora más que nunca, de ejercer la función que Dios encomendó a Pedro de confirmar en la fe a los hermanos. Quisiéramos comunicarnos este carisma de la certeza que el Señor da a quien le representa, incluso indignamente, en esta tierra. Y deciros que la fe —cuando está fundada en la palabra de Dios, aceptada y situada en la conformidad de nuestro propio ánimo humano— esta fe nos da una certeza verdaderamente segura. Quien crea con sencillez, con humildad, se sabe por el buen camino, siente que tiene un testimonio interior que nos confirma en nuestra difícil ideología y nos conforta en la difícil conquista de la verdad. El Señor se manifiesta como luz y verdad al que lo acepta en su palabra, y su palabra no se convierte en obstáculo a la verdad y al camino hacia el ser, sino en peldaño por el que podemos subir y ser de verdad conquistadores del Señor, que nos viene al encuentro y se entrega hoy a través de esta metodología, de este camino de la fe que es anticipo y garantía de la visión definitiva.
Fuertes en la fe
Y entonces Nos vemos el tercer aspecto que nos gusta tanto contemplar, la gran extensión de la Humanidad creyente. Vemos una gran cantidad de almas humildes, simples, puras, rectas, fuertes, que creen, que son —según dice San Pedro al final de su epístola— “fortes in fide”. Y quisiéramos que esta fuerza de la fe, está seguridad, esta paz, triunfase sobre los obstáculos que la vida —nuestra propia experiencia y la fenomenología de las cosas— ponen delante de nosotros, y que fuéramos siempre “fuertes en la fe”. Hermanos, no decimos cosas extrañas, difíciles ni absurdas. Quisiéramos tan sólo que hicierais la experiencia de un acto de fe, en humildad y sinceridad; un esfuerzo psicológico que nos diga a nosotros mismos que tratemos de cumplir una acción consciente. ¿Es cierto, no es cierto?, ¿acepto, no acepto? Sí, Señor, yo creo en tu palabra; creo en tu Revelación; creo en quien Tú me has dado como testigo y garantía de esta Revelación Tuya, para sentir y probar, con la fuerza de la fe, el anticipo de la bienaventuranza de la vida que con la fe se nos ha prometido.

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